Ecologismo de emergencia

El progreso de los animales

Juan Ignacio Codina

Periodista, doctor en Historia, subdirector del Observatorio Justicia y Defensa Animal y autor de ‘Pan y Toros. Breve historia del pensamiento antitaurino español’

Las peleas de perros contra toros, como las propias corridas, fueron muy populares en la Europa preilustrada. El progreso de la Ilustración abolió estas costumbres, menos en España. - Wikimedia Commons
Las peleas de perros contra toros, como las propias corridas, fueron muy populares en la Europa preilustrada. El progreso de la Ilustración abolió estas costumbres, menos en España. - Wikimedia Commons

La Historia de la humanidad se ha fundamentado, y así sigue siendo, sobre una continua fricción entre dos fuerzas opuestas, asimétricamente opuestas: el progreso y el conservadurismo. Como dos placas tectónicas, estas posturas pugnan por imponerse la una sobre la otra, generando todo tipo de conflictos, desencuentros y, cómo no, hasta guerras. A grandes rasgos, los conservadores —también conocidos como retrógrados, reaccionarios, casposos o rancios— tratan de que nada cambie, de que no haya progreso y, si no queda otro remedio y finalmente ha de haberlo, al menos que se lleve a cabo de una manera muy limitada, en modo "explosión controlada". Detrás de este afán inmovilista seguramente habrá ideología, y hasta manías, pero lo que sobre todo hay es un interés político y económico. Porque, para los conservadores —y no estoy descubriendo nada nuevo—, cualquier atisbo de progreso supone una amenaza hacia sus propios privilegios. Mejor que se queden las cosas como están, no vaya a ser el demonio que el pueblo se empodere y acabe por darse cuenta de que las cadenas que le mantienen tan obediente no son tan reales como parece.

Al otro lado del cuadrilátero, casi siempre contra las cuerdas, está el progreso. Una panda de locos, visionarios y rebeldes que, en algunas ocasiones en contra de sus propios intereses, y con la única intención de ayudar, de mejorar y de avanzar, pretenden —vaya usted a saber por qué— ampliar los derechos y las libertades, hacer el conocimiento más accesible, empoderar a la ciudadanía y hasta proporcionarle herramientas para su propio crecimiento.

Vale, muy bien. ¿Pero qué pintan aquí los animales? Históricamente, cada vez que la placa tectónica del progreso se ha impuesto a la reaccionaria, los animales han avanzado, aunque muy lentamente, en consideración y en derechos. Esta es una tendencia histórica incontestable. Y así sigue siendo a día de hoy.

Lo entenderemos mejor con un ejemplo: en una época medieval de gran oscuridad, de barbarie, de superstición, de radicalismo religioso y de quema de herejes, el Renacimiento —también el español—, fundamentándose en el humanismo y en el racionalismo, enciende una luz en una Europa oscura y funciona como contrapunto de progreso frente a los sectores tradicionalmente más inmovilistas: la monarquía, la Iglesia, los terratenientes... Es entonces cuando pensadores como Gabriel Alonso de Herrera alzan la voz contra la tauromaquia por la barbarie que supone divertirse cosiendo a pobres animales —en este caso toros— a lanzazos y espadazos.

Pero, sin duda, el momento histórico más significativo, en el que el combate entre lo viejo y lo nuevo se manifiesta más claramente, es la Ilustración. Nuevamente, en una Europa oscura, bárbara y salvaje, el conocido como Siglo de la Luces, apoyándose en el conocimiento y en la razón, apuesta por dar una buena sacudida a la Historia dejando una huella de la que, a día de hoy, todavía somos deudores. Y los animales también.

De hecho, la Ilustración supone, a grandes rasgos, un antes y un después para los animales. Antes de la Ilustración, en Europa eran muy comunes todo tipo de festejos fundamentados en la crueldad hacia los animales. Imagínense lo peor, y acertarán. Divertidísimas y emocionantes peleas de perros contra osos y de perros contra toros en Reino Unido, alucinantes y estimulantes lanzamientos de gatos desde las torres de las Iglesias en la Europa Central, peleas de perros, de gallos y hasta de codornices  —sí, de codornices, esto sí que no lo vimos venir—. Y, por supuesto, donde se habla de crueldad hacia los animales como mero divertimento, que no falten las artísticas corridas de toros que, frente a lo que se nos pretende hacer creer, no son ni propias ni exclusivas de España, sino que se celebraban con muchísima frecuencia en medio continente. Por ejemplo, hay documentada una corrida de toros celebrada en 1332  en el Coliseo de Roma. Murieron once toros y dieciocho toreros. Cuentan que el público se lo pasó pipa. No es para menos, cualquiera no hubiera disfrutado como un niño con tanta sangre y bestialidad. Ya en el siglo XVI, el Papa Pío V, como es sobradamente sabido, ordenó al gobernador de Roma que prohibiera en toda la ciudad las corridas de toros, por considerarlas, literalmente, una práctica brutal y peligrosa.

Así que Europa, hasta la Ilustración, era un parque temático de la crueldad hacia los animales, incluidos los toreros. Pero hete tú aquí que surge este movimiento intelectual, social, político y cultural que azota con sus vientos de cambio al Viejo Continente. Y, claro, para unos señores y señoras que se apoyaban en la razón y en el conocimiento, eso de pasárselo bien martirizando salvajemente a pobres e indefensos animales, como que no les cuadraba mucho con la idea de progreso. De hecho, entre otros grandes cambios, paulatinamente la Ilustración supuso una suavización de las costumbres que, lentamente, significó el comienzo del fin de estas bárbaras costumbres, que, como digo, eran muy populares por toda Europa.

Así, en la mayor parte del continente desaparecieron las peleas de animales, los festivales crueles y hasta las corridas de toros. ¿En todo el continente? No, a modo de la aldea gala de Astérix, España se aisló frente a estos nuevos vientos transformadores y, así, la Ilustración pasó de puntillas por nuestro país. Pero, ¿he dicho que España se aisló? No, no, más bien habría que decir que fue aislada de ese progreso. ¿Adivinan por quién? Bingo, los conservadores, los reaccionarios, los que más tenían que perder ante tanto progreso, se opusieron con uñas y dientes a estas ideas renovadoras. Quemaron libros, persiguieron y ejecutaron a pensadores, cerraron España aislándola del resto del continente. Y, a los pocos ilustrados españoles que hubo, les llamaron, despectivamente, afrancesados. Lo cierto es que estos "afrancesados" — ahora se sabe— no eran más que grandes patriotas que pretendían para su país y para el pueblo español el mismo nivel de progreso, de libertad, de derechos y de conocimiento que el de nuestros vecinos europeos. Y, por supuesto, todos ellos, de Jovellanos a Benito Feijoo, de Martín Sarmiento a Cadalso, de Blanco White a Goya o a Clavijo y Fajardo, fueron convencidos antitaurinos y, más aún, algunos de ellos, como Martín Sarmiento, se alzaron como grandes defensores de los animales en general, y no solo de los toros.

Y así, amigos y amigas, es como la tauromaquia resistió en España el envite del conocimiento y de la razón, así es como en nuestro país estas crueles costumbres no decayeron frente a la suavización y el refinamiento social que sí arraigó en otros países europeos. Lo digo una vez más, detrás de este empeño en mantener la tauromaquia estaban —y siguen estando hoy en día— los sectores más reaccionarios e inmovilistas, aquellos que durante siglos habían ostentado —y lo siguen haciendo hoy en día— todos los privilegios sin ningún tipo de oposición.

Pero ¿por qué los ilustrados eran tan malvados y tan infames como para oponerse a que los españoles fueran felices viendo desollar toros en público? Total, si solo son toros. Muy simple: una corriente cultural y de pensamiento  que pretendía arrojar la luz de la razón, del conocimiento y de la ciencia sobre las tinieblas de la ignorancia y la superstición que durante siglos predominaron en Europa ¿cómo no iba a señalar a estas costumbres como una barbaridad? Lo raro hubiera sido lo contrario.

De hecho, para la mayoría de pensadores ilustrados, y también de ciertas clases sociales, este tipo de diversiones salvajes embrutecían al pueblo, alejándolo de cualquier interés en progresar, e incitando en el "populacho" el cultivo de las más bajas pasiones, de los vicios más depravados y, en definitiva, de la barbarie.

Este embrutecimiento popular, claro, suponía un atentado contra el interés y la felicidad general de las naciones, puesto que un pueblo trabajador y esforzado, cultivado y respetuoso, intelectualmente inquieto y hasta sensible, servía mucho mejor a la mejora y el crecimiento del país que un pueblo embrutecido, movido por el gusto hacia la crueldad, y caracterizado por la inmoralidad y por la deformación de los valores humanos.

En definitiva, un pueblo entregado a la crueldad y a la sangre resultaba más fácilmente manipulable por los poderes establecidos, mientras que un pueblo culto, inquieto intelectualmente, refinado y sensible estaba en una mejor posición para ejercer de contrapoder a través de la articulación de un pensamiento crítico, y así poder hacer un mayor control sobre los asuntos públicos. A los poderes conservadores siempre les han interesado más los primeros, los bárbaros, los analfabetos, los brutos que, mientras tengan sus festivales de sangre y de vino, no dan mucho follón. Esta es la principal regla de las políticas del pan y toros, que en nuestro país representaron como nadie personajes tan nocivos para nuestra Historia, y para nuestro progreso, como el borbón Fernando VII o el dictador Franco.

En resumen, no se puede entender el progreso sin ampliar nuestro círculo de compasión, ni de derechos, hacia los demás animales. En la última fila de la cola, esperando a que les toque el turno, esperan los animales no humanos, aguardando a que el progreso también les alcance. Cualquier idea de progreso que no los incluya no podrá, por definición, considerarse progresista. Y, ahora, con uno de los gobiernos más progresistas de la Historia de España, el de coalición entre  Unidas Podemos y PSOE, se han afrontado una serie de reformas que, aunque a los más impetuosos —pecando incluso de cierta ingenuidad— les puedan parecer insuficientes, suponen, de facto, grandes avances. La reforma del Código Civil para que los animales dejen de ser considerados como cosas —ya en vigor—, la presentación de una importante ley de protección y derechos de los animales a nivel nacional, y una reforma del Código Penal en cuanto al maltrato animal —estas últimas todavía en fase de tramitación parlamentaria—, suponen todo un hito en tan pocos años de gobierno. Seguramente no serán perfectas, seguramente haya que seguir trabajando, incluso en la fase de tramitación parlamentaria, para tratar de mejorarlas, pero no podemos negar que algo ya ha empezado a cambiar.

El progreso, también en lo referente a los animales, ha venido para quedarse. Bienvenido sea. Sigamos. Que no nos pase como con la Ilustración, que España, entre unos y otros, fue aislada y quedó fuera de juego. Demos el parabién a estos nuevos aires y, aun siendo susceptibles de algunas mejoras —todo, absolutamente todo en esta vida es susceptible de ser mejorado y, si no, fíjense en este mismo artículo—, sigamos en esta línea histórica y recordemos, a la hora de acudir a las urnas, quién y quiénes han estado, durante esta legislatura, del lado del progreso, y quiénes han estado del lado de la barbarie.

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