Ecologismo de emergencia

Repsol: una historia negra, del hielo a la selva

Rosa M. Tristán

Repsol: una historia negra, del hielo a la selva
Fotografía aérea de dron que muestra las labores de limpieza el pasado 28 de enero, en las playas de Ancón (Perú).- EFE

Hace ahora una década tuve la oportunidad de viajar, con Manos Unidas, a la Amazonía ecuatoriana, a la región de Sucumbíos, para ver lo que supone un derrame de petróleo en la selva, incluso años después de que tuviera lugar. Aún tengo grabado el repugnante olor de esas aguas negras a las orillas de los cauces donde se bañaban niños. Era el desastre causado por Texaco-Chevron, no muy lejos de donde la compañía española Repsol ha tenido hasta hace poco un bloque, es decir, un yacimiento de petróleo, que también causó derrames, conflictos con los indígenas y que se rodeó de oscurantismo y absoluta falta de transparencia.

Poco se puede añadir a lo ya conocido del derrame reciente que ha protagonizado en la costa peruana mientras descargaban un buque para una de sus refinerías. Los 25 barriles, que luego fueron más de 6.000, se han convertido por ‘arte de magia’, según reconoce la propia Repsol, en 10.396, es decir, 1.396.000.000 litros de crudo, así, con todos sus ceros. Cuando escribo estas líneas, ya van 40 kilómetros de costa contaminados, especies únicas de aves marinas y peces masacradas, el fondo marino embadurnado de lodo negro y miles de familias, de pescadores tradicionales, condenadas a la miseria y la migración.

No es el primer ‘ecocidio’ de una compañía que lleva décadas explorando yacimientos de gas y petróleo en las zonas más vírgenes de este planeta, sacando al exterior ese carbono que envenena nuestra atmósfera cambiando el clima y que ha tirado del motor del consumo, mientras el ‘oro negro’ se convertía en miles de millones de euros en las cuentas de sus accionista. Pero ¿quién no ha llenado su depósito en una gasolinera Repsol? Justo es preguntárselo.

En 2008, antes de aquel viaje a Ecuador, en el bloque 16 concesionado a Repsol, dentro de la reserva natural amazónica ecuatoriana del Yasuní, hubo otro ‘escape’. Según la empresa, apenas fueron 100 barriles derramados por la ruptura de un oleoducto subterráneo.  Pero ¿alguien lo certificó? A mi email llegaron entonces las protestas de los pueblos indígenas kichwa y waorani que habitan la zona y el testimonio de quien intentó entrar en ella para comprobar lo que pasaba y se encontró con  fuerzas de seguridad armadas impidiéndoselo. Hubo presiones para que no publicara nada. También las recuerdo bien.

Será casualidad, pero mis pasos me llevaron en esos años a Tarija, en Bolivia, con Médicos Sin Fronteras, en este caso. En esa región del sur, las comunidades cercanas a la explotación de Repsol, en el llamado Campo Margarita, llevan años demandando los empleos prometidos, mientras que investigaciones de la Universidad Católica Boliviana detectan un aumento de la pobreza, nuevas enfermedades, falta de investigaciones sobre los impactos ambientales y, de momento, ninguna solución a la contaminación del agua detectada en 2019 en el municipio de Entre Ríos. Su origen se relaciona con la petrolera, aunque en realidad tampoco se sabe. Nada de lo que recuerdo me ese lugar me sugería que cerca hubiera una transnacional operando. La imagen es de desolación y pobreza.

Podría mencionar más casos, más denuncias acumuladas a lo largo de décadas de silencios.  Repsol ha explorado, explotado y abierto las vías con su tecnología en yacimientos por todo el planeta. Metafóricamente, exprimiendo la corteza terrestre, en tierra y mar, para que siguiéramos en movimiento infinito. Angola, Vietnam, Sierra Leona, Papúa Nueva Guinea, Liberia, Irak, Colombia... Algunos de estos yacimientos ya están vendidos, incluido el de Ecuador, recientemente, pero otros siguen en activo o buscando socios.

En Alaska, por ejemplo, la compañía española descubrió un gran yacimiento del Ártico –el mayor en 30 años en Estados Unidos-, de donde prevé extraer, según su web, 120.000 barriles cada día. Un derrame en ese lugar sería una catástrofe ambiental inolvidable envergadura, como la vivida del petrolero Exxon Valdez en 1989.

Pero sin irse tan lejos, en el mismo Perú, también participa en otro conflictivo yacimiento en zona de selva amazónica, los pozos de Camisea, de donde se extraen entre 43 y 48 millones de metros cúbicos de gas al día. Basta echar un vistazo a Google para encontrar las denuncias de las organizaciones locales sobre su actividad. La última protesta, el pasado 5 de enero, es la de la comunidad indígena Camaná, que amenaza con cerrar las válvulas de gas si no son resarcidos por los daños que les genera la que dicen que es la mayor planta gasística de América del Sur.

Los pueblos originarios de la zona, en el Bajo Urubamba, que han visto morir a los peces que les alimentan, dicen que por derrames río arriba, carecen de servicios de salud, agua, electricidad y, por supuesto, de gas para cocinar. El mes pasado viajaron hasta Lima desde el corazón de sus bosques para hacerse oír, pero la compañía que transporta el gas, peruana, los despachó diciendo que no habían generado ningún daño ambiental. Y punto final.

Y así, del hielo a la selva, de norte a sur, las responsabilidades de las empresas transnacionales se diluyen, salvo que sean tan grandes sus manchas que se vean desde el espacio exterior, como el caso reciente de La Pampilla. Dejar en manos de la voluntariedad y el ‘buenrrollismo’ empresarial un cambio es evidente que no basta.

Ahora, una plataforma de ONGs –Plataforma de Empresas Responsables- , de la que forman parte casi medio centenar de entidades, quiere que se convierta en ley la llamada ‘debida diligencia’ de las compañías en sus inversiones. Tras esas dos palabras se esconde la responsabilidad universal con los derechos humanos y ambientales, pero también la penalización cuando no se tenga esa ética que debiera primar sobre los beneficios y la reparación cuando se causen daños y, además, que las víctimas puedan acceder a la Justicia, allende sus países, porque es una realidad que no siempre  sus gobiernos están con sus pueblos.

De momento, varios países ya han aprobado legislaciones similares, como Francia, Noruega o Alemania, y la UE prepara una directiva que, seguramente, tardará años en ser efectiva porque las presiones son muy grandes. Casos como el de Repsol nos dicen que no podemos esperar. De momento, la iniciativa ha entrado en el llamado "Plan Normativo Anual" del Gobierno para este año, a propuesta del Ministerio de Derechos Sociales y Agenda 2030 y co-presentada  por los Ministerios de Trabajo y Ministerio de Consumo. Sería de esperar que saliera con rapidez adelante. Y también sería de esperar que se uniera el Ministerio de Exteriores, el mismo departamento que avaló la seguridad de las instalaciones de Repsol en la costa de Perú hace sólo dos años.

Como colofón, llegan noticias de que en el país andino están recogiendo pelo humano para ‘absorber’ el petróleo, que los que limpian el derrame reciben unos 50 soles al día (10 euros) y trabajan sin seguro y que hasta este martes 1 de febrero el ministro de Medio Ambiente de Perú no paralizó la actividad de carga y descarga de la compañía. Son sólo pinceladas de algo mucho más profundo: una inacción internacional y nacional con los daños de las inversiones de las grandes empresas que mueven el mundo a la que hay que poner coto.

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