Para Meir Margalit y el movimiento pacifista israelita
Netanyahu no es el Estado de Israel; Hamás no es el pueblo palestino. Ambos problemas están relacionados, pero no son lo mismo. Matizar tiene su importancia para entender bien los conflictos y, sobre todo, encontrar soluciones operativas. El encontronazo entre el Secretario General de la Naciones Unidas y el gobierno israelí explica mucho. Una cosa es intentar comprender las razones de fondo que están detrás del conflicto y otra legitimar las acciones del movimiento Hamás; para el Gobierno de Israel, desde siempre, cualquier intento de situar la centralidad de la cuestión palestina equivale a cuestionar al Estado de Israel y, sin sutilezas, devenir antisemitas. Los discursos implican acciones y las dramáticas escenas que estamos viendo en la franja de Gaza y, cada vez más, en Cisjordania tienen que ver con esto.
Para intentar comprender lo que está pasando hay que partir de tres grandes cuestiones relacionadas entre sí y que sitúan la escalada en el Próximo Oriente como una salida cada vez más probable:
a) los cambios geopolíticos globales y su incidencia en el Oriente Próximo
b) la evolución de la sociedad y de la política en Israel y en lo que va quedando de las zonas de asentamiento del pueblo palestino
c) el bloqueo consciente y planificado de cualquier salida al conflicto que no implique el fin del pueblo palestino como sujeto político.
Las tres cuestiones están relacionadas estrechamente. Todos los frentes abiertos (Europa/Ucrania; Mar de China Meridional/ Taiwán; Sahel/ África) amenazan con escaladas y denotan que el enfrentamiento es ya global. Es el signo de los tiempos: el viejo orden se defiende con todo lo que tiene y el nuevo que emerge lo hace entre antagonismos y combates cada vez más duros con la guerra, la grande, siempre en el horizonte. Tan viejo como el mundo.
La primera cuestión tiene que ver con el fin de la Pax Americana; es decir, la crisis de un orden político, económico, ideológico y político-militar que había organizado el mundo en función de los intereses norteamericanos después de la desintegración de la URSS y la disolución del Pacto de Varsovia. La gran transición geopolítica que estamos viviendo es percibida por los actores del Sur Global (y el pueblo palestino lo es) como una ventana de oportunidad para intentar resolver viejos problemas reprimidos y nunca resueltos que implicaban enormes sufrimientos para las poblaciones. El Estado de Israel no es solo un aliado de EE. UU., es un actor interno en la política norteamericana, como analizaron con mucha agudeza Mearsheimer y Walt hace ya algunos años. Nadie puede ganar unas elecciones en ese país sin el apoyo de este enorme lobby. Es más, la alianza entre el citado lobby y los cristianos fundamentalistas del sur es cada vez más determinante en la política interna norteamericana. Ahora vemos algo más: el Gobierno de Israel es para el Occidente colectivo una identidad, un programa que hace factible que tropas de Alemania, Francia o Italia estén dispuestas a intervenir en su ayuda; eso sí, conducidos por el todopoderoso amigo norteamericano.
La segunda cuestión queda siempre ocultada: la evolución política y social de la población israelí, de un lado, y del pueblo palestino, de otro. Quien está gobernando hoy el Estado de Israel es una fuerza política de la derecha más dura en alianza con la extrema derecha fundamentalista con un objetivo claro, diáfano: poner fin a la presencia de los palestinos en el Gran Israel. En septiembre de este año Netanyahu lo explicó con mucha claridad y prepotencia en la Asamblea de las Naciones Unidas: Israel está reorganizando un nuevo Oriente Medio basado en el mutuo reconocimiento entre judíos y árabes (la paz de Abraham) cuya culminación sería el establecimiento de relaciones con Arabia Saudita. Los palestinos no aparecían en la ecuación ni como problema; simplemente no existían. Que el Estado de Israel vive una crisis política de grandes dimensiones no lo duda ya casi nadie; que seguramente es la más grave en sus 75 años de existencia, es muy posible. El futuro democrático de Israel está relacionado, guste o no, con la solución también democrática del problema palestino. La degradación de la vida pública israelí, la ruptura de su sociedad civil y el predominio de fuerzas fundamentalistas cada vez más autoritarias tiene mucho que ver con dilemas existenciales relacionados con esta cuestión decisiva.
El otro lado del problema tiene que ver con la dramática situación del pueblo palestino. Las condiciones económicas, sociales y sanitarias son muy conocidas. Gaza, con más de dos millones de personas hacinadas en un territorio de 365 km cuadrados donde más de la mitad son menores de 16 años, vive un bloqueo por tierra, mar y aire controlado férreamente por el gobierno israelita. De él depende que llegue el agua, la energía, los alimentos, las medicinas...; es decir, es un gueto con altísimas tasas de desempleo, de pobreza, de vulnerabilidad alimentaria. El 70% son descendientes de los refugiados del 48. La situación de Cisjordania no es mejor. La Autoridad Nacional Palestina apenas sí controla un tercio del territorio. La colonización ha ido haciendo imposible cualquier idea de autonomía sobre el territorio; los asentamientos judíos en la zona han crecido mucho: de 200.000 en los noventa, hoy alcanzan los 700.000, muchos de ellos armados como lo estamos viendo estos días en Cisjordania.
Un joven que tuviera 5 o 6 años en 2007 (inicio del bloqueo) habría vivido como "normalidad" un bloqueo permanente y como "anormalidad" cinco grandes catástrofes resueltas manu militari por las fuerzas de ocupación israelitas. ¿Cuál es el futuro de estos jóvenes? ¿Tienen futuro? Lo que sabemos es que para una parte cada vez más significativa de la población palestina, la Autoridad Nacional sirve para poco o nada, son percibidos como débiles, corruptos e incapaces de resolver los problemas existenciales de su pueblo. No les queda más salida que la emigración o la resistencia.
En estos años de prepotencia y de giro aún más hacia la derecha del gobierno israelita se ha ido imponiendo la cultura de la impunidad. El Estado de Israel puede hacer lo que considere oportuno para defender sus intereses dentro o fuera de su país. Tiene licencia para intervenir en Siria, en Irán o en cualquier otro país en los que considere que su espacio vital esté en peligro. Nunca son sancionados y los acuerdos de la ONU son rechazados en la medida que no concuerden con sus prioridades políticas. Ni siquiera cumplen los acuerdos ?como los de Oslo? que ellos firmaron. Su soberanía es posible porque tienen la garantía de EE. UU. y de un Occidente que lo considera su representante en una zona estratégica fundamental.
Desde hace años el pueblo palestino carece de una alternativa viable, posible. Netanyahu y sus aliados de extrema derecha no dejan ninguna salida, ni dos Estados ni un Estado único laico y multicultural. Y mientras, el mundo cambia aceleradamente. El Gobierno de Israel no ha entendido, no ha querido entender, las mutaciones que se están produciendo. El 1 de enero ingresarán en los BRICS Egipto, Irán, Arabia Saudita, Emiratos Árabes Unidos y Etiopía. De los acuerdos de Abraham no queda mucho y después de esta guerra quedará menos. La presencia militar enorme de los EE. UU. en la zona no puede ocultar sus grandes dificultades. China maniobra con prudencia e intenta evitar la escalada. Biden está advirtiendo a Irán y a Hezbolá que, si intervienen, serán duramente reprimidos. Este Irán no es el de antes, tiene alianzas estratégicas con Rusia y China, su poderío tecnológico y militar ha crecido mucho, hasta el punto de que ha terminado siendo el ganador de otro de los muchos conflictos creados y mal resueltos por los EE. UU.
El 7 de octubre marca un antes y un después. El ataque de Hamás sorprendió a todo el mundo y especialmente a los todopoderosos servicios secretos de Israel. Netanyahu intentará sacarle partido a la situación buscando recomponer la unidad del pueblo judío, "resolver" de una vez por todas el problema palestino y ajustar cuentas con Irán y sus aliados en la zona. No hablo de oídas. Recientemente ha aparecido un "libro blanco" elaborado por el Instituto para la Seguridad Nacional y la Estrategia Sionista ligado al Likud, en el que se propone la expulsión de los palestinos de Gaza y su integración en Egipto. El plan es muy detallado y recoge elaboraciones que, desde hace mucho tiempo, los demógrafos y estrategas próximos al partido de Netanyahu vienen defendiendo.
La tragedia la estamos viviendo en tiempo real. Las voces críticas son pocas y, los que se atreven, hablan de respuesta desproporcionada. Es algo más que eso, mucho más que eso. El Gobierno de Israel, sus ministros, hablan abiertamente de venganza. Las dimensiones son tan enormes que no hacen creíble que el objetivo sea poner fin a Hamás. El presidente del país lo ha dicho con meridiana claridad: el pueblo palestino, los gazatíes son también responsables. Pensar que la unidad de Israel y la paz en la zona se puede construir sobre la aniquilación del pueblo palestino es no conocer la historia. En primer lugar, la historia de los judíos y, sobre todo, no tener en cuenta que el viejo mundo unipolar está en crisis en todas partes y que el omnipresente apoyo de los EE. UU. y de la Unión Europea ya no bastará.