EconoNuestra

Euro, periferia y cesión de soberanía

Fernando Luengo
Profesor de Economía Aplicada de la Universidad Complutense de Madrid y miembro de econoNuestra
Lucía Vicent
Miembro de FUHEM Ecosocial y de la asociación econoNuestra

Es necesario y urgente lanzar un debate en profundidad sobre la consistencia y viabilidad de la UEM, sobre los costes y beneficios que comporta y sobre su distribución entre países y grupos sociales. Esta reflexión —que no puede excluir ningún escenario, tampoco el de la salida del euro o la disolución de la UEM—, es crucial que se lleve a cabo en el conjunto de la UE, pero reviste especial trascendencia para las economías periféricas, las cuales soportan en mayor medida el coste de la crisis y de las políticas aplicadas, para las que mantenerse dentro de la moneda única, en su configuración actual, resulta especialmente perjudicial.

Uno de los argumentos clave para defender un escenario fuera del euro apela a la recuperación de la soberanía de los estados. Se señala, más concretamente, que el retorno a las monedas nacionales permitiría hacerse con el manejo de un instrumento esencial de la política económica, los tipos de cambio; posibilidad que desapareció con la implantación  del euro (los gobiernos también renunciaron a la política monetaria, quedando sometida la presupuestaria a severas restricciones).

Con la posibilidad de ajustes en los tipos de cambio, los gobiernos estarían en mejor situación para hacer frente a la crisis económica. A través de las devaluaciones cambiarias, mejoraría la competitividad de la producción exportable, pues los precios, expresados en moneda extranjera se abaratarían; en paralelo, las empresas que sirven al mercado interno podrían hacer frente en mejores condiciones a la competencia foránea, dado que los precios de las importaciones aumentarían.

Algunos interrogantes al respecto de esta argumentación. El primero tiene que ver con la relación de causa-efecto entre la devaluación cambiaria y el aumento de las exportaciones. En efecto, un ajuste a la baja en los tipos de cambio reduce —o, mejor, puede reducir— el precio de la producción exportable, dependiendo del contenido en importaciones de la misma. El resultado final, más o menos favorable, depende de la posibilidad de sustituir con  producción doméstica los bienes importados (cuyo precio se habrá encarecido con la devaluación monetaria) o de generar ahorros en los mismos; no es esta una cuestión baladí, dada la dependencia tecnológica y energética de nuestra economía.

Además, que se produzca un aumento en las ventas exteriores depende, entre otros factores, de la elasticidad precio de la producción exportable y de la respuesta de nuestros socios y competidores ante esta política comercial. En este sentido, la especialización exportadora en productos de media y baja complejidad tecnológica y sofisticación no sólo obligaría a un sustancial ajuste en las posiciones cambiarias, sino que, adicionalmente, exigiría políticas de contención salarial. Nada asegura, por otro lado, que aquellos países que sientan lesionados sus intereses productivos y comerciales respondan con medidas similares o con otras de corte proteccionista, restringiendo el acceso de nuestros productos a esos mercados.

Como se ha dicho antes, la depreciación cambiaria reduce los precios de exportación, pero al mismo tiempo una estrategia de signo exportador puede contribuir a que se produzca un efecto no deseado para las economías que, como las periféricas, dependen en buena medida del precio para colocar sus productos en el mercado internacional: la apreciación de la moneda. Obsérvese que, en la situación actual, las políticas pro exportadoras, de Alemania, España y otros países comunitarios, están propiciando un superávit por cuenta corriente en los intercambios de la UEM con el resto del mundo, lo que estaría contribuyendo a la fortaleza del euro con respecto al dólar.

La pérdida de competitividad que se produciría fruto de la apreciación de la moneda podría absorber la ganancia conseguida con el ajuste cambiario inicial. Las economías más fuertes, como la alemana, se enfrentarían a una restricción menor (ejemplo de choque asimétrico), pues, al menos en parte, compensarían la merma competitiva originada  por el fortalecimiento de la moneda con el plus de calidad incorporado a sus bienes y servicios. Repárese, además, que una moneda fuerte representa una indudable ventaja para las empresas que tienen transnacionalizada su cadena de creación de valor, pues reduce el precio de las importaciones de componentes; de nuevo, resulta ilustrativo el ejemplo de Alemania en relación a las economías ex comunistas, las cuales han recibido cantidades muy importantes de inversiones extranjeras directas o se han integrado en redes de subcontratación desplegadas por las empresas germanas.

Hasta aquí nos hemos referido, con algunas reservas importantes, a los efectos potencialmente positivos que tendría el control de los tipos de cambio, en general, y una depreciación de la moneda, en particular. Para disponer de una visión de conjunto, es necesario poner también en la balanza algunas de las consecuencias adversas que supondría para las economías periféricas el abandono o la disolución de la unión monetaria, que, posiblemente, tendría costes sociales y productivos muy elevados: salida masiva de capitales, lo que debilitaría la moneda y obligaría a aumentar los tipos de interés; incremento de la inflación como consecuencia del encarecimiento de las importaciones; aumento de la deuda y de los pagos financieros externos provocados por la devaluación.

Pero volvamos al nudo gordiano del razonamiento: la recuperación de la soberanía cedida y perdida. Abordar esta decisiva cuestión desde la perspectiva de la política económica (por importante que sea; y no hay duda de que la gestión de los tipos de cambio lo es) resulta, a todas luces, insuficiente. Para comprender la entidad de todo lo que está en juego es necesario un enfoque de economía política.

Con esta perspectiva, sin pretender infravalorar las implicaciones que tiene para el funcionamiento de una economía renunciar a las políticas monetaria y cambiaria, hay que decir que la mayor cesión de soberanía que se ha producido en las últimas décadas y de manera todavía más intensa en los últimos años es la que otorga más poder a los mercados y a sus representantes (esta perspectiva da lugar a un relato del proceso de integración comunitaria sustancialmente distinto del ofrecido por la literatura al uso).

Este proceso de retirada de lo público y de la política, ámbitos capturados y contaminados de lógicas e intereses mercantiles, se ha dado, por supuesto, en los niveles comunitarios, que han conocido un empobrecimiento y perversión de las instituciones democráticas, un asalto del sector social público por parte de los mercados y un creciente sesgo del proyecto europeo hacia los intereses de las grandes corporaciones y de los lobbies que representan sus intereses.

Pero esa deriva también se ha materializado en la esfera de los estados, y en ámbitos más acotados, como en el caso español, las comunidades autónomas y los ayuntamientos. Así pues, asociar la salida o la disolución del euro y recuperación de soberanía, como si hubiera una relación de causa-efecto entre ambos asuntos, carece de justificación. O dicho de otra forma: "otra" moneda, por si misma, no garantizaría una situación mejor, si no va acompañada de un cambio radical en el modo de ejercer la soberanía, haciendo partícipe de ella a la ciudadanía.

Del mismo modo que tampoco se justifica la afirmación de que en ámbitos más acotados, en el de los estados o en espacios territoriales más reducidos, se dan, por definición, mejores condiciones para implementar otra política económica. La evidencia disponible invita más bien a la cautela, pues no son pocos los ejemplos donde observamos en países y territorios pequeños tendencias regresivas y autoritarias.

Además, y esto es lo más importante, no está en absoluto garantizado que la correlación de fuerzas (pues de eso se trata, en realidad), en un contexto de desintegración, rivalidad y colisión de intereses (el actual, pero más exacerbado), fuera favorable a una mayoría social que permitiera imprimir un giro progresista a la política económica.

Las reflexiones anteriores no pretenden tanto tomar posición ante los que postulan la disolución de la zona euro o el salida de la misma como añadir matices y cautelas a un debate complejo, que de hecho, trasciende con mucho el ámbito de la moneda y también, como no podía ser de otra manera, el de la economía. Ni permanecer en el euro ni abandonarlo constituye necesariamente una solución a la compleja problemática que enfrentan las economías y las poblaciones europeas.

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