Dominio público

Cuidado con el espadón de la justicia

Nere Basabe

Acompañado del presidente Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), Carlos Lesmes, (1i)), del presidente del Tribunal Constitucional, Juan José González Rivas (2i), y de la ministra de Justicia, Pilar LLop, el Rey Felipe VI se despide a la salida del Tribunal Supremo. EUROPA PRESS.
Acompañado del presidente Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), Carlos Lesmes, (1i)), del presidente del Tribunal Constitucional, Juan José González Rivas (2i), y de la ministra de Justicia, Pilar LLop, el Rey Felipe VI se despide a la salida del Tribunal Supremo. EUROPA PRESS

Las sentencias judiciales en España son como los dogmas de fe: se acatan y no se cuestionan. Dura lex, sed lex. Llevamos sin embargo un tiempo ya, al menos mil días, con la Justicia patas arriba y la magistratura sin fregar. Y al tener noticia de sentencias cuanto menos chocantes, resulta difícil, por mucho que no tengamos un máster en Derecho, amordazar al tertuliano que llevamos dentro, dirán unos, o al simple ciudadano que somos, dotado de juicio crítico, libertad de expresión y una mínima capacidad para leer una sentencia y remitirse a la letra de la ley para formarse una opinión.

La reversión histórica que supone el Madrid vaciado del mes de agosto, cuando sus habitantes regresan al pueblo, amparó otro tipo de revanchismo judicial: el Tribunal Superior de Justicia de la capital dictó el regreso de media docena de nombres asociados al franquismo a nuestro callejero, aduciendo que el célebre fundador de la Legión Millán-Astray, los caídos de la División Azul que lucharon en Rusia junto a los nazis, la versión falangista de los hermanos Ryan que fueron los García Noblejas, o el crucero Baleares que bombardeó a las víctimas de la Desbandá malagueña "no suponen exaltación de la sublevación, la guerra o la represión". Poco le ha importado a la jueza la potestad consistorial para modificar la denominación del callejero, que llevó por ejemplo a Esperanza Aguirre a poner el nombre de Margaret Thatcher a una céntrica plaza, como si la primera ministra británica, ariete del neoliberalismo, hubiese hecho más por Madrid que la maestra Justa Freire o la Institución Libre de Enseñanza que ahora pierden sus calles. Pero parece que nuestra magistratura prefiere los valores marciales a los educativos, por eso otro juez no vio delito de odio en el cartel electoral de Vox que señalaba a los menores no acompañados, y lo avaló aduciendo un "evidente problema político y social". Viva la muerte, muera la inteligencia, ya se sabe.

No solo es un problema que afecte a Madrid, también en Oviedo ha regresado al callejero, entre otros, el General Yagüe, famoso "carnicero de Badajoz", sentencia judicial mediante. Más hacia arriba y en otro orden de cosas, el Tribunal Constitucional ha declarado inconstitucional el estado de alarma decretado por el Gobierno frente a la pandemia, similar al que se decretó en los demás países europeos. La Ley Orgánica de 1981 que regula los estados de alarma, excepción y sitio establece en su artículo 4.b que es el estado aplicable a "crisis sanitarias, tales como epidemias", pero el máximo tribunal que vela por nuestro ordenamiento jurídico hubiese preferido un estado de excepción, diseñado para mantener el orden público cuando este se vea seriamente amenazado. A nivel autonómico, unos tribunales dan el visto bueno a toques de queda y cierres perimetrales, mientras otros, con el doble de incidencia, los deniegan. Pero qué sabremos nosotros, si no somos juristas. Así que tampoco deberíamos opinar de todas esas sentencias que, una y otra vez, no consideran agresión sexual las violaciones si la víctima no defendió su honra con uñas y dientes y varios huesos rotos. Nunca olvidaremos la sentencia de la minifalda provocadora como eximente.

Y es que la Justicia anda desgobernada. En el debate sobre la renovación del Consejo General del Poder Judicial para la que el Partido Popular se inventa cada mes una excusa nueva, se alude una y otra vez a "la independencia del poder judicial". Subyace un error de fondo al concebir la justicia como un poder independiente, y es que la doctrina clásica de la división de poderes de Montesquieu nunca habló de independencia, sino de un sistema de frenos y contrapesos que regula la relación necesaria entre los distintos poderes, para que de forma recíproca se limiten, vigilen y se ejerzan en equilibrio, pero no a su libre albedrío.

La justicia es ciega, tal y como nos la pinta su tradicional alegoría, y por eso la Constitución prohíbe a los jueces en su artículo 127 militar en partidos o sindicatos. Eso no hace que, mortales ellos también, carezcan de un sesgo ideológico y de afinidades políticas más o menos evidentes: llevan los ojos vendados, pero en ocasiones escudriñan por debajo de la banda. Las asociaciones profesionales sí les están permitidas, y gracias a ellas podemos intuir que el barco de la magistratura se escora peligrosamente muy a estribor. Ese y no otro motivo es el que lleva al Partido Popular a proponer ahora que los jueces elijan a los jueces, pretendiendo hacernos creer que eso sería lo verdaderamente democrático, cuando lo único que demuestran una y otra vez es que, si no ganan ellos, las reglas no les sirven. Que un cuerpo se elija a sí mismo no es democracia, es un Estado corporativo, y ya sabemos a quiénes les gustaba el corporativismo de una "democracia orgánica".

La justicia es ciega y además lleva una espada en la mano, y a nadie parece ocurrírsele lo peligrosa que puede resultar una persona armada que no ve a dónde apunta. En su penúltima pirueta, el CGPJ propone suplir las vacantes de la Sala de lo Contencioso-administrativo del Tribunal Supremo con jueces de la Sala de lo Militar, que tenemos la suerte de que en democracia "no-orgánica", a falta de consejos de guerra, andan menos atareados. Esos jueces militares, en comisión de servicios, serían los encargados, por ejemplo, de dictar sentencia sobre los indultos a los presos del Procés, como si los indultos no fueran una prerrogativa del poder ejecutivo y la ley que los regula no limitara los casos "no indultables" a los carentes de condena firme o reincidentes, salvo excepción de conveniencia pública. Si el máximo tribunal no hubiera declarado inconstitucional el Estatuto de Autonomía de Catalunya de 2006 porque no le gustaron palabras como "Nación" o "realidad nacional", tal vez no habríamos tenido estos presos condenados por sedición (según la RAE la sedición es un alzamiento "colectivo y violento" contra la autoridad establecida, aunque nuestro ordenamiento jurídico prefirió sustituir el adjetivo violento por el más vaporoso "tumultuario", que solo remite a alboroto y confusión). Ahora el caso podría volver a ser considerado por autoridades militares, que ya sabemos que son poco amigos de alborotos a no ser que los provoquen ellos mismos.

Lo que probablemente no se esté teniendo en cuenta es que precisamente la tal controvertida Nación surgió en su acepción política con la Revolución Francesa, y fue jurídicamente definida por Sièyes como "un cuerpo de asociados viviendo bajo la ley común", frente a otras jurisdicciones particulares como la eclesiástica o la militar. Durante el reinado de Isabel II fueron comunes en la España decimonónica los "gobiernos de espadones", nombre coloquial para aquellas figuras militares metidas en asuntos políticos. Dos siglos más tarde, aún tenemos que pedir que la espada de la Justicia no se convierta en espadón, y que sea ciega (ecuánime) pero que deje de una vez de dar palos de ciego.

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