EconoNuestra

Claro que hay espacios para las políticas públicas

José Antonio Nieto
Profesor titular de Economía Aplicada en la Universidad Complutense de Madrid y miembro de econoNuestra

Hay espacios macro y microeconómicos para las políticas públicas, en los países ricos y en los países pobres. Y eso, a pesar de que una de las claves del neoliberalismo reinante consiste en machacarnos con la idea de que lo privado funciona, per se, mejor que lo público, y que lo individual es más eficiente que lo colectivo, urbi et orbe.

Por ejemplo, las inversiones públicas en el sector militar armamentístico benefician a ciertas industrias y a sus accionistas (privados). En EEUU estimulan la investigación y la actividad de otros sectores. Para ello, resulta conveniente fomentar guerras de todo tipo en el resto del mundo, e incluso engordar intelectual y físicamente el terrorismo, en cualquier lugar, además de echar leña al fuego de los eternos conflictos tribales, distribuyendo armamento a través de los mercados "legales" e ilegales. Pero en la mayoría de los países esa "inercia" obliga a destinar más gasto público a la represión y a las guerras, en detrimento del bienestar y las políticas sociales.

Algo similar puede decirse de las inversiones en infraestructuras. Si se diseñan pensando en la sociedad y son sostenibles pueden contribuir al progreso, además de incrementar el sacrosanto PIB. Por el contrario, si se ponen en manos de los aprovechados de turno, muchas veces no son sostenibles ni rentables, además de detraer recursos de otras inversiones alternativas. Amén del beneficio particular que proporcionan a los corruptos y comisionistas, muchas inversiones en infraestructuras, incluso sanitarias o educativas, incrementan la dependencia exterior de los países pobres.

¿Y desde el punto de vista micro? Pensemos en una Comunidad Autónoma o en un ayuntamiento español (pese a que los municipios son el pariente pobre de nuestro sistema fiscal y eso ha sido un incentivo para recurrir a las recalificaciones de terreno y subirse al salvaje boom inmobiliario). Claro que hay espacios para las políticas sociales públicas, sin caer ni en el extremo de las subvenciones inútiles y en la tentación de desentenderse de los más necesitados. Desde distintas instancias se pueden y se deben arbitrar políticas sociales, seleccionándolas bien y gestionándolas mejor, para conseguir que los recursos invertidos generen retornos individuales y colectivos lo más amplios posible. Esa es la clave de una inversión y ese debe ser el acierto de los gestores públicos que las activan. Para que eso suceda es necesario que todas las Administraciones funcionen mejor de lo que lo hacen, al menos en España.

No seré yo quien dispare contra los funcionarios, líbreme Zeus de tal barbaridad. La mayoría son personas preparadas y dispuestas a trabajar. Pero algo gordo está fallando desde hace tiempo en el entramado funcionarial, quizá por la imposibilidad de remover a los que no responden como deberían, pese a tener un salario garantizado. Son palabras mayores, pero algún día habrá que afrontar la eficiencia individual y colectiva de la función pública, igual que habrá que racionalizar en algún momento los horarios labores y de prestación de servicios en nuestro país.

En los niveles más bajos de las Administraciones debería existir capacidad para discriminar y controlar las ayudas (o inversiones) públicas, siempre que en los niveles intermedios se actúe con criterios razonables y con limpieza procedimental y que en los niveles políticos más elevados se tenga clara la idea de "bien común". Así, desde la elaboración de los presupuestos generales del Estado hasta su aplicación los ámbitos administrativos más próximos a los ciudadanos, sería posible dotar más recursos a investigación o a políticas sociales, en lugar de destinarlos a fomentar la acumulación privada y los instrumentos que la impulsan y facilitan la opacidad fiscal.

Por ejemplo, se podría incrementar el stock de viviendas en alquiler controladas por los ayuntamientos en lugar de por los bancos, para adjudicarlas en función de los niveles de renta. Con los debidos controles, ello estimularía la movilidad y contribuiría a regular también los mercados y sus precios, más aún si se acompaña de una banca pública eficiente.

También, desde las instancias regionales, se podría invertir más y mejor en educación y sanidad públicas. Por ejemplo, para prevenir enfermedades y para conceder más becas en favor de la igualdad de oportunidades y la lucha contra cualquier tipo de discriminación. Eso contribuiría a mejorar el bienestar colectivo, en lugar del individualismo que rezuman las doctrinas neoliberales. Pero falta pedagogía sobre la utilidad de los bienes públicos.

Un escenario alternativo al actual sería posible y consistente si la sociedad civil se organizara activamente, a ser posible de motu propio, en lugar de "esperar" a que los políticos (elegidos con leyes que favorecen el bipartidismo) les "resuelvan" los problemas. Sería mucho más sencillo si supiéramos con claridad y honestidad qué podemos esperar del Estado y hasta dónde. Es decir, si todos tuviéramos la certeza de que pagamos los impuestos que nos corresponden, y quienes tienen más recursos pagan proporcionalmente más que el resto de ciudadanos. Pero eso no ocurre. Y ahí emergen algunos de los problemas históricos de gran número de países.

De hecho, una de las diferencias clave entre las sociedades desarrolladas y las atrasadas reside en la eficiencia y equidad de sus sistemas fiscales. En España, como es fácilmente constatable, la presión fiscal se ceba con las rentas del trabajo, mientras que el fraude a gran escala es patrimonio de muy pocos. Como contrapartida, muchos ciudadanos "disfrutan" practicando el fraude a menor escala. Pero es un consuelo que no beneficia a casi nadie.

¿Qué pasaría si un ministro como Montoro persiguiera hasta las últimas consecuencias el gran fraude fiscal, además de "meter mano" a los pequeños defraudadores, que son muchos e igualmente indignos pero no evaden el grueso de los recursos que escapan al sistema fiscal? En ese caso, ¿podríamos exigir más coherencia y cohesión a las políticas públicas en todas las Administraciones? ¿Se generalizaría la corresponsabilidad fiscal si los ciudadanos y las empresas se convencieran de que con una fiscalidad más justa ganamos todos y no solo el bolsillo de algunos privilegiados?

Resulta muy fácil y rentable sumarse a la doctrina neoliberal y prometer bajadas de impuestos. Pero en muchos países se ha demostrado que eso no es cierto, porque la reducción de algunos tributos se acompaña de subidas en la imposición indirecta. Esa es la receta favorita del FMI: hace años en Latinoamérica, ahora en Grecia y España, y mañana en cualquier otro lugar, si seguimos permitiendo que los Organismos Internacionales también trabajen en contra de los intereses de las mayorías sociales, y que además lo hagan con nuestros recursos. Mientras tanto, algunos altos funcionarios nacionales e internacionales invierten el dinero que tienen a su alcance en actividades especulativas, aprovechando la información privilegiada de la que disponen. No importa si después llevan a la ruina a algunas entidades financieras y no financieras, o si disfrutan de lujos suntuarios que a veces acaban llevándolos ante los tribunales, y, ¿por qué no?, a la cárcel.

Se aproximan procesos electorales, desde Catalunya hasta los cimientos de la Moncloa. Deberíamos tener en cuenta la capacidad real de llevar a cabo las promesas electorales de unos y otros, especialmente en materia fiscal. Pero también deberíamos valorar la proyección macro y micro, social y territorial, colectiva e individual de lo que dicen y de lo que ocultan cada uno de ellos (o de ellas, porque recordemos que algunas candidatas del PP presumían de no tener programa electoral). Porque, no parece posible alcanzar un grado de madurez estable como sociedad si no existe un sistema impositivo moderno y progresivo. Y eso, sin dejar de exigir a nuestros funcionarios, pero no solo a ellos, que su trabajo sirva para mejorar el bienestar colectivo, llevándolo a cabo con criterios de largo plazo, pero también con la flexibilidad que requiere el día a día. Lástima que en nuestro país los consensos y la visión de largo plazo apenas existen. Al contrario: preferimos resaltar las diferencias y deshacer lo que otros hacen.

Sacar un mayor rendimiento a las inversiones públicas garantizaría que esos "gastos" pudieran generar, de distinto modo, beneficios tangibles. Y con esas acciones sería posible crear más empleo en condiciones dignas, aunque para ello hubiera que "repartir" en muchos casos los tiempos de trabajo. No se trata de pedir por pedir ni de esperar lo imposible. Hay que tener en cuenta que, con las elevadas tasas de paro actuales, es necesario repartir entre la población activa el empleo existente, utilizando también como apoyo los estímulos fiscales. Sin embargo, esos cambios deberían promoverse sin degradar las condiciones de vida de las personas y sin fomentar el consumismo estéril y derrochador. Unas décimas anuales del PIB, arriba o abajo, no son ninguna pócima mágica para alcanzar el bienestar. Lo mismo sucede con la investigación: es prioritario seleccionar bien dónde se invierte en I+D+i, quién lo hace, cómo y con qué objetivos.

Ese tipo de crecimiento económico (y no el que proclama Rajoy) permitiría mejorar también la recaudación fiscal y asegurar un futuro digno para la mayoría de la población, desde los pensionistas y los parados de larguísima duración, hasta los jóvenes y los inmigrantes. Así, más de un "ministrable" tal vez se decidiera a utilizar las políticas públicas como estímulo económico y de bienestar social, en España y en Europa, en lugar de seguir las doctrinas neoliberales, cual dogma divino. En vez de seguirlas, ciega e interesadamente, para engordar el tamaño del sector armamentístico, rescatar a los bancos y no a los ciudadanos, fomentar un modelo energético derrochador pero lucrativo para unos pocos (a costa de los demás), recortar las políticas públicas sociales y la igualdad de oportunidades... y llevar a los ciudadanos a un individualismo pernicioso y a una creciente desconfianza en el modelo de democracia y de sistema fiscal que pretenden vendernos como si fuera la receta única.

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