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¿Quién teme a la deflación?

José Antonio Nieto Solís
Profesor de Economía en la UCM y miembro de econoNuestra

Los datos de inflación y deflación, tal y como los conocemos, proceden del cálculo de índices ponderados en los que se supone que están debidamente representados los bienes y servicios a los que tiene acceso un "ciudadano medio", si es que tal ciudadano existe, más allá de su necesaria representatividad estadística. De hecho, puede subir el precio de la gasolina y bajar el precio del pollo fresco y de los equipos informáticos para la navegación marítima, y los efectos no serán los mismos para todos. Entre otros aspectos, dependerán de la intensidad y duración de los cambios en los precios relativos, y por supuesto de las circunstancias personales y familiares de cada uno, incluido el lugar de residencia.

Aunque también hay índices de precios por Comunidades Autónomas, esos cálculos no añaden información mensual de especial relevancia, por mucho énfasis divulgativo que se ponga en ello. Sin embargo, en la información disponible nunca se alude a los efectos de los cambios de precios según las clases sociales o los niveles de poder adquisitivo. Al margen de algunas generalizaciones sobre el tema, se da por supuesto que el "ciudadano medio" reúne los valores de la renta media del mayor banquero de su región y de quien carece por completo de recursos o solo cobra un subsidio mínimo. Aparentemente, los índices de precios son ajenos a la distribución de la renta por clases sociales (o distribución de la renta, a secas), aunque se hagan públicos otros desgloses técnicos, regionales y nacionales.

Conclusión: al analizar el posible impacto de la deflación sobre los ciudadanos conviene poner en cuarentena los datos que nos ofrecen, además de las interpretaciones que con demasiada facilidad y simplicidad tienden a realizarse desde la ortodoxia fáctica y académica. O lo que es lo mismo: nunca llueve a gusto de todos, y a continuación veremos por qué.

Si los precios bajan de manera generalizada y persistente (se estima que al menos durante dos trimestres, aunque en esto también hay controversia), la amenaza de la deflación puede convertirse en un serio problema. Un problema que, según algunas opiniones, puede ser más grave incluso que la inflación, puesto que perjudica a quienes tienen activos y quisieran convertirlos en liquidez, y perjudica también a los que desean invertir, especialmente si su actividad depende en gran medida del crecimiento esperado de la renta disponible de los residentes en el país. Al margen pueden quedar las actividades muy vinculadas a los mercados exteriores, siempre que sus expectativas de crecimiento sean más favorables.

Obviamente, la deflación también perjudica a la Hacienda Pública, que verá mermados sus ingresos por distintas vías. Y por supuesto perjudica de distinto modo a los bancos y entidades financieras, que verán evaporarse algunas fuentes habituales de intermediación beneficiosas para sus intereses, por lo que habrán de buscar fuentes alternativas de actividad para seguir incrementando sus beneficios. Aunque en teoría la deflación estimula el ahorro, ese efecto puede verse reducido por otras circunstancias muy diversas, entre ellas la mermada rentabilidad que el sector financiero y los sistemas fiscales suelen otorgar al ahorro. Como excepción, hay que tener siempre presente la situación de privilegio de la que gozan quienes pueden operar en paraísos fiscales, economías semiocultas y otros chiringuitos y limbos difíciles de clasificar, aunque parezcan casinos.

Así pues, el impacto final de la (supuesta) deflación dependerá de las características de esos y otros efectos sectoriales, y de cómo se extiendan al resto de la economía y la sociedad: por ejemplo, generando "todavía" más desempleo y mayor caída de la actividad económica. Por lo tanto, será difícil determinar cómo afecta a cada persona, salvo que la deflación sea tan intensa y persistente que podamos inferir que perjudica a la mayoría de la población. Y ello a pesar de que inicialmente las bajadas relativas de precios pueden beneficiar en mayor medida a quienes tienen una propensión al consumo más elevada, unos niveles de renta menores y unos salarios más estables o menos dependientes de los niveles generales de precios.

Conclusión: no hay —hasta ahora— motivos sólidamente fundados para que la mayoría de la población tema a la deflación, salvo que nuestras autoridades políticas y monetarias sigan obstinándose en profundizar en las políticas neoliberales que nos han llevado a la desastrosa situación actual. Aunque algunos se nieguen a reconocerlo, ese es el "problema real": las políticas restrictivas aplicadas por nuestros gobiernos, orientadas a beneficiar a un reducido grupo de personas e intereses sectoriales, en lugar de a la mayoría a la población. Esas políticas son las que tendrían que darnos miedo, y no, en mi opinión, unos datos de precios que ahora bajan y dentro de poco probablemente volverán a subir. Subirán por razones de muy distinta índole, aunque gran parte de su incremento estará motivado por el alza de los precios de los productos energéticos, de los que dependen de un modo cada vez más desproporcionado los niveles reales de los precios intermedios y finales.

Más allá del carácter cíclico de las crisis y sus efectos, los problemas teóricos de la deflación pueden materializarse con particular gravedad en países como España, donde —pese al optimismo oficial— el paro y las desigualdades siguen creciendo, los empresarios brillan por su ausencia o están en la cárcel, y el partido que sustenta al gobierno se empeña en que el Estado, a través de las políticas públicas, no pueda impulsar la economía ni favorecer un modelo social más equitativo y solidario.

Como el tema no es sencillo ni simple, conviene no perder de vista otras posibles implicaciones. Destaquemos algunas, aunque sea solo a modo de consideraciones preliminares. Primera, las tensiones en los precios relativos nunca son positivas ni para los gobiernos ni para la mayoría de los agentes económicos y ciudadanos. Segunda, el mayor peligro de esas tensiones, incluida la deflación, es que sean "intensas y duraderas". Por lo tanto, si persiste la grave atonía de la demanda y de las inversiones —con deflación o sin ella— la situación degenerará en más desempleo, menos actividad económica y mayor incertidumbre y retraimiento empresarial, suponiendo que aún quede margen para empeorar estos parámetros en una economía como la española. Tercera, si la deflación se convierte en duradera tendrá efectos crecientemente perniciosos sobre las deudas, y eso puede agudizar mucho más la recesión económica que nos asfixia. Y puede perjudicar aún más a los que siempre resultan más perjudicados en las crisis, entre otras razones porque sus rentas no les permiten ahorrar y una parte de sus ingresos han de destinarla a hacer frente a los préstamos contraídos. Cuarto, España pertenece a la zona euro y mantiene con la UE el grueso de sus flujos económicos, por lo que el mayor temor a la deflación está asociado a la generalización del problema en Europa y a la falta de respuestas por parte de la UE. O a respuestas tan poco adecuadas como las ofrecidas hasta ahora, que ni han resuelto los problemas bancarios ni han sentado las bases para una recuperación económica estable y consistente.

Finalmente, si la deflación es pasajera no debería preocupar a la mayoría de la población. Y si amenaza con convertirse en duradera nuestros gobiernos tendrían que actuar para combatirla, lo antes posible, con políticas públicas y con instrumentos de política monetaria y fiscal. El problema reside en la incapacidad que hasta ahora han demostrado nuestros gobernantes para combatir la gran recesión que vivimos y sus efectos. El problema central es que la deflación sea un síntoma más de que la gran recesión continúa e incluso se está profundizando. El verdadero problema vendría si los efectos de la deflación se extienden a la economía global y dan una nueva "vuelta de tuerca" a la crisis que sacude gran parte de la economía mundial.

Resulta inevitable vincular situaciones de depresión como las que vivimos a los terribles escenarios bélicos que asolaron el mundo en la primera mitad del siglo XX. Hoy día, los conflictos bélicos —de muy distinta naturaleza— están tan generalizados que las posibles comparaciones resultan tan difíciles como estremecedoras. Hay motivos suficientes para pensar que un empeoramiento de la situación económica (en Europa) afectaría a los precarios equilibrios políticos, sociales, religiosos, energéticos, financieros y militares en el mundo. Igual que hay motivos más que sobrados para estar convencidos de que otras políticas económicas, distintas a las actuales, son necesarias y posibles en Europa (y en España). Salvo que nuestros gobiernos sigan mirando selectiva y privilegiadamente solo dónde desean hacerlo o solo donde se lo permiten sus orejeras.

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