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La Unión Bancaria: ¿otra ocasión perdida?

Jordi Angusto
Economista crítico asociado a econoNuestra. Autor de '¿Y ahora qué? Entre la crisis y la miseria'

Un Parlamento Europeo apenas competente en el seno de una Europa intergubernamental donde mandan los Estados según su peso económico y donde, por tanto, manda sobre todo Alemania acababa recientemente su último mandato dando su visto bueno a un acuerdo para una Unión Bancaria que probablemente será otra ocasión perdida.

Perdida, en primer lugar, por la identificación casi exclusiva de la crisis iniciada en 2007 con su vertiente financiera, como si los desequilibrios económicos que la provocaron no importaran y como si una enfermedad pudiera resolverse curando sus síntomas pero no sus causas; a saber, un proceso de concentración de riqueza sin precedentes, que inevitablemente exigía endeudar al resto para mantener la máquina en movimiento, y unos desequilibrios exteriores entre China y EEUU, por un lado, y entre los países miembros del euro, por otro, que inevitablemente habían de suponer deudas externas colosales en los países con déficits exteriores y créditos simétricos en los países con superávit.

Unos desequilibrios que para poder mantenerse necesitaban, al menos, dos condiciones: que las divisas dejaran de funcionar como supuestamente deberían, devaluándose la del país con déficit exterior y/o revaluándose la del superavitario, hasta equilibrar los saldos exteriores, y, en segundo lugar, que los tipos de interés del crédito fueran suficientemente bajos para no disuadir a los deudores.

Respecto a las divisas: en el caso de EEUU, un dólar muy deseado en todo el mundo, y sobre todo en China, se resistía a bajar tanto como hubiera debido para evitar el déficit exterior americano, y, en el caso de Europa, la implantación del euro supuso eliminar el ajuste cambiario sin implantar ningún mecanismo alternativo; bastaba, pues, con que la inflación de un país fuera más alta para que perdiera competitividad y entrara en déficits comerciales sin posibilidad de corregirlos. Y los países que habían de crecer más y tener más inflación habían de ser, por lógica, los menos desarrollados.

Respecto al tipo de interés, la laxitud de la reserva federal, que entre el 2000 y 2007 los mantuvo muy por debajo de lo aconsejable —regla Taylor—, se explica tanto por el temor a una posible deflación post crisis como por la propia afluencia de capitales exteriores buscando refugio en Wall Street. En cuanto al caso europeo, es más difícil de justificar que el BCE mantuviera los tipos según correspondían a la economía alemana, con bajo crecimiento e inflación, pero que en absoluto se correspondían con la economía de la periferia, con alto crecimiento e inflación.

Que el sobreendeudamiento en EEUU y en la periferia europea, que los anteriores factores propiciaron, se materializaran hinchando una burbuja inmobiliaria, también tiene sus causas estructurales; entre otras, ¿qué podía satisfacer mejor a los prestamistas extranjeros que los préstamos hipotecarios? ¿Qué podían producir los países deficitarios que estuviera mejor protegido de la competencia exterior? Pero también, ¿cómo podía una población progresivamente empobrecida hacer frente a dichas hipotecas? En cuanto se vio que no podía y en cuanto aparecieron los primeros impagos, la pirámide se vino abajo.

Codicia de los banqueros aparte, la crisis bancaria fue el resultado de un conjunto de fenómenos y decisiones que ni la mejor unión bancaria del mundo habría podido evitar. Por eso la Unión Bancaria Europea es, muy probablemente, una ocasión perdida más; una nueva e infructuosa manera de querer resolver las cosas desde y a beneficio del acreedor, que es quien en realidad tiene mayor responsabilidad y más grados de libertad para resolverlas, y a costa del deudor. Mientras, en las antípodas del modelo europeo, EEUU ha salido de la crisis desde el lado contrario, es decir, el del deudor como lo somos nosotros, exigiendo a China que reduzca su superávit comercial, cosa que Alemania no quiere hacer; habiendo dejado quebrar entidades como Lehman Brothers, no casualmente endeudadas con fondos chinos, mientras que Alemania exigió cambiar nuestra constitución para asegurar sus cobros; y dejando caer la cotización del dólar ante un euro que hoy el superávit alemán encarece y dificulta nuestras exportaciones.

No solo está claro que a la periferia europea le hubiera convenido mucho más la estrategia americana que la europea, sino que además es una estrategia globalmente más eficiente. Basta con comparar los datos macroeconómicos americanos con los de una Europa que de tan anémica está hoy al borde de una deflación que puede alargar y recrudecer aún más la crisis. Si bien una deflación que al BCE no preocupa demasiado: ¿acaso porque amenaza más a la periferia que al centro?

Así las cosas, la Unión Bancaria no parece que haya de resolver gran cosa. Habrá un supervisor único, de acuerdo, pero también el BCE lo es y no parece que tenga en cuenta igual a unos países y a otros. Habrá un fondo común de rescate, de acuerdo, pero que es una pequeña fracción de los fondos que han hecho falta para rescatar a la banca de esta crisis. Y, para colmo, se sustenta en el principio ensayado en Chipre, de que paguen de entrada los acreedores y depositantes, cosa que amenaza con fragmentar, en lugar de unir, el mapa bancario europeo. De momento, algún que otro banco extranjero en España ya ha puesto el cartel de se vende.

George Soros, que imbécil no es, declaraba recientemente que esta unión bancaria es la peor pesadilla para la construcción europea y la antesala de su desintegración. Ojalá que esta vez se equivoque, aunque me temo que no. En cualquier caso, el 25M estará en nuestras manos decidir a favor de la construcción europea, que supone dejar de privilegiar los intereses de una parte, o la desintegración inevitable si pretende ciudadanos de primera y de segunda.

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