Dominio público

Contra la soberanía

Santiago Alba Rico

Imagen de Reimund Bertrams en Pixabay
Imagen de Reimund Bertrams en Pixabay

Los dos hombres que marcaron el Derecho Internacional después de 1945 estudiaron en la ciudad de Lemberg, hoy en Ucrania, los dos fueron de ascendencia judía y los dos perdieron a varios miembros de su familia en los campos de concentración nazis. Herchs Lauterpacht, nacionalizado inglés, logró introducir en Nuremberg el concepto de "crímenes contra la Humanidad"; Raphael Lemkin, nacionalizado estadounidense, forjó por su parte el de "genocidio". En un libro fabuloso, Calle Este-Oeste, el jurista inglés Philip Sands, poderosísimo narrador, nos cuenta sus historias cruzadas en la Europa de entreguerras y las dificultades que encontraron para que se aceptaran sus propuestas penales, pilar jurídico hoy de la doctrina de Naciones Unidas.

Lauterpacht y Lemkin, que discordaban sobre el sujeto (el individuo o las minorías), estaban de acuerdo en cuestionar y combatir la soberanía de las naciones. Cuando en la tradición de izquierdas se habla de "soberanía" se piensa inevitablemente en positivo, concebida como la capacidad de un Estado para gestionar sus propios recursos en un marco global capitalista. Pero Lauterpacht y Lemkin nos recuerdan, a través de Sands, la raíz siniestra del término, en la que pocos nos hemos parado a pensar. Un Estado soberano es en realidad aquél que puede matar libremente a sus propios ciudadanos, sin que nadie tenga derecho a impedírselo. Soberanía quiere decir que tengo libertad absoluta, como gobernante, para matar, torturar o encarcelar a "mis" disidentes, a "mis" judíos", a "mis" armenios, a "mis" homosexuales o a "mis" indigentes. Así ocurrió en Europa desde Westfalia hasta la Segunda Guerra mundial. Lauterpacht y Lemkin entendieron que la única manera de proteger a los individuos y a las minorías era socavar o limitar la soberanía a través del Derecho Internacional, cuya primera expresión moderna fueron los juicios de Nuremberg contra algunos dirigentes escogidos del régimen nazi.

Ahora bien, este innegable progreso, como sabemos, ha producido resultados inesperados, si bien estaban agazapados ya en su formulación misma, necesariamente ambigua en un contexto de relaciones inter-nacionales jerárquicas marcadas por la violencia. En Nuremberg, por ejemplo, los vencedores juzgaron a los vencidos y eso se tradujo en que se dejaran fuera del proceso los crímenes contra la Humanidad cometidos por los aliados. Pensemos notoriamente en los salvajes bombardeos aéreos de Dresde y Tokio o, ya en agosto de 1945, pactada la constitución del tribunal internacional, las bombas atómicas de Nagasaki e Hiroshima; pensemos asimismo en las matanzas indiscriminadas de Stalin en Polonia. Desde entonces, en efecto, el Derecho Internacional sólo tiene jurisdicción sobre los crímenes terrestres; los aéreos, hoy cometidos mediante drones deshabitados, son aceptados como fenómenos meteorológicos sin víctimas ni responsables penales. El jurista italiano Danilo Zolo explica muy bien en su libro La justicia de los vencedores las consecuencias de esta decisión de 1945: Nuremberg prohibió la guerra y permitió los bombardeos, de manera que la violencia de las grandes potencias adquirió a partir de entonces la forma de operaciones policiales desarrolladas contra "delincuentes" o "terroristas" que quedaban así -y quedan- al margen del derecho o, al menos, del derecho común; y contra los que, por tanto, todo está permitido desde el aire.

Al mismo tiempo, como señala Sands, el Derecho Internacional no tiene capacidad material para limitar la soberanía de los Estados; su formulación misma presupone, pues, la autolimitación voluntaria de los soberanos, cuya única alternativa sería la injerencia o, llegado el caso, la intervención militar. Esa autolimitación de la soberanía se llama, en efecto, Estado de Derecho y Democracia, dos frenos colectivos balbucientes durante la Guerra Fría y hoy en franco retroceso. Es verdad que las Naciones Unidas han confiado siempre en que la firma de acuerdos "universales" y la adhesión formal a tribunales internacionales debía servir de presión para los Estados tentados por la soberanía total. Pero no podemos ignorar que el concepto mismo de "crímenes contra la Humanidad" deja un asidero moral y legal para la injerencia: no se puede permitir a ningún gobierno que extermine a sus ciudadanos. ¿Cómo impedirlo? ¿Quién tiene la fuerza para hacerlo? En un mundo jerárquico y del que ha sido oficialmente eliminada la guerra, las operaciones policiales quedan en manos de la potencia mejor armada que, unas veces bajo el paraguas de la ONU y otras sin él, utilizará el pretexto de la "intervención humanitaria" para defender sus intereses geoestratégicos. Ese ha sido el papel de los EEUU en las últimas décadas.

Cuando Lauterpacht y Lemkin proponían la limitación de la soberanía de los Estados en favor del derecho a la vida de los individuos y de las minorías conocía los precedentes y sus acechanzas. Pensaban quizás en la Escuela de Salamanca y en el De Indis, gran obra seminal del dominico Francisco de Vitoria. Allí el jurista salmantino denunciaba la empresa ilegal de la conquista de América: los castellanos no podían apoderarse de las tierras ajenas ni en nombre de Dios ni en nombre de los pecados de los nativos. Los bárbaros -razonaba- no pueden ser obligados en su propia tierra a no pecar contra leyes ajenas, por justas que sean, ni a cumplir con la ley divina que no les ha sido revelada. Sin embargo Vitoria, embargado de rigor jurídico y piedad cristiana, dejaba también un asidero a la intervención: "Afirmo que hasta sin la autoridad del Papa pueden los españoles defender al inocente de la muerte injusta". Al escribir esto, el dominico pensaba en los Caribes, gentilicio del que procede nuestro término "caníbal", pueblo que practicaba la antropofagia ritual: "Es lícito defender al inocente", dice, "aunque él no lo pida; más aún, aunque se resista, máxime cuando padece una injusticia en la cual no puede ceder su derecho. Nadie puede dar a otro derecho a que le mate, o a que le devore. Luego es lícito defenderlos. Por lo tanto la razón en virtud de la cual los bárbaros pueden ser castigados con la guerra no es porque el comer carne humana o el sacrificar hombres vaya contra la ley natural sino porque se infiere daño a los hombres".

El resultado de este sincero fervor humanitario fue que se multiplicara el número de caribes; a medida que avanzaba la conquista, en efecto, el continente se fue poblando de antropófagos, cuya presencia se extendía tanto como la ambición a caballo de los conquistadores. Así concluía el informe elaborado por un tal Figueroa a petición del emperador Carlos V: "Fallo que debo declarar y declaro: que todas las islas que no están pobladas de cristianos, escepto Trinidad e de los Lucayos e Barnados e Gigantes e la de Margarita, las debo declarar y declaro ser de caribes e gentes bárbaras, enemigos de cristianos e tales que comen carne humana e no han querido ni quieren recibir a su conversación a los cristianos ni a los predicadores de nuestra Santa Fe católica". Si contra los caribes se debía intervenir moralmente y se podía intervenir legalmente, convenía que en América hubiera muchos caribes; convenía que todos fueran caribes.

Esta triquiñuela legal, por cierto, la sigue utilizando EEUU, quinientos años después de Vitoria, veinte años después del 11S, para asesinar desde el aire, de manera selectiva, a cualquier terrorista -o no- cuyo linaje remonte, vía el ISIS, al-Qaeda o cualquier otro grupo yihadista, al atentado contra  las Torres Gemelas, y ello con arreglo al permiso otorgado por el Congreso estadounidense en octubre de 2011. El número de personas asociadas indirectamente a la horrenda matanza de Nueva York se ha multiplicado en el tiempo y en el espacio como el número de caribes en las tierras apetecidas por los conquistadores castellanos.

Así que los progresos del derecho nos dejan siempre en esta ambigüedad fúnebre. Son progresos, no cabe duda, y hay que defenderlos, pero se producen en un contexto político y civilizacional en el que parece que finalmente estamos obligados a escoger entre la soberanía absoluta del verdugo local y el destructivo freno imperialista. Un Estado es soberano cuando puede matar libremente a sus ciudadanos. Un Estado es imperialista cuando puede matar libremente a los ciudadanos de otras naciones: esta etiqueta, por cierto, se aplica por igual a los drones de EEUU en Yemen y Afganistán y a los bombardeos rusos en Siria. La trabajosa e innovadora labor de Lauterpacht y Lemkin, indispensable en un mundo indecente, contradictoria en un mundo indecente, nos aboca a esta disyuntiva atroz: o soberanía criminal o intervención imperialista. ¿Cuál sería la alternativa?

Afganistán nos obliga a afrontar ahora este dilema no resuelto; y que no va a resolver esta generación. Dilema que la derecha neocón y la izquierda estalibana desatan, como Alejandro, con un tajo de espada: unos defendiendo el nacionalismo "universalista" de Kagan, otros celebrando, con un ojo entusiasmado en Rusia, la derrota de los EEUU. Los antisoberanistas y anti-imperialistas sensatos nos quedamos, en cambio, con estas dos certezas amargas: la de que la invasión de 2001 fue un delito de lesa humanidad y la de que la retirada de 2021 es una irresponsabilidad criminal.

El derecho y la democracia son injerencias en la soberanía criminal del Estado. Por eso somos antisoberanistas. El imperialismo es la usurpación soberana de la soberanía criminal de otro Estado. Por eso somos anti-imperialistas. Digo "somos" porque creo que Lauterpacht y Lemkin también lo eran, aunque los conceptos que forjaron para proteger a los humanos, como los del dominico Vitoria, hayan servido a menudo para justificar invasiones y bombardeos. El derecho no tiene la culpa; de hecho es siempre muy incómodo, como lo prueba el hecho de que, entre los 123 países miembros de la Corte Penal Internacional creada en 1998 y basada en los conceptos de Lauterpacht y Lemkin, no se encuentran, desde luego, ni Rusia ni Siria ni Irán, pero tampoco EEUU o Israel.

Ahora, tras la retirada de Afganistán, el discurso de Biden deja claras las cosas. Nos dice: no se trata de frenar la soberanía criminal del otro sino de defender nuestra propia soberanía. Este paso de la hipocresía al cinismo desnudo, ¿es un avance? No lo creo. La solución no es nombrar los DDHH; el que los nombra para violarlos mata al mismo tiempo seres humanos y principios. Pero tampoco puede ser que los que tienen la fuerza de violarlos dejen de nombrarlos. Este paso de la hipocresía al cinismo es un paso paradójico del imperialismo al soberanismo, y ello en un momento de economía global, pandemia planetaria y des-democratización general.

La solución será siempre esa injerencia no armada que llamamos democracia y Estado de Derecho y que los pueblos deben alcanzar por sus propios medios; y que exige, como presupuesto, lo que ningún imperialismo, por su propia definición, puede proporcionar: el establecimiento de condiciones materiales para una existencia digna. Por eso cada vez que el imperialismo, que huye del vacío y no puede permitirse -ya lo decía Pericles en su menos famoso tercer discurso- renunciar a serlo, cada vez que el imperialismo -digo- intenta corregir en su propio interés la soberanía ajena, acaban venciendo los talibanes y retroceden aún más el derecho y la democracia como potenciales injerencias protectoras.

Como antisoberanistas y anti-imperialistas favorables a la injerencia del Derecho, no podremos resolver el dilema, pero sí comportarnos como dignos herederos de Lauterpacht y Lemkin y abrir las puertas de Europa a los seres humanos que el soberanismo talibán y el imperialismo estadounidense han dejado tirados en las cunetas.

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