Un colega periodista ambiental, bajo la etiqueta de #quiensabedonde, ha compartido este verano en sus redes algunos rincones maravillosos de la naturaleza que, de momento, se salvan de la turba turística. Me he quedado con las ganas de saber dónde estarán, pero a la vez comparto con él ese nuevo afán de secretismo que me ha contagiado, harta de llegar a lugares hermosos y encontrarlos llenos de basura, gritos, coches y bicis de montaña que piden prioridad de paso a los caminantes. Estamos haciendo de bosques, cascadas, riberas, montes y acantilados un negocio nacional insostenible y el impacto en esas pocas ‘joyas’ que otras voracidades nos dejan (léase agroindustria alimentaria, polígonos energéticos desmesurados o urbanizaciones ‘con vistas’), es desolador.
Hace unos días, un reportaje en TVE ponía el dedo en la llaga. Explicaba cómo estamos condenando a nuestros espacios naturales a morir de éxito. Una de las personas entrevistadas decía que no hay uno que resista "miles de pisadas diarias", como no hay hermosos campos de lavanda que aguanten atascos entre las flores, ni castañares que soporten cientos de familias bajo sus ramas arramblando con sus frutos. La moda de subir un ‘selfie’ a las redes sociales y especificar la ubicación es hoy una forma como otra cualquiera de depredar auténticos nichos de biodiversidad. Y da igual que sean ‘influencers’ desinformadas (como la que creyó que salvaba de la miseria a los aragoneses que viven junto a un parque nacional por bañarse en un lugar prohibido y ponerlo en sus redes) o de organismos públicos que centran su publicidad en ‘descubrir’ la playa más tranquila y el sendero más virgen, para que dejen de serlo.
Un país que convierte al sector turístico en el motor de su economía es un país caníbal. Y se devora a sí mismo. Sus cifras son tan mareantes como en el pasado lo fue la ‘burbuja inmobiliaria’: 91 millones de turistas para este año en España, casi el doble de la población, cerca de dos por cada residente. Y unos 12 millones de vuelos entre idas y venidas, según sus propios datos. Tanto viaje de acá para allá es indiscutible que deja miles de millones de euros, pero no lo es menos que ha desatado un frenesí del que nada se salva y al que hay que hay que poner límites, especialmente en espacios que no van a poder soportar la presión y que son tan escasos como imprescindibles.
El ser humano siempre fue de un lado a otro, es cierto, y durante decenas de miles de años lo hizo por supervivencia (una migración que hoy si que se limita y persigue) o por explorar (ahora ya no queda nada que no haya sido pisado antes). Hoy, para millones la motivación es publicar en sus redes un mensaje del tipo "yo estuve allí", aunque mejor no pregunten qué árboles había, cómo se llamaba el pueblo ni de qué vive su gente. Estuve allí y tengo la foto. Puede ser esa poza asturiana que era el lugar de baño de los locales, quienes han dejado de ir porque es un vertedero desde que se hizo famosa; esa ribera con cientos de piraguas y miles de plásticos de Arriondas; un río urbano renaturalizado, como el Manzanares, al que se quieren poner focos para hacerlo más atractivo a los turistas, aún a costa de su fauna y su flora.
Un caso emblemático es el Parque Nacional de Ordesa y Monte Perdido. Hace muchos años que para llegar hasta la cascada "Cola de Caballo" (la misma donde ilegalmente se bañó la ‘influencer’) se puso un autobús lanzadera desde el municipio de Torla. Pues bien, la masificación ha sido tal este verano que sus responsables ya están pensando en que las visitas sean con reserva previa para el próximo, como ocurre en la playa gallega de Las Catedrales. Pero ¿cómo se puede disfrutar de ese inmenso paisaje yendo en procesión con miles de personas? Y lo que es peor, ¿cómo evitar si no es así que se deje basura, que se grite, que se pisotee a diestro y siniestro, que se deteriore?
Esas medidas son justo lo contrario de lo que pretende el actual gobierno de Cantabria, que quiere construir una carretera que enlace Reinosa con Potes, en los Picos de Europa, en aras del turismo y a costa de destrozar una de las pocas zonas totalmente vírgenes, y oseras, de la provincia: la sierra de Peña Sagra. Era un proyecto desestimado y ahora han vuelto a sacarlo del cajón ¿Para qué? Pues para facilitar aún más la llegada a un parque nacional y a ese municipio que fue hermoso y tranquilo, pero por el que ya es difícil caminar por las calles debido a la marabunta. Y hay muchos más casos que han sido noticia en agosto en espacios naturales en peligro: los bosques transmutados en campings ilegales en el litoral de la ría de Arousa (Pontevedra); los ríos de montaña ‘apresados’ durante horas para que cuando los clientes de algunas empresas lleguen a hacer "descensos" tengan agua suficiente; los pinares que ahora son parques de atracciones con tirolinas "para vivir con emoción la naturaleza", como afirman en Pelayos de la Presa (Madrid), porque no basta con pasear y escuchar las aves; los senderos que son rutas en las que cientos de ciclistas de montaña acaban por dejar surcos que dañan los suelos y la vegetación porque no se regula su paso.
La solución no parece fácil. Ni siquiera lo que nos venden como "turismo sostenible" lo es. Porque no parece ‘sostenible" una mejora a los accesos de los embalses aragoneses de la Ribagorza, como esta semana se ha anunciado, cuando este verano estaban a tope; tampoco parece ‘sostenible’ hacer un mirador en el Alto de la Farrapona de Somiedo (Asturias) para que vaya más gente, porque según los ambientalistas es una zona es muy frágil y se llena. Y no es "turismo sano" llenar el río Alberche de gente con flotadores, como han hecho en agosto en la provincia de Toledo.
Da la impresión de que la educación ambiental parece avanzar lento y lo que hacemos es huir de las ciudades para trasladar los problemas a hermosos enclaves naturales. Dos recomendaciones: primero, dejemos el marketing, ya sea oficial y personal, a un lado. Compartamos la belleza, pero como hacemos ya algunos, ocultemos en las redes donde están si queremos que permanezcan. Como mucho, volvamos al ‘boca a boca’. Y a explorar. Y segundo, hay que limitar los accesos a esos lugares que están en riesgo, aunque no nos guste tener que planificar con reservas a cada paso. Quizá un día, seamos todos capaces de conocer y disfrutar sin dejar huella. Mientras tanto, no veo más salidas. El turismo no puede ser el único futuro.
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