Dominio público

¿Pero qué pasa con TV3?

Jonathan Martínez

¿Pero qué pasa con TV3?
El humorista Manuel Vidal en el citado programa de TV3

Me preguntan qué está ocurriendo en la radiotelevisión pública catalana y no sé muy bien qué responder. Es verdad que durante un tiempo colaboré con Catalunya Ràdio e indirectamente con TV3. También es verdad que he tenido noticia de algunas de las intrigas que se cuecen entre las bambalinas de la casa. He hecho bonitas amistades y he conocido a profesionales de una talla colosal. A pesar de todo, nunca dejé de ser un huésped ocasional y veía el torbellino de micrófonos y cámaras con los ojos de un viajero que por un instante se siente en casa pero que en el fondo sabe que está de paso.

Mientras redacto estas líneas, el Govern y el PSC sellan un acuerdo para la aprobación de los presupuestos de la Generalitat. Se ha hablado tanto de las nuevas alianzas en el puzle del Parlament que el apretón de manos entre Pere Aragonès y Salvador Illa no ha sorprendido a nadie. Sin embargo, no deja de ser un suceso cardinal que arroja luz sobre las últimas marejadas del espacio independentista y que, a la postre, permite comprender por qué se han sentido algunos temblores en los cimientos de TV3. Se diría que es el último clavo en el ataúd del procés.

Los medios catalanes llevan un buen tiempo haciéndose eco de las exigencias del PSC a los presupuestos: el hotel casino Hard Rock, la reforma del aeropuerto del Prat y la construcción del Cuarto Cinturón. Amenazaban, en definitiva, con una orgía de cemento y devastación ambiental mientras médicos, profesores y taxistas bloqueaban las calles en busca de unas condiciones laborales dignas. De momento se ha desconvocado la huelga sanitaria tras un acuerdo con el departamento de Salud y a cambio de la vaga promesa de solucionar el colapso de la sanidad.

Pero el acuerdo entre ERC y PSC no se ha leído en términos exclusivamente sociales. En nombre de Junts, Albert Batet detecta un retorno al Pacto del Tinell, un regreso a aquel invierno de 2003 en que Pasqual Maragall, Josep-Lluís Carod-Rovira y Joan Saura clausuraban veintitrés años de pujolismo con un nuevo gobierno tripartito. El acuerdo Aragonès-Illa, dice Miquel Noguer en El País, es más que un pacto presupuestario porque "rompe definitivamente la política de bloques". Y ni hablar de referéndum, advierte el veterano del PSC José Zaragoza.

Mientras las mesas negociadoras echaban humo en el Parlament, el humorista Manel Vidal dejaba un regalo incendiario en el programa Zona Franca de TV3. El gag es de sobra conocido: el viejo diagrama con los ejes izquierda/derecha y autoritario/libertario dibujaba una esvástica nazi y situaba al "progre españolista votante del PSC" arriba y a la derecha. Después todo se precipitó. TV3 y la productora Atomic Beat Media despacharon a Vidal. Zona Franca se quedó también sin presentador y sin guionistas porque Joel Díaz, Magí Garcia y Tomàs Fuentes han dicho hasta aquí hemos llegado.

Mientras la prensa se distraía con discusiones sobre los límites del humor, la banalización del nazismo o el buen gusto, Vidal publicaba un hilo de Twitter donde trazaba un inspirado mapa de la actualidad catalana y denunciaba que le habían dado previas instrucciones de que no hablara tanto sobre política en antena. Se ha impuesto la orden de olvidar el frenesí de 2017 y despolitizar la parrilla televisiva para dar protagonismo al entretenimiento. Así al menos lo expresa Sigfrid Gras, director de la cadena. La Generalitat, dice Vidal, se ha convertido en una triste gestoría.

El pasado mes de julio, cuando Gras se puso definitivamente al mando de TV3, El Confidencial lo definió como un periodista "sin lazo amarillo". El País lo entrevistó en diciembre para preguntarle una y otra vez sobre la inclinación ideológica de la cadena. Gras responde que su deber es atender a las demandas del pueblo catalán y "nos da la sensación de que hay menos interés en la política". Es por eso que los programas de entretenimiento deben evitar las camisas de once varas. "Una de las consignas que tiene Ricard Ustrell es que en el Col·lapse se hable de política lo justo".

Lejos de despejar las acusaciones de censura, Gras reconocía en una entrevista con RAC1 que los contenidos de Zona Franca están sometidos a supervisiones y "no es la primera vez que retiramos cosas del guion". De momento, la CUP ha pedido su dimisión porque entiende que la expulsión de Vidal representa un abuso de poder del Consell de la Corporació Catalana de Mitjans y de los partidos que lo comandan. Lo que esconde la "supuesta despolitización" de TV3, dice la formación anticapitalista, es empujar a la televisón pública "hacia contenidos que no molesten al poder".

No hace falta una perspicacia del otro mundo para entender qué implica el eufemismo de la despolitización. Lo explica a las mil maravillas Isabel Díaz Ayuso cuando clama que "las ideologías son las culpables de la mayoría de los problemas que tenemos hoy en España". Basta decir que las reclamaciones de neutralidad ideológica representan la ideología en su forma más pura y totalitaria. La política son los demás. Despolitizar, en definitiva, no significa otra cosa que purgar elementos incómodos e instalar el discurso dominante bajo una tramposa apariencia de imparcialidad.

Allá por 2019, Pablo Casado anunciaba en El hormiguero de Antena 3 que estaba dispuesto a intervenir e incluso a desmantelar TV3 por ser "una cadena al servicio del independentismo ilegal". Pero la inquietud de los poderes estatales iba más allá de los hipotéticos sesgos secesionistas. Por aquel entonces, mientras las televisiones españolas rendían una pleitesía unánime a las voces más rancias del establishment, TV3 ofrecía la opción de conocer a un represaliado de la Operación Araña, atender a un rapero en el exilio o simplemente poner cara a las madres de los jóvenes de Altsasu.

Y aunque sea posible interpretar el entuerto en términos estrictamente catalanes, la preocupación no se restringe a TV3 sino que es perfectamente extensible a otras cadenas como ETB, TVG, Telemadrid, Canal Sur o incluso TVE. Porque lo que está en juego no es tan solo el ejercicio de la libertad de expresión sino el modelo mismo de comunicación pública. Tenemos que decidir si estamos dispuestos a admitir voces disidentes o si queremos, por el contrario, que nuestras radios y televisiones se conviertan poco a poco en clones provincianos y folclóricos de Telecinco.

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