Dominio público

Renovar el Constitucional para recuperar el Estado de derecho

Joaquín Urias

Profesor de Derecho Constitucional, exletrado del Tribunal Constitucional

Renovar el Constitucional para recuperar el Estado de derecho
El candidato Ramón Sáez Valcárcel llega a la Comisión Consultiva de Nombramientos del Congreso de los Diputados durante la elección de cuatro magistrados del Tribunal Constitucional, este martes. EFE/ Chema Moya

Finalmente el Congreso de los Diputados ha avalado la propuesta de cuatro magistrados para el Tribunal Constitucional que habían pactado el gobierno y el partido popular. Es una propuesta deficiente. Voces cualificadas han llamado la atención sobre sus defectos: escasa cualificación de algunos candidatos, ausencia de nombres del mundo académico con el empobrecimiento que conlleva, falta de candidatos de las comunidades autónomas con más fuerza identitaria.  No es algo nuevo, sino una tónica que se viene repitiendo hace ya décadas en sucesivas renovaciones. De hecho, si nuestro Tribunal Constitucional pasa por el mayor período de desprestigio es precisamente a causa del poco cuidado que ponen los partidos políticos en la elección de sus miembros. Las decisiones  jurídicamente disparatadas, sin suficiente fundamento y claramente partidistas con las que no sorprende periódicamente este tribunal son consecuencia de la deriva que ha tomado su composición.

El problema no es ideológico. Que se conozca la ideología de los jueces constitucionales y se tome en cuenta a la hora de su elección es algo natural y hasta necesario. Al fin y al cabo su trabajo no es aplicar la ley, sino revisarla. Y para hacerlo necesitan a menudo completar y hasta reinterpretar la parquedad del texto Constitucional. Cumplen una función que ha de expresarse mediante el razonamiento jurídico pero que responde con frecuencia a la propia ideología de los magistrados. Es, por tanto, necesario que el Tribunal Constitucional sea un reflejo del pluralismo de la sociedad. Y eso sólo se puede conseguir mediante un equilibrio en el que se valore la posición ideológica de cada candidato. No tiene lógica constitucional alguna criticar a ningún aspirante porque sea muy de derechas o muy de izquierdas. Lo único que se les debe exigir en este terreno es que sean independientes: que obedezcan exclusivamente a su interpretación lo más objetiva posible de la Constitución y nunca a las órdenes o sugerencias que les hagan llegar los partidos que los eligieron.

Esta vez, entre las voces más progresistas con repercusión mediática o en la redes sociales no se ha criticado tanto la orientación ideológica de algunos candidatos que piensan de modo diferente como el pasar por alto las sospechas de corrupción que se ciernen sobre uno de ellos. Desde que salió a la luz su nombre, estos medios de comunicación han publicado informaciones cada vez más alarmantes sobre sus conexiones con tramas financieras delictivas y las irregularidades administrativas que habría cometido para cobrar varios sueldos y participar en contratos suculentos. Evidentemente, no es el perfil ideal para integrar una de las más altas instituciones del Estado.

Resulta incomprensible que el Partido Popular haya propuesto a este magistrado. Hay en España grandes juristas de ideología conservadora que, compartiendo plenamente su visión política de la sociedad, son profesionales intachables y de enorme prestigio jurídico. No hay una explicación convincente de porqué ha presentado a alguien que a su dudoso currículum científico sume sospechas de tanta intensidad sobre su integridad personal. Sin embargo, una vez presentado, poco podían hacer los partidos del Gobierno.

Es cierto que en un mundo ideal los magistrados del Constitucional no se repartirían mediante cuotas presentadas libérrimamente por cada partido. Estos días hay quien recuerda con nostalgia al primer Tribunal Constitucional, elegido en 1980 en la resaca del consenso constitucional. Se optó entonces por enormes juristas aceptables para todos los partidos. Lo que nadie cuenta es que ese pacto exquisito sólo se hizo una vez y nunca más se ha repetido. Ciertamente sería deseable volver a esa arcadia feliz en la que partidos y ciudadanos de izquierdas y derechas se ponen de acuerdo en nombres y hasta en toda una Constitución. Pero no es la situación de la España de los cuarenta años. Es más, quienes hablan de volver a ese pacto común son a menudo los primeros que jamás aceptarían propuestas o ideas de quienes están en el extremo ideológico opuesto.

Mediante el sistema de cuotas han accedido al Tribunal Constitucional grandísimos juristas, sobre todo en las primeras dos décadas de su funcionamiento. Fue posible por la responsabilidad y la generosidad de los partidos al proponer a sus candidatos. Así, con posesivo. Si ahora un partido ha preferido elegir a un candidato que tan claramente parece no dar la talla, es ese partido el que debe dar explicaciones.

Es verdad que los candidatos necesitan para su nombramiento el voto de tres quintos de la Cámara. A partir de ahí ha surgido cierta corriente de opinión que responsabiliza a los partidos del Gobierno y en especial a Unidas Podemos -a quien parece que se le exigen más altos estándares de moralidad- de que alguien sobre quien penden sospechas de corrupción llegue al Tribunal Constitucional.

Se trata de una crítica que no tiene en cuenta los riesgos que afronta en estos momentos el Estado de derecho español. El involucionismo judicial de los últimos años -lo que algunos llaman lawfare- está permitiendo que las instituciones judiciales y de garantía se conviertan en actores políticos ultrapoderosos. Despreciando la separación de poderes y su necesaria autocontención, imponen a través de sentencias un modelo ideológico ultraconservador que hace imposible prácticamente cualquier reforma progresista del Estado. Mientras no se renueven las más altas instancias de extracción parlamentaria no se podrá frenar esta tendencia.

El Partido Popular ya puede estar cómodo en el actual incumplimiento de la Constitución. Más allá del patriotismo constitucional no tiene razones para acceder a  la renovación de las instituciones cuyo mandato ha ido caducando en los últimos años. Pese a su retroceso parlamentario en las últimas elecciones mantiene su antigua mayoría en el Consejo General del Poder Judicial o el Tribunal de Cuentas. No es disparatado imaginar que fuera capaz de mantener el bloqueo dos años más. O lo que le haga falta hasta volver a tener mayoría parlamentaria suficiente para no perder nunca el control de todos estos órganos.

Desde esta posición de fuerza ha planteado su propuesta para el Constitucional. Si no se acepta, el boqueo se mantiene. Es fácil, desde una postura moral, exigir que se rompa el pacto para evitar que entre un posible corrupto al Constitucional. Sin embargo, quienes se sientan progresistas deben ser conscientes de lo que eso supondría. Porque eso significa que no van a entrar en el Tribunal Constitucional magistrados progresistas capaces de revertir poco a poco una jurisprudencia cada vez más retrógrada en materia de derechos fundamentales y de articulación territorial del poder. Significa que el Tribunal de Cuentas puede continuar siendo un arma política de la derecha en sus batallas identitarias contra el independentismo. Significa en última instancia que seguirán sin acceder al Tribunal Supremo jueces avanzados dispuestos a vigilar a la Policía, respetar al Parlamento y otras exigencias básicas del Estado de Derecho que en estos momentos están en riesgo.

Se frenaría el acceso de un presunto corrupto, pero también cualquier esperanza de desmontar un entramado judicial e institucional clientelar que desafía el Estado de derecho. En estos momentos la recuperación del Estado de derecho, de la sumisión de los jueces a la ley y de la separación de poderes pasa por aceptar los candidatos populares y desbloquear las instituciones. Puede ser duro, feo o desagradable. Pero es así.

Definir la política como ‘el arte de lo posible’ es puro derrotismo porque supone aceptar la imposibilidad de cambiar estructuralmente la sociedad. No hay que renunciar a la esperanza del cambio. Otro sistema más justo, equitativo y democrático es posible. Y si en este momento el objetivo prioritario es conseguir un país donde primen los derechos fundamentales, donde no se persiga al disidente ni la ley esté al servicio de los poderosos, hay que conseguirlo incluso a costa de aceptar que un partido condenado por corrupción meta a alguien dudoso en el constitucional. Tampoco sería el primero.

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