Dominio público

Sobre profetas y verdades políticas

Elizabeth Duval

Pixabay.
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Tiene la política unos cuantos vicios; no es cuestión aquí de enumerarlos todos, ni de describir con cinismo en qué caen las personas al aferrarse al ejercicio del poder. En algunos casos, aún peores, el vicio ya no es porque se ejerza poder y de este poder se busque la conversación: lo que vicia es la puesta en escena, la atención. Aquí, en este terreno, la psicología política se funde rápido con la de famosos, estrellas y miembros diversos de la farándula: el deseo reside en el aplauso, el aplauso en la complacencia. El tribuno del pueblo dice la verdad.

La verdad es una cosa no demasiado evidente, pero el concepto se manosea a diario en la esfera política. En una de las fábulas de Fedro, es Prometeo quien esculpe la Verdad, con la intención de administrar la justicia entre los hombres; es Dolos, el engaño, quien crea otra estatua semejante, de apariencia idéntica. La dicotomía parece simple: la verdad y la mentira, la realidad y los bulos. No hay dicotomía más complicada. En la misma fábula, a Dolos no se le presupone malicia, sólo ambición. De Prometeo, su maestro, que esculpe la verdad, no debemos presuponer tampoco intenciones completamente puras. La copia disfuncional es así por las prisas a la hora de terminarla: el engaño es torpeza o descuido, pero no conspiración.

El tribuno que se eleva por encima de engañados y mentirosos, sin dejar muy claro si son peores los primeros (por tontos o mediocres) o los segundos (por manipuladores y perversos), sí afirma que lo que hay detrás de la cortina roja que él descorre para el mundo tiene su puntito de complot. Es una metáfora distinta a la de Prometeo y las estatuas. Digamos que el tribuno es un profeta político y ejerce la política como lo hacen los profetas: refleja con su espejo la luz del Sol, que es la luz de la Verdad, y con ella busca iluminarlo todo para sacar al mundo de las tinieblas en las que se ha visto sumergido por una panda de corruptores, titiriteros y sinvergüenzas.

No seré yo quien niegue la existencia de la manipulación mediática, ni la de algunos "intereses ocultos", pero tampoco voy a restarle importancia a otros factores a veces ignorados: la contingencia y las carambolas, o lo que podríamos tener a bien llamar los coches de choque de la historia, el grandísimo billar del mundo. Parecen causas más banales que las de las lecturas que ven en cualquier cosa intenciones meridianamente claras: no lo son. Tiendo, quizá por un defecto de formación, a desconfiar de quienes se arrogan para ellos la Verdad (y más la Verdad simple en un mundo complejo); pienso, también, que es un discurso político nefasto, y a mayor Verdad se anuncia, un poco más nefasto me parece.

A mí me gustaría que la izquierda abandonara el prurito verdadista de querer desvelar cosas a los ignorantes: aquellos que presuntamente no merecerían que los doctos leyésemos El Capital, pues, si no nos hacen caso, será que tontos son. Es normal indignarse mucho ante la mentira y ante la infamia, particularmente si va dirigida a uno mismo: en eso no me meto, porque me indigno la primera; con su utilidad política, sí que me enfado, pues me parece muy inútil. No me siento yo e intentaré no sentirme nunca, ni leyendo mil libros, si los leyera, en posesión de una Verdad mayor sobre las cosas.

Si me cruzara con alguien que desconociera absolutamente la lectura, me interesarían más los ángulos que esa persona pudiera abrirme que la imposición de mis designios sobre las cosas. Prefiero otra cultura, que no es la de las iluminaciones ni la de la vanguardia, que no es ni prepotente ni altanera: la de quien concibe que su forma de ver las cosas está manchada y nunca será definitiva. Ojalá tener menos verdades y estar más dispuesta a contemplar, aunque sea un ratito, la verdad de los demás: ver la política sin los ojos de los profetas.

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