EconoNuestra

¡Es la democracia, "estúpidos"!

Beatriz Gimeno
Miembro del colectivo econoNuestra

En la gira que el expresidente Zapatero está haciendo por los diferentes medios de comunicación para promocionar su libro (y quizá reivindicar su gestión), libre como está del encorsetamiento institucional, dice cosas interesantes. Una de las que más me ha llamado la atención es su reconocimiento explícito (aunque supongo que inconsciente) de que, aquí y ahora, en esta UE,  la democracia ni está ni se la espera; y eso, al parecer, al expresidente no le genera mayor problema, asume que es lo normal. Es posible que hayamos llegado al punto en el que no todos entendemos por democracia lo mismo. Casi todo el mundo entiende por democracia la participación ciudadana en la toma de decisiones políticas (democratización, distribución del poder). Pero la democracia implica también democratización o redistribución de la riqueza y este es el aspecto que se pretende invisibilizar o sacar del ámbito democrático.

Pongo el ejemplo de Zapatero por ser un hombre con talante democrático y sobre el que no caben dudas de que se considera a sí mismo –y le considera la mayoría-  un demócrata. Pero a la pregunta directa que le hizo el entrevistador acerca la posibilidad de desarrollar mecanismos de participación directa en los asuntos más importantes (una de las reivindicaciones más persistentes del 15M), Zapatero contestó que eso era imposible porque,  dijo literalmente, "si se preguntara a la gente su opinión sobre los recortes, por ejemplo, siempre dirían que no y  entonces sería imposible hacer la política que hay que hacer". Toda una declaración de principios. Es decir, que los políticos asumen que la política que se hace es necesariamente contraría a la que la gente quiere y que para poder seguir haciéndola, lo importante es que esta misma gente no pueda hablar. La ciudadanía, desaparecido sujeto político de la democracia, tiene pues que limitarse a elegir a uno u otro partido que será el encargado de hacer lo que hay que hacer, guste o no, lo quiera la gente o no, viole derechos humanos o no, se lleve por delante lo que se lleve, incluso nuestras vidas. Por esa misma razón, porque la política que hay que hacer es contraría a lo que quiere la gente, se asume de manera implícita que los programas o las promesas electorales, las campañas enteras, no son sino una sarta de mentiras. Esta es la democracia que tenemos. Pero no es la que queremos.

Algunas de las decisiones más  importantes, las que deciden que se haga una u otra política económica, las qué deciden qué vivienda, que salarios, qué sanidad, qué educación, qué dependencia, quién cuida; las que deciden qué vidas van a ser dignas de ese nombre y cuáles otras no, esas decisiones, han quedado completamente fuera del alcance de los votos, así que no es cierto que vivamos en una democracia. Tampoco vivimos en una dictadura. En medio de estos dos extremos han ido apareciendo sistemas políticos que podríamos llamar quizá "oligarquías que respetan las libertades y los derechos individuales", no todas en la misma medida; una especie de dictablandas electorales. Sin embargo, para los políticos es muy importante conservar el nombre de "democracia" porque este es un significante con prestigio universal que sirve como legitimador de casi cualquier política que se ejecute en su nombre. Mientras se sigan guardando, más o menos, las libertades y derechos individuales se seguirá llamando democracia a un sistema en el que la intervención popular en las decisiones políticas es casi nula. No vamos a explicar el camino por el que progresivamente las decisiones políticas importantes se han ido dejando en manos de instituciones cada vez menos democráticas: partidos, Consejos, Comisiones, lobbys y, desde luego, grandes empresas. Pero hemos llegado a un punto en el que la intervención de la ciudadanía en los asuntos públicos se limita a escoger –entre varias opciones pactadas de antemano- al partido-gestor de turno; y aun así incluso esta elección está viciada: no todos los votos cuentan lo mismo y las dificultades para que aparezcan nuevas opciones son máximas. Los que pusieron los cimientos de este régimen en la tTansición se aseguraron muy bien de que la democracia estuviera bien controlada y los poderes económicos trabajan también muy intensamente por asegurarse que la democracia sirva a sus intereses y no a los de la gente.

Lo bueno es que a pesar del control de los medios de comunicación mayoritarios por parte de este mismo sistema, la gente busca fuentes alternativas de información y conocimiento y sabe bien cómo está la situación. Quizá no sepamos qué hacer al respecto, pero conocemos la situación. Esto lo deja bien claro la última Encuesta Social Europea:   (http://www.europeansocialsurvey.org/) que mide lo que piensa la ciudadanía acerca de estos y otros asuntos. Aquí se ve claramente que ciudadanía europea y clase política van cada uno por su cuenta; que los ciudadanos/as no reconocen a estos políticos como sus representantes. Y a pesar de que la gente no confía en los políticos ni en los partidos sigue creyendo en la política y haciendo política: sale a la calle, se manifiesta, exige un cambio, y cada vez con más intensidad. Otro dato significativo es que los ciudadanos perciben que los partidos no se diferencian significativamente unos de otros. Así que la gente sabe muy bien dónde está el problema, y lo sabe por mucho que los medios hagan como que no, los partidos, por supuesto hagan como que no,  y los militantes de unos y otros se enfaden mucho ante la mención de esta realidad. Los resultados de esta encuesta (y de todas las que van saliendo en este sentido) demuestran que el régimen ha perdido su legitimidad, nadie cree en él. Y por mucho que los partidos sigan con sus vidas como si no pasara nada, lo cierto es que la falta de legitimidad terminará por estallar por algún lado.  La manifiesta incapacidad de los políticos profesionales por acometer siquiera reformas que ayuden a maquillar la cuestión ha jugado a favor de quienes pensamos que es el momento de una ruptura.

La democracia representativa, liberal, tal como la conocemos está en caída libre por mucho que sus representantes (que no los nuestros) se empeñen en ignorar esa caída. Es normal, les va mucho, todo, en ello. Lo cierto es que no elegimos representantes, sino cargos políticos que, una vez elegidos, no nos representan, no guardan ninguna relación con los votantes, que no pueden revocarles, echarles y ni siquiera castigarles, hagan lo que hagan. Una vez elegidas esas personas (a las que, en su mayoría, ni siquiera hemos elegido como elegibles) cualquier relación entre el votante y el supuesto representante es inexistente. A pesar de que la democracia representativa se enseña y se nombra como la única posible, esto no ha sido siempre así, ha habido otras experiencias democráticas y desde luego es posible pensar en otras formas de participación política; y más ahora, cuando la existencia de internet hace factible incluso la posibilidad de grandes asambleas. Para que recuperemos la democracia, es decir, la capacidad de decidir sobre las cuestiones políticas fundamentales, lo primero es conseguir que la ciudadanía, y no los partidos, vuelva a ser el sujeto político fundamental.

Porque lo cierto es que la representación política ha sido privatizada por los partidos. Estos se esfuerzan por mantener una polaridad izquierda/derecha que se diluye, sin embargo, con rapidez en cuanto hay que pactar cuestiones que afectan a la estabilidad del régimen. La rapidez y facilidad con la que pactan cuando se trata de salvar el sistema que a su vez les mantiene, es sólo una muestra de que no son tan diferentes. Esta falsa polaridad es, sin embargo, imprescindible para crear una apariencia de enfrentamiento político, de pluralismo,  porque sin ese pluralismo la democracia tendría dificultades para legitimarse; y ahora más que nunca necesita esa legitimación. Pero atacar esta polaridad es falsa es complicado. Es complicado porque es falsa y verdadera a la vez. Es falsa en cuanto a las políticas económicas que se hacen: sea cual sea el partido en el gobierno, los privilegios de la oligarquía no se pueden tocar, así como tampoco se pueden tocar los privilegios políticos. Pero es verdadera en lo que sirve para movilizar los afectos, sin los cuales sería muy difícil que la gente votara. Por esa razón, para movilizar por los afectos, los partidos están interesados en presentarse como vinculados a unas ideologías fundacionales que ya quedan muy lejos, pero que siguen movilizando afectivamente a la gente. Las guerras entre la izquierda y la derecha son escaramuzas acerca de matices en la gestión política, pero son sobre todo, guerras culturales en torno a la familia, la sexualidad, la religión, el feminismo etc., que movilizan afectivamente a los votantes. No quiero decir que estas cuestiones no sean importantes, son muy importantes y por eso son tan efectivas. No soy yo,  precisamente, la que niegue la importancia a estas cuestiones, capaces por si solas de determinar la calidad de vida de las personas; pero no podemos olvidar que incluso esas cuestiones –o lo más importante de ellas- están a su vez determinadas por la existencia de derechos económicos y sociales.

Y así volvemos a la segunda cuestión: democracia no es sólo participación y garantía de derechos y libertades. No hay democracia sin igualdad y redistribución de la riqueza. De hecho, la democracia nace no sólo para tomar el poder político, sino también para democratizar el poder económico, para repartir la riqueza; cuestión esta que se nos hurta permanentemente, hasta quedar casi completamente fuera del foco democrático. Si ahora volvemos a la encuesta europea vemos que la mayoría de la gente opina que igualdad,  derechos sociales y económicos y democracia van juntos. Sin embargo, este régimen, impuesto desde instancias no democráticas, ya no permite distribuir la riqueza ni las oportunidades sociales, sino que camina con paso firme en la dirección contraria: en la de poner las condiciones para que los ricos sean cada vez más ricos y, consecuentemente, los pobres cada vez más pobres. La única diferencia entre uno y otro partido de los que hasta ahora vienen gobernando, gestionado, es una diferencia que tiene que ver con la profundidad y rapidez en que estas condiciones se imponen o se matizan. No creo que tengamos aquí que recordar el papel de la socialdemocracia, en los últimos años, en cuanto a políticas de suelo, de vivienda, de impuestos, de privatizaciones, de reparto de dinero público a escuela concertada, servicios sanitarios privatizados, reparto a la iglesia etc. No creo que tengamos que recordar el número de dirigentes de partidos socialistas o de izquierdas que son realmente lobistas internacionales (y que llegan a ser lobistas después de un periodo de formación como político profesional). A los otros no hace falta mencionarlos, va de suyo.

Aquí ya no hay reforma posible y por eso los intentos de democratizar la representación política no pasan de ahí, de intentos; los intentos de dificultar la corrupción no pasan de ahí tampoco; ni los de cambiar nada en profundidad. Los partidos se limitan a hacer como que cambian algo para que nadie cambie en realidad. La pregunta, por tanto, que nos tenemos que hacer ahora es la de cómo podemos recuperar la democracia aquella que deja en manos de la ciudadanía la capacidad para decidir la distribución de la riqueza y el poder político. Usando la frase de Antoni Aguiló, la pregunta entonces sería: ¿cómo democratizar la democracia? Pues no tengo la respuesta. Aun no lo sabemos, pero la buena noticia es que las grietas de este sistema se han hecho ya muy evidentes, que hay mucha gente intentándolo, haciendo pruebas: plataformas, manifiestos, grupos, marchas, encierros, activismo por doquier, mareas, Círculos, son la muestra de que entendemos y sabemos mucho más de lo que pretenden que entendamos; toda esa actividad es la muestra de que hay vida política más allá de los partidos y que es aquí de donde va a salir el cambio. A los partidos, a estos partidos, hay que sitiarlos, ahogarlos en su propia esterilidad, rodearlos con la política que hagamos todos nosotros y nosotras. Lo bueno es que no estamos mirando impotentes como arruinan nuestras vidas, sino que estamos creando. Todo el tiempo creamos y probamos; creamos espacios, creamos resistencias, creamos discursos, creamos desobediencias, creamos y compartimos experiencias contra el neoliberalismo, contra los privilegios, contra la imposición de la injusticia, contra la desigualdad y el expolio. Pocas veces en mi larga vida de activista he visto tanta actividad política, en todas partes. Estamos probando, con entusiasmo,  hasta acertar.

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