Ecologismo de emergencia

Ayuso se va a los toros

Juan Ignacio Codina

Hace algo más de cien años, a finales del siglo XIX, España vivía una de las peores crisis políticas y sociales de su historia, y eso que las ha tenido a puñados, y algunas muy gordas. Pero aquel momento al que me refiero resultó especialmente traumático. Supuso un antes y un después, hasta el punto de que pasó a la posteridad como la Crisis del 98, y dio lugar a una de las generaciones de intelectuales más lúcidas de nuestra historia, con Unamuno, Azorín, Baroja y Antonio Machado a la cabeza.

No vamos a entrar en los detalles, pero en aquella crisis tuvieron mucho que ver —o, mejor dicho, tuvieron todo que ver— la Guerra de Cuba y la de Filipinas, en las que España perdía, a manos de los Estados Unidos, sus últimos vestigios de imperio colonial. Aquel caudillaje, que nuestro país había logrado a base de blandir la espada y la cruz, hiriendo con la primera los cuerpos y asaltando con la segunda lo que quedaba de los cuerpos, es decir, las almas —que también eran muy aprovechables—, llegaba a su fin disolviéndose en la historia. Sea como fuere, la pérdida de nuestra última pátina imperial supuso una crisis nacional tan profunda que aquel episodio pasó a la historia directamente como el Desastre, así, con mayúsculas: Desastre. Y en verdad que, en aquella España de caciques, señoritos, oligarquías, corrupción, curas, toreros y abusos, aquella crisis supuso toda una calamidad a nivel social, político y, sobre todo, moral. Y así lo señalaron, precisamente, los miembros de la Generación del 98 antes aludidos.

En este contexto, una de las situaciones que más denunciaron los intelectuales de la época fue el uso de la tauromaquia, por parte de los poderes fácticos, como arma de distracción masiva frente a la realidad de la guerra. Así, mientras en Cuba y en Filipinas inútilmente se perdían las vidas de miles de jóvenes soldados españoles, que morían abandonados a miles de kilómetros de sus casas, o que volvían de regreso a España mutilados o gravemente enfermos —y que eran arrojados a fosas comunes—, nuestro país seguía yendo a los toros como si nada. Y, encima, aquello se vendía como un acto de patriotismo.

Mientras los hijos de las clases pudientes podían evitar ser reclutados para la guerra pagando importantes sumas de dinero, los de las clases más pobres no tenían opción: eran obligados a ir al combate y, lo que es mucho peor, a una muerte segura. La supervivencia dependía de lo que tuvieras en los bolsillos. Por cierto, lo mismo que nos va a pasar ahora si dejamos que se desmantelen los servicios públicos —sanidad, pensiones o educación— como pretenden los
liberales de la derecha. Hay cosas que nunca cambian.

Y es que, por extraño que pueda parecer, aquella España del 98 guarda muchas semejanzas con la España de la actualidad. Hoy en día vivimos otra gran crisis sanitaria, social, económica, y también moral. Y no hemos cambiado tanto. Mientras contenemos el aliento y mantenemos el duelo por miles de compatriotas fallecidos, algunos políticos, como ya pasó en el 98, siguen agitando la bandera de la tauromaquia para distraer la atención de la ciudadanía. Y es que, si la historia del mundo es cíclica y repetitiva, la de España es incluso hasta simétrica. O mucho peor: es anti histórica, es decir, no avanza. Nos hemos quedado apalancados, como mínimo, en el siglo XVII. Cambian los nombres, las fechas y los acontecimientos, pero, subterráneamente, en las alcantarillas del devenir histórico, la tendencia es una y otra vez la misma: la lucha entre inmovilismo y progreso, el combate entre reaccionarios y transformadores, la eterna disputa entre la carcunda retrógrada y el avance democrático. Y, en medio de todo esto, lo crean o no, siempre ha estado, históricamente, la tauromaquia, comportándose como lo que es: una losa, una lacra que perjudica nuestra evolución educativa, cultural y social.

Así, mientras los intelectuales del 98 se lamentaban de que, en uno de los peores momentos de la historia moderna de España, las plazas de toros se siguieran llenando hasta la bandera, resulta que algunos actuales gobernantes, como Ayuso en la Comunidad de Madrid, fomentan la tauromaquia para que, en plena cuarta ola, en plena crisis pandémica, los "patriotas" españoles puedan seguir yendo a los toros como si aquí no pasara nada. De la mano de Ayuso, la tauromaquia ha entrado en la campaña electoral del 4 de mayo. No nos debe extrañar: como los peores políticos decimonónicos, Ayuso se ha pasado toda la pandemia dando millones de euros al lobby taurino, y anunciando que en Madrid podrán faltar muchas cosas —atención primaria, vacunas, servicios públicos—, pero que toros no van a faltar.

De eso ya se encarga ella, con nuestros impuestos, claro. Lo más reciente es el anuncio de que Ayuso pretende terminar su campaña electoral con un evento taurino que se celebrará en Las Ventas con 6.000 asistentes. Mientras el país se desangra, que no falte la sangrienta diversión taurina, que por falta de sangre, en este caso la de los toros, no va a ser. El personal sanitario se desvive por sus pacientes trabajando a destajo y, mientras tanto, Ayuso se va a los toros. Pero, como digo, tapar la sangre con más sangre no es nada nuevo en España. Un rápido repaso histórico nos ayuda a apreciar que, en algo más de un siglo, poco o nada hemos cambiado. Así, mientras la España de finales del XIX se desangraba en Cuba y en Filipinas arrojando a la muerte a miles de jóvenes de clases bajas, en la Metrópoli todo eso se "celebraba" con corridas de toros. El regeneracionista Joaquín Costa, un gran patriota que luchó por la laicidad y la igualdad de la educación entre hombres y mujeres, y que alzó su voz contra caciques y corruptos, lo dijo bien claro: mientras se consumaba el desastre en Cuba, en España la «chusma de irresponsables [...] corrió a consolarse» en las plazas de toros. Así es. Se conoce que las crisis se digieren mejor con sangre de toro. Y lo mismo cuando lo de Filipinas.  Para Costa, el público asistente a las plazas, «ebrio de vino y de salvajismo», se comporta irresponsable y negligentemente. Y eso como mínimo. Ni respeto tienen por los muertos, lo van a tener por los pobres toros martirizados. Y todo ello regado, como denuncia el ilustre jurista oscense, con sangre y con vino.

Pero Costa no fue el único en señalar este comportamiento tan "español". El inmortal Pío Baroja, en su obra El árbol de la Ciencia, también critica esta indiferencia patria ante la pérdida de vidas humanas en Cuba y en Filipinas. Andrés, alter ego de Baroja y protagonista de la novela, se muestra indignado ante esta situación. Baroja lo escribe así: «Al menos él [Andrés] había creído que el español, inepto para la ciencia y para la civilización, era un patriota exaltado, y se encontraba que no; después del desastre de las dos pequeñas escuadras españolas en Cuba y en Filipinas, todo el mundo iba [...] a los toros tan tranquilo». Que siga la fiesta, que corra la sangre, que aquí no ha pasado nada.

Por su parte, el novelista, político republicano y jurista valenciano Vicente Blasco Ibáñez también denuncia esta misma cuestión. Lo hace, precisamente, en un artículo titulado Siga la fiesta, publicado en mayo de 1898. Blasco, otro gran patriota, reprocha a sus conciudadanos que, mientras nuestros compatriotas caían en Filipinas, en Madrid los españoles de bien «iban a los toros, a la "corrida patriótica", como si pudiera haber alarde de patriotismo en el monótono espectáculo de ver matar diez toros». Además, añade que se acudía a las plazas «como si se prestase un gran servicio a la patria pasando toda una tarde con las posaderas incrustadas en el duro banco del tendido aplaudiendo a los matadores y deseando el exterminio de los Estados Unidos entre trago y trago de manzanilla». Esta misma visión la tuvieron otros intelectuales de la época, como Cándido Ruiz Martínez, Alejandro Sawa o Eugenio Noel.

No me digan que no encuentran un preocupante paralelismo entre esto y las políticas protauromáquicas de Ayuso. Pandemia mundial, ancianos abandonados a su suerte en residencias, decenas de miles de muertos, incertidumbre social y económica, efectos devastadores sobre la salud física y mental de millones de españoles..., y aquí no pasa nada: que siga la fiesta, que rule la sangre.

No es de extrañar la postura de Ayuso. Históricamente los poderes fácticos, los más inmovilistas, reaccionarios, conservadores y casposos, han sido los primeros en fomentar la tauromaquia. Así, salvo pequeñas excepciones, la tauromaquia ha sido promovida, tolerada, y hasta impulsada, por el poder político —monarquía—, el económico —aristocracia, burguesía, terratenientes— y el religioso —la Iglesia—. Ahí es nada, las élites, todas a una, apoyando la
barbarie taurina. Y todo con el único afán de mantener al pueblo español distraído, analfabeto y estupidizado hasta el punto de que se le pueda robar, mentir y manipular sin ninguna oposición. Es como quitarle un caramelo a un niño: no hay ni un ápice de protesta. Esto ya lo denuncia Miguel de Unamuno cuando escribe que, mientras los socialistas eran antitaurinos, los partidos reaccionarios se pronunciaban a favor de la tauromaquia. Y remata diciendo que «en general tengo observado que los que llamamos comúnmente reaccionarios o ultramontanos suministran un fuerte contingente de aficionados [taurinos]».

Ayuso está en el lado de los reaccionarios y, por tanto, de la tauromaquia. Pero no está sola. Otros líderes regionales, tanto dentro de su partido como dentro del actual PSOE, están haciendo lo mismo que ella. Apuestan por la barbarie en detrimento de una sociedad más cívica, crítica, sensible y reflexiva.

En esto también se fundamentó la crisis del 98: la apatía ciudadana y la ausencia de una conciencia civil crítica, que tanto denunciaron nuestros grandes intelectuales, supuso el caldo de cultivo ideal para la corrupción, el caciquismo, el nepotismo y el mantenimiento de los privilegios. No en vano España, desde siglos atrás, había sido históricamente moldeada a golpe de cincel, y de tauromaquia. No fue un proceso casual, sino perfectamente dirigido. Nada debía cambiar porque, si las cosas se transformaban, los de siempre —los más privilegiados—perderían sus prebendas, y hasta ahí podíamos llegar. Y, hoy en día, parece que seguimos en las mismas. Como ya sucedió durante la dictadura franquista, y también en una Transición que, en aras de la paz social, hizo muchas cosas mal, en la actualidad la tauromaquia sigue siendo un elemento que los poderes más conservadores usan para manipular al pueblo. Se trata de una cortina de humo, de una maniobra de distracción que alude a una presunta seña de identidad, a una supuesta simbología nacional, para usarla como muleta y torear, nunca mejor dicho, al pueblo español. De hecho, esta imagen, la del pueblo español toreado como un pobre toro, maltrecho y herido como él, ha sido usada recurrentemente para denunciar los abusos de los poderes fácticos. Carolina Coronado y Miguel Hernández, por ejemplo, utilizaron en su poesía este símil.

Ya no estamos en la España del 98, pero tampoco estamos tan lejos. La disyuntiva está muy clara: o se está del lado de lo reaccionario, lo conservador, lo rancio y casposo, o se está del lado del avance, del cambio, de la transformación y del progreso. La tauromaquia representa lo primero. Y la historia así lo demuestra. Y, si nos olvidamos de nuestra propia historia, estaremos condenados a caer una y otra vez en las mismas trampas que desde hace siglos nos vienen poniendo los poderes establecidos. Ellos son los principales interesados en la desmemoria histórica. Porque a un pueblo sin memoria se le manipula y engaña con mayor facilidad.

Ayuso tiene toda la pinta de ser de esas. Su populismo tauromáquico no tiene límites. Bueno sí, tiene, y tendrá, los límites de las urnas. Ella ha metido a la tauromaquia en la campaña, y el resto de líderes y de partidos con opciones de gobierno no pueden permanecer callados ante esta cuestión. A la cabeza del lobby de la barbarie, Ayuso ha mostrado sus cartas. La elección no será, como ella pretende hacernos creer, entre "socialismo o libertad". La elección será
entre progreso o barbarie. Y el progreso, por definición, es antitaurino. ¿De qué lado están ustedes? Y ahora, después de saber todo esto, vayan a votar.

 

Juan Ignacio Codina, periodista, doctor en Historia, subdirector del Observatorio Justicia y Defensa Animal y autor de ‘Pan y Toros. Breve historia del pensamiento antitaurino español’

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