Dominio público

La monarquía y el 'síndrome del edificio enfermo'

Ana Pardo de Vera

A las republicanas nos da igual si el rey accede voluntariamente a poner sus cuentas a disposición del Tribunal de Cuentas cuando le apetezca (no se somete a la fiscalización de los partidos, sino que firma con este organismo un acuerdo para una auditoría externa). No nos importa si tiene 2,5 o 500 millones de euros de patrimonio, como la reina Isabel II de Inglaterra, cuya rendición de cuentas sí incluye los nombres de los fondos en los que invierte, por cierto.

A las republicanas nos da igual todo lo que Felipe VI acceda a enseñarnos de sus interioridades financieras si no podemos contrastarlo y, lo que es peor, si no podemos juzgarlo en el caso de que, como su padre Juan Carlos I y la borbonía en general, aparezcan irregularidades o presuntas ilegalidades. A las republicanas, en realidad, nos dan igual los gestos que el monarca tenga a bien conceder a sus súbditos, como una dádiva a quienes piden con las manos extendidas un país sin corrupción, con justicia social plena, y les vierten las migajas del banquete de palacio (sic).

Lo único que nos importa a las republicanas son los valores de esta forma de entender el Estado, particularmente, la igualdad. Y es imposible hablar de igualdad con una institución hereditaria, que además, chapotea en la corrupción desde hace siglos. Una vez más, se nos pide un ejercicio de fe en la Corona para blanquearla, pero ni se desarrolla la ley propia de la institución que recomienda la maltratada Constitución (Art. 57. 5 Las abdicaciones y renuncias y cualquier duda de hecho o de derecho que ocurra en el orden de sucesión a la Corona se resolverán por una ley orgánica) ni se suprime la inviolavilidad del jefe de Estado, como sugirió el presidente del Gobierno, aunque el rey no debió de aceptarlo. Porque aquí nos dicen que el monarca no hace política, pero carallo cómo lo disimula: todo lo que se ha anunciado este martes tras el Consejo de Ministros lo ha diseñado Felipe VI, porque era una necesidad imperiosa tras los escándalos de Juan Carlos I, y el Gobierno progresista de coalición ha tenido que tragarlo. Al PSOE le dará igual, como demuestra su historia, pero lo de Unidas Podemos es un auténtico drama.

En el programa que presenta en La Sexta Mamen Mendizábal, Encuentros inesperados, hace unos días el líder de Más País, Íñigo Errejón, hizo una reflexión sobre la igualdad de oportunidades muy celebradas. En una conversación sobre si la vida se lleva mejor con más o menos recursos económicos, Errejón planteó la cuestión del fracaso, de las veces que cada uno/a puede permitirse fracasar en la vida: "Según de dónde vengas, no todo el mundo tiene tantas tiradasSi tú naces y recibes una gran herencia, tú puedes fracasar cinco veces en la vida (...) Eres un gran emprendedor. Emprendes veinticinco veces, las veinticinco te salen mal y a la veintiséis te sale bien. La mayor parte de la gente que empieza en la vida tiene a lo mejor un tiro, una oportunidad. ¿Y si te sale mal?".


Para ver el abismo que se abre entre el rey y el resto de la ciudadanía, hay que aplicar la tesis de Errejón sobre el fracaso llevándola a la ejemplaridad. Ya no hablamos de que los monarcas fracasen, da lo mismo, eso en España les está permitido infinitamente y, lo que es peor, se les justifica; diríase que nunca fracasan porque nunca arriesgan nada, no lo necesitan. Pero ¿cuántas veces pueden los reyes en España permitirse no ser ejemplares, haber delinquido incluso, sin que les pase nada, como a la mayoría de los y las ciudadanitas de a pie? Todas. Son inviolables y están protegidos por el sistema político de los restos del bipartidismo, aún mayoritario.

Estos días, con el anuncio de Felipe VI de que su patrimonio pasa de ser un agujero negro a un agujero gris -todo lo decide y controla él: el cúando, el cómo y el qué se fiscaliza-, algunas hemos asistido impotentes, además, ya no solo a que el cacareado ejercicio de transparencia de la Jefatura del Estado sea un paripé para memes (y memos), sino a comprobar el cinismo más absoluto de las cúpulas de los partidos políticos. Mientras Sánchez y Casado apenas se decían "Buenos días" en público, el PSOE y el PP negociaban en privado. No por la pandemia, para reforzar la sanidad o la educación públicas; tampoco por nuestros mayores, que morían a centenares encerrados por varias administraciones en sus residencias; ni siquiera para renovar el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ)... Negociaban solo y exclusivamente para blanquear la monarquía tras los escándalos del emérito, que sigue siendo rey, por cierto.

No es, por tanto, la monarquía en sí misma la que nos preocupa a las republicanas, al menos a esta plumilla. Es en lo que se ha ido convirtiendo este Estado a fuerza de protegerla, cuando no está claro siquiera que la población española la apoye mayoritariamente como forma de Estado, al contrario.


En 2004, cerca de un millar de funcionarios abandonaron el edificio enfermo del Ministerio de Asuntos Exteriores en el madrileño Barrio de Salamanca: 148 de ellos y ellas se vieron afectados por las emanaciones de gas naftaleno en la sede del departamento. La monarquía es hoy el edificio enfermo que envenena al resto de instituciones del Estado con sus emanaciones tóxicas para la democracia: empeñarse en mantenerla obliga a los partidos mayoritarios a tapar delitos y comportamientos poco ejemplares, a aprobar medidas que respalde la propia monarquía para blanquearse o a declarar ideologías de primera y de segunda, partidos políticos de primera y de segunda (ERC, EH Bildu, Junts, Cup y BNG) y, lo que es más grave, ciudadanos/as votantes de primera y de segunda. Eso sí es inconstitucional. Radicalmente.

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