Dominio público

Mientras los dioses no cambien

Santiago Alba Rico

Mientras los dioses no cambien
Atenas.- Pixabay

Hay una película rusa extraordinaria que se llama Qué duro es ser dios; la rodó Aleksei German en 2013 a partir del conocido relato de ciencia ficción en el que los hermanos Strugatski narran el desembarco de una misión (¿soviética?) en el planeta Arkanar, donde un siniestro golpe de Estado ha interrumpido la transición entre la Edad Media y el Renacimiento. Los estudiosos terrícolas allí desplazados deben camuflarse en esta civilización rezagada e investigar los procesos históricos de cambio y permanencia, pero tienen terminantemente prohibido intervenir. La dificultad de ser dios es precisamente ésta: la de, disponiendo de los medios, mantenerse al margen de las luchas libradas sobre el terreno. Un dios lo puede todo, salvo reprimirse; su propia potencia de obrar se autodetermina de manera inexorable.

Es duro ser un imperio o, al menos, una gran potencia. Siempre se cita el célebre "discurso fúnebre" que pronunció Pericles en el año 431 a. de n. e., el primero de la llamada Guerra del Peloponeso entre Atenas y Esparta. Es estremecedoramente bello, es verdad, pero solemos olvidarnos de completarlo con el que pronunció meses más tarde, cuando la guerra empezó a torcerse en favor de los lacedemonios. Ante el descontento de los atenienses, Pericles abandona la esfera de los ideales para descender al barro del realismo más angosto: ya no se trata de la democracia, dice, sino de "la pérdida de un imperio". Y advierte enseguida a las almas cándidas: "A ese imperio ya no se puede renunciar, si es que alguien, debido a su miedo en la presente situación o a su deseo de tranquilidad, pretende hacer el papel de hombre bueno a este respecto". Dicho lo cual concluye: "este imperio que poseéis es ya como una tiranía: conseguirla parece ser una injusticia, pero abandonarla constituye un peligro". Es duro ser dios porque dios está obligado a estar en todas partes y porque cualquier disminución de su existencia implica su desaparición. La justicia y la democracia ya no juegan ningún papel aquí, como lo demuestra, en el propio relato de Tucidides, el diálogo de Melos y la discusión entre Cleón y Diódoto en torno a la suerte de los mitiléneos.

Entre los historiadores ha sido grande la tentación de comparar la guerra del Peloponeso con la Guerra Fría, aunque siempre a partir de alineamientos ideológicos o morales: la autoritaria Esparta subrogaba avant la lettre a la URSS mientras que la democrática Atenas la encarnaban ahora los EEUU. No es una buena manera de enfocar las cosas. Si se puede establecer un paralelismo entre peripecias históricas tan distantes es porque la Guerra Fría llevó al extremo esa "lógica imperial" enunciada por Pericles, ajena a la justicia y a la democracia y obligada a rellenar todos los huecos, incluso en contra de los propios intereses económicos. La intervención en Vietnam, donde EEUU sufrió una humillante derrota, no buscaba apoderarse de recursos energéticos o minerales que no existían en ese país; en cuanto al atolladero de Afganistán, tumba de la URSS, era completamente innecesario y claramente perjudicial desde un punto de vista pragmático. Añadamos que lo único en lo que estaban de acuerdo la URSS y EEUU era en perseguir y matar comunistas.

Uno pensaba que el fin de la Guerra Fría acarrearía al menos la ventaja de permitirnos estudiar y denunciar la "lógica imperial" al margen de los alineamiento ideológicos y las ilusiones de verdad, justicia o superioridad democrática. Asombra, sin embargo, la reactivación binaria que ha provocado el contencioso Rusia-EEUU en torno a Ucrania; nuestro cerebro hemisférico se impone -digamos- sobre nuestro intelecto plural. Hace once años, guiado entre brumas por la experiencia cercana y el conocimiento tozudo, apoyé las revoluciones y revueltas "árabes". Alguien podrá alegar que estaba equivocado, pero sigo pensando que los pueblos, los datos, los principios, me daban y me siguen dando la razón. Lo cierto es que, desde entonces, cada cierto tiempo, como la recidiva de unas fiebres de malta, me veo asaltado por insultos, calumnias y amenazas. Ha vuelto a ocurrir. Aunque no he escrito nada sobre Ucrania, algunos desconocidos digitales -a los que no pienso ni bloquear ni contestar- me vuelven a acusar estos días de las cosas más peregrinas (secuaz de la OTAN, paniaguado de la CIA y de la Fundación Ford) y me dedican los improperios más desaforados. Uno me llama "perro faldero del imperio". Otro sentencia cachazudo: "tremendo criminal Santiago Alba Rico". ¡Tremendo criminal! Al leerlo, me han venido ganas de parafrasear la humorística escala delictiva propuesta por el viejo Thomas de Quincey: uno empieza defendiendo la democracia en el "mundo árabe", luego hace llorar a un niño, luego roba el bastón a un anciano, luego degüella a la propia mujer y luego, infaliblemente, invade Polonia. ¡Tremendo criminal! Uno juzgaría cuando menos hiperbólico este rótulo si no percibiese detrás una peligrosa oligosemia, fruto tardío del siglo XX, fruto agraz del XXI: la voluntad de borrar la diferencia entre disentimiento y crimen: el que no piensa como yo -encarnación de la verdad irrefutable- no se está equivocando, no, sino que está violando niños, arrasando ciudades, gaseando pueblos enteros. Es la forma en que miden el mundo los que he llamado a menudo "estalibanes": el estalibán, en efecto, como es incapaz de aceptar la posibilidad de estar equivocado, no acepta tampoco la posibilidad de que el otro lo esté: el otro no se equivoca sino que forma parte "objetivamente" de una compacta conspiración criminal que habría que combatir por todos los medios. Todo el que no piensa como yo es un asesino y merece, por tanto, ser asesinado -virtual o materialmente.

Cito estas perlas negras como expresiones extremas de un binarismo imperial, alojado también en cabezas más moderadas y en partidos de uno y otro signo, a cuya resurrección apasionada asistimos en estos días. Los estalibanes, como sus siameses "liberales", no pueden conformarse con estudiar los peligros y apelar a una negociación realista. Sucumben a la polarización ideológica de la Guerra Fría: necesitan sostener un mal y al mismo tiempo ser "hombres buenos". No recuerdan la enseñanza de Pericles: allí donde se impone una "lógica imperial", paralela a la justicia y la democracia, no tiene sentido ponerse a comparar el número de muertos y mucho menos tratar de justificar la mitad de ellos. No se trata de tomar partido sino de señalar la "lógica imperial" misma, y cederle el mínimo terreno necesario para conservar la paz. Respecto del contencioso Rusia-EEUU, apenas puedo decir más que esto: no acepto que se pretenda, de un lado y de otro, validar moralmente ninguna de las dos posiciones en litigio, puramente "imperiales", cuando de lo que se trataría más bien es de desarmar ambas. Es absurdo olvidar el autoritarismo de Putin, y sus crímenes en el interior y en el exterior, para convertirlo en un paladín anti-imperialista, y ello por la única razón de que se enfrenta a EEUU. Del otro lado, si la marchita democracia estadounidense aún puede dar alguna lección a Putin, es no menos absurdo convencerse de que EEUU ha pretendido alguna vez difundir la democracia y los DDHH allí donde ha intervenido militarmente, con los costes humanos de todos conocidos. Rusia y EEUU están atrapados en sus propias "lógicas imperiales", en un marco geopolítico que no es ya el de la Guerra Fría y en el que, en cualquier caso, la democracia y la justicia no forman parte, ni siquiera como propaganda, del mundo del siglo XXI. De la democracia y la justicia, contra la nueva "lógica imperial" multipolar, tenemos que hacernos cargo los ciudadanos, y eso implica presionar a las partes sin hacerse ilusiones sobre su catadura política y moral. Porque cada vez que nos alineamos en una "lógica imperial", convencidos de que uno de los dos campos es más justo o más democrático que el otro, hacemos retroceder la justicia y la democracia en todo el mundo; y alimentamos conflictos bélicos cuyas miles de víctimas dejan afónica, durante decenios, a la humanidad entera. La guerra del Peloponeso, no lo olvidemos, acabó provocando la muerte de la democracia ateniense.

¿Qué mínimo habría que conceder a la "lógica imperial" rusa? Lo que quiere la Rusia de Putin es imponer su derecho a comportarse y a ser reconocida como una gran potencia mundial. "Derecho", en términos geopolíticos, quiere decir "fuerza" y "medios". ¿Los tiene? Me temo que sí. Eso implica reconocerle el "derecho" a negociar su "seguridad nacional". No estoy dispuesto a reconocerle nada más; ni a pasar por alto su persecución interna de disidentes ni la barbarie en Chechenia ni los bombardeos de civiles en Siria. Ni a negar al pueblo ucraniano su derecho -este sí jurídico y humano- a defenderse de una invasión si ésta, contra la "lógica imperial" vigente, llegase a producirse.

¿Qué mínimo habría que conceder a la "lógica imperial" de EEUU? El derecho geopolítico, que no democrático, a negociar con Rusia, a miles de kilómetros de su territorio, el orden post-soviético de Europa. No estoy dispuesto a reconocerle nada más; ni a pasar por alto sus golpes de Estado, sus invasiones y sus bombardeos en el exterior; ni sus políticas raciales y sociales en el interior. Ni a ignorar su cuota de responsabilidad si, contra la "lógica imperial" vigente, la Rusia de Putin cruza las fronteras de Ucrania con sus tropas y sus tanques.

¿Y la Unión Europea? Si hablamos de justicia y democracia, haría bien en no parecerse a la Rusia de Putin. Si hablamos de "lógica imperial" o, lo que es lo mismo, de intereses geopolíticos, deberíamos comprender de una vez por todas que su supervivencia no pasa por alinearse, al menos de manera incondicional, con los EEUU. Nada me produce un vértigo más sombrío que esta imagen no imposible de una UE cada vez más putinesca en lo político y cada vez menos independiente en lo geopolítico. Las divisiones dentro de la UE, y su papel nulo en las negociaciones con Rusia, hacen temer ese precipicio. Europa protege cada vez menos la democracia y los DDHH; y demuestra bastante menos autonomía "imperial" que, por ejemplo, Israel, Arabia Saudí o Turquía, aliados díscolos y brutales. Europa está atrapada dentro de una OTAN cuya única función es la de mantener a la UE en la órbita estadounidense. Eso es malo para todos. Porque sólo una UE democrática y autónoma podría ayudar a "minimizar" las "lógicas imperiales" que de nuevo se organizan y amenazan la paz mundial.

Es duro ser dios -o imperio o potencia- pero conviene que nos ocupemos también de sus víctimas. Si queremos proteger la democracia, será necesario no hacerse ilusiones sobre la justicia de las lógicas imperiales; si queremos enderezar mínimamente las lógicas imperiales, será necesario no olvidar la justicia y la democracia. Recordemos la advertencia de Sánchez Ferlosio: mientras los dioses no cambien nada ha cambiado. Nunca cambiarán si sus víctimas no les ponemos la zancadilla.

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