Dominio público

La Comisión Europea defrauda de nuevo: la fallida propuesta de Directiva sobre Diligencia Debida en Derechos Humanos

Adoración Guamán

Profesora de Derecho en la Universitat de València y autora del libro “Diligencia debida en derechos humanos"

La Comisión Europea defrauda de nuevo: la fallida propuesta de Directiva sobre Diligencia Debida en Derechos Humanos
Imagen de archivo. Costureros de trajes EPI en fábrica India.- Saqib Majeed / SOPA Images via ZUM / DPA

Con varios meses de retraso, la Comisión Europea cumplió con su promesa y presentó el día 23 de febrero el borrador de Directiva sobre diligencia debida de las empresas en materia de sostenibilidad. Bajo este título, sin duda complejo, se estructura una propuesta normativa presentada como "histórica" que afirma que su objetivo es conseguir que las empresas respeten los derechos humanos y el medio ambiente en las cadenas mundiales de suministro. Una meta nada fácil, máxime con una propuesta que, como era de esperar, se atasca en la enunciación de metas grandilocuentes, pero incluye mecanismos débiles, sin llegar a la altura de lo que la sociedad civil lleva décadas exigiendo. Más bien al contrario, si algo hace la propuesta de Directiva es evidenciar el temor de la Comisión a contrariar los intereses de las grandes empresas transnacionales.

Para entender la importancia de esta propuesta es necesario retroceder en el tiempo y abordar la cuestión desde una mirada histórica y comparada, explicando igualmente el complejo concepto de "diligencia debida en derechos humanos". Empecemos por lo obvio, las empresas transnacionales cometen violaciones de derechos humanos que habitualmente se concentran en países del Sur Global y que por regla general se saldan con la impunidad de las corporaciones y con la indefensión de las víctimas, personas y comunidades, que no consiguen la reparación debida. Evidentemente, la comisión de violaciones es inherente al modelo de deslocalización productiva globalizada que hoy sostienen las transnacionales a través de sus cadenas de valor y que buscan maximizar el rendimiento situándose en países y territorios con baja protección para los derechos humanos y para el ambiente.

Frente a estos gigantes económicos y sus complejas estructuras productivas, los marcos jurídicos actuales en el plano nacional e internacional son incapaces de asegurar que las matrices controlan el comportamiento de las empresas que conforman sus cadenas. Evidentemente el problema no es nuevo, desde hace más de cincuenta años han existido distintas iniciativas para gestionar la relación entre transnacionales y derechos humanos e incitar a las empresas a un comportamiento respetuoso con los derechos humanos y el ambiente. El problema fundamental es que, en el plano internacional, los textos adoptados se han basado en esquemas de cumplimiento voluntario sin incluir ni obligaciones ni sanciones para las empresas.

Como puede imaginarse, los esquemas basados en la confianza en la llamada ética empresarial no han conseguido los resultados necesarios. Debe tenerse en cuenta que la falta de supervisión por parte de las empresas matrices del comportamiento de sus contratas, filiales y subsidiarias (donde, por ejemplo, se fabrica la ropa que se vende en cualquiera de las tiendas de nuestras ciudades) es totalmente volitiva. Además, es importante recordar que la lejanía del lugar donde se violan los derechos humanos no convierte a las matrices (pensemos en las grandes marcas de ropa) en sujetos inocentes, al contrario, estas ejercen una clara dirección sobre sus proveedores respecto de los productos y configuran el conjunto de las condiciones de producción en sus sectores.

En otras palabras, nos enfrentamos a un problema cuyo eje no radica en la falta de capacidad de control sino en la falta de voluntad, de ahí que la aprobación de una norma que establezca la obligación de la matriz de vigilar y controlar el comportamiento de todos los actores económicos de su cadena de valor respecto de los derechos humanos y el ambiente sea tan importante. A este tipo de mecanismos, orientados a obligar a las empresas a identificar, reducir y mitigar los riesgos actuales o futuros de vulneraciones de los derechos humanos y ambientales, se les conoce bajo el nombre genérico de "diligencia debida en derechos humanos".

La diligencia debida en derechos humanos se ha convertido en un concepto en expansión con un grado de aceptación abrumador. En pocos años se han aprobado normas reguladoras de este deber de diligencia en Francia (2017), Holanda (2019), Alemania (2021), Noruega (2021), sin mencionar las del Reino Unido, California o Australia centradas en la transparencia de información. Además, un buen número de países las están tramitando en la actualidad. Entre ellos, destaca por el carácter ambicioso, amplio y vanguardista la propuesta española lanzada por el Ministerio de Derechos Sociales bajo el nombre de "anteproyecto de ley de derechos humanos, empresas transnacionales y diligencia debida", que se encuentra en fase de consulta pública previa.

La diligencia debida se ha situado como la "fórmula mágica", que a priori parecía no despertar un rechazo frontal desde los sectores empresariales, como sí lo han despertado otras iniciativas como el Binding Treaty. El problema es que este consenso estaba basado en buena medida en la distinta concepción que tienen los distintos actores implicados (sociedad civil, sindicatos, empresarios o gobiernos) sobre cuestiones fundamentales como el alcance de las obligaciones que encajan dentro de los mecanismos de diligencia, del grado de responsabilidad civil por el incumplimiento de estas obligaciones, de los sujetos implicados, de la participación de los sindicatos y el resto de la sociedad civil o de las autoridades que deben controlar su cumplimiento, etc. Cuando la Unión Europea (la Comisión en concreto) ha puesto negro sobre blanco su propuesta, hemos comprobado esta lejanía entre lo que, desde la óptica de los derechos humanos, consideramos necesario para poner fin a la impunidad de las transnacionales y a la indefensión de las víctimas y aquello que se nos ofrece desde una UE que está más preocupada en intentar que la nueva normativa no afecte a los intereses de las grandes empresas.

Hace más de dos años que la Comisión prometió que presentaría el borrador de Directiva sobre diligencia debida en el final de 2021 y el camino se ha ido complicando. Como han señalado los Comisarios responsables en la presentación del texto, justicia y mercado interior, las presiones durante la redacción del borrador han sido intensas. Por un lado, las organizaciones de la sociedad civil y en particular los sindicatos exigen una norma amplia y con obligaciones claras para las empresas (por ejemplo, el deber de adoptar un plan de vigilancia, con contenidos claros y amplios que se aplique por completo al conjunto de la cadena y en cuya elaboración y control participen los sindicatos y las organizaciones). También es una reivindicación fundamental la inclusión de mecanismos para exigir su cumplimiento, vinculados a sanciones para las empresas incumplidoras, que incluyan la responsabilidad civil de las mismas. Las grandes patronales tienen en mente otro tipo de instrumentos, más laxos, aplicables solo a un determinado tipo de empresas muy grandes y sin presencia de sanciones vinculadas al incumplimiento, dejando por supuesto aparte la responsabilidad directa por las violaciones de derechos cometidas por las empresas que forman parte de las cadenas de valor. Por su parte, el Parlamento Europeo publicó una propuesta de texto articulado en marzo de 2021, de carácter mucho más avanzado que la publicada por la Comisión.

A riesgo de entrar en cuestiones técnicas, es importante explicar aquí los motivos de una valoración tan negativa. El texto comienza afirmando que su aplicación conseguirá cinco objetivos: incorporar en la práctica empresarial el manejo y mitigación de los riesgos y de los impactos de sus actividades, incluyendo las de sus cadenas, sobre los derechos humanos y el ambiente; evitar la fragmentación que se puede derivar de la existencia de normas estatales en el seno de la UE con alcance diverso (cosa evidente si comparamos la ley francesa con la alemana); aumentar la responsabilidad de las empresas por los impactos adversos y asegurar la coherencia entre las distintas normas orientadas a regular la conducta empresarial responsable; mejorar el acceso a la reparación de las víctimas y convertirse en un instrumento que sea aplicable a todos los sectores y a toda la cadena. Ninguno de estos cinco objetivos puede cumplirse con los mecanismos dispuestos en el borrador de Directiva que ha planteado la Comisión.

El primer problema radica en el ámbito de aplicación, es decir, la determinación de las empresas que quedarán obligadas a desarrollar este deber de diligencia. Con un esquema complejo, la norma divide a las empresas afectadas en tres tipos, las empresas muy grandes (más de 500 trabajadores y más de 150 millones de euros de volumen mundial de negocios); las grandes pero no tanto (250 trabajadores y 40 millones de euros si, y solo si, el 50% de su volumen mundial de negocios se genera en uno de los sectores que la norma considera como de alto riesgo) y las que no siendo empresas de la Unión generan más de 150 millones de volumen dentro de la UE o 40 millones (siguiendo la misma regla de los sectores).

Esta complicada división es fundamental para entender el conjunto de la norma, dado que solo estarán obligadas a cumplir con el conjunto completo de los mecanismos de diligencia debida y respecto la totalidad de sus cadenas las empresas muy grandes (9.400 empresas de la UE y 2.600 de fuera de la UE). Así, solo las empresas muy grandes deberán identificar los riesgos del conjunto de la cadena (y diseñar en consecuencia su respuesta preventiva y en su caso de reparación), el resto identificarán únicamente riesgos de impactos "severos" únicamente en sus sectores; además, solo estas empresas muy grandes deberán adoptar un plan para asegurar que su funcionamiento es compatible con la limitación del calentamiento global alineada con el Acuerdo de París. Evidentemente, la norma reduce el número de empresas realmente afectadas a una cantidad del todo insuficiente para que pueda considerarse como un instrumento que se aplica a todos los sectores o que va a modificar el comportamiento empresarial en la Unión Europea.

Más allá de las empresas concernidas, el segundo gran fallo de la propuesta radica en el contenido de las obligaciones. De nuevo la norma defrauda, incluyendo a lo largo de su articulado expresiones como: "cuando sea relevante", "cuando sea apropiado", "las empresas podrán" o se adoptarán "medidas apropiadas". Se dibuja así un esquema plagado de conceptos indeterminados, lagunas y excepciones con muy pocas obligaciones claras. En la misma línea, la norma afirma que las empresas deberán adoptar un "código de conducta", cuyo contenido deja sin concretar y que solo deben aplicar las matrices y las subsidiarias (no el conjunto de la cadena). Tampoco se concreta el contenido o el método de adopción de otros textos importantes como el "plan de prevención" o el "plan de corrección" que solo se mencionan. Por añadidura, y respecto de la fundamental cuestión de cómo deben identificarse los riesgos de impactos para los derechos humanos y el ambiente, la propuesta indica que las empresas podrán, cuando sea relevante, consultar con grupos de personas potencialmente afectados, sin mencionar a las organizaciones de la sociedad civil. Llama poderosamente la atención que los sindicatos, que deberían ser una pieza fundamental en los procesos de adopción y vigilancia de la aplicación interna del código de conducta o de los planes de prevención y de corrección, desaparecen prácticamente de la propuesta.

Ni tan siquiera el mecanismo de queja, que se integra a efectos de abrir un cauce interno de denuncia dentro de la propia empresa, queda bien definido. Como ocurre en el conjunto de la propuesta, el texto deriva a los Estados miembros la regulación de los aspectos fundamentales de estos procedimientos de denuncia interna, sin dar líneas claras ni definir mínimamente las obligaciones de las empresas en la gestión de estos procedimientos. Esta cantidad de elementos sin definir, derivados a la regulación estatal, dan al traste con la idea de una norma que evite la fragmentación, todo lo contrario, puede acabar impulsándola.

Más allá de estas cuestiones, el texto incluye aspectos que pueden acabar siendo utilizados para proteger a las empresas frente a posibles responsabilidades por violar los derechos humanos y ambientales. Por ejemplo, integra la figura de los contratos de seguro, que las matrices pueden negociar con sus contratantes directos como vía para asegurar el respeto del código de conducta (o el pago por el seguro cuando se cometa la violación); otorga todo el poder a las "autoridades nacionales de supervisión" que deben crearse en los Estados Miembros, limitando el acceso de las sociedad civil ante las mismas para exigir el cumplimiento de las obligaciones; advierte que toda sanción impuesta por las autoridades nacionales de supervisión por incumplimiento de la diligencia debe tener en cuenta los "esfuerzos" de la empresa por cumplir con las posibles actuaciones para remediar el daño; no contempla la posibilidad de la imposición de medidas cautelares; o permite exonerar de responsabilidad por los daños efectivamente causados por las empresas de la cadena si se demuestra que la empresas adoptaron los mecanismos de diligencia.

Con todas estas lagunas y cuestiones controvertidas, la propuesta no mejora el acceso a la reparación de las víctimas, no aumenta sensiblemente la responsabilidad corporativa ni es posible calificarla como una norma orientada a proteger los derechos humanos y el ambiente. Al contrario, es un texto asustado, redactado para proteger a las empresas frente a iniciativas más ambiciosas. En este sentido, preocupa en gran medida una frase del texto explicativo, que señala que la Directiva está orientada a prevenir y remover los obstáculos a la libre circulación de empresas y las distorsiones de la competencia, es decir, a la protección del mercado interior. También inquieta una frase incluida en su preámbulo donde se afirma que "la Directiva no requiere a las empresas que garanticen en toda circunstancia que no ocurrirán efectos adversos o que los pararán" porque solo integra obligaciones de medios y no de resultado. De hecho, se abre la puerta a la continuación de la actividad empresarial aun se constata que la misma provoca un impacto negativo a los derechos humanos y al ambiente.

El camino no está acabado, al contrario, nos esperan meses de negociación con los 27 Estados Miembros y con el Parlamento Europeo que ya ha manifestado por diversas vías su malestar con las rebajas del texto de la Comisión. La sociedad civil ha expresado con claridad su crítica a un texto contrario a sus expectativas. Por su parte, sindicatos como Comisiones Obreras ya han señalado la insuficiencia de la norma, apelando a la futura ley española como un futuro texto realmente útil para proteger a las víctimas y evitar que las grandes empresas españolas utilicen mano de obra esclava o violen los derechos laborales o causen daños al ambiente en sus actividades a lo largo de sus cadenas de valor.

A buen seguro, las organizaciones sociales van a alzar la voz de manera contundente contra el texto de la Comisión, abriendo un debate más que necesario para evidenciar que, aun hoy en día, las empresas transnacionales que cometen crímenes contra los derechos humanos y el ambiente siguen impunes mientras las víctimas quedan indefensas. En este debate no debe perderse de vista que la diligencia debida en derechos humanos es un mecanismo eminentemente preventivo que, si se regula con las condiciones necesarias, puede coadyuvar a corregir los impactos negativos de las actuaciones empresariales pero que no va a conseguir, por sí misma, acabar con la impunidad y con la indefensión mencionadas. Para ello se necesitan otro tipo de instrumentos jurídicos y, especialmente, una férrea voluntad política.

Más Noticias