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Europa ‘con sordina’ ante el 20-D

José Antonio Nieto
Profesor titular de Economía Aplicada en la UCM, miembro de econoNuestra, autor de la novela "Los crímenes de la secta. Una investigación sobre la casta"

Europa sólo figura en la solapa de los programas electorales del 20-D. Parece que los partidos políticos españoles están deseando que acabe la campaña para debatir ‘en profundidad’ sobre la UE. Ahora les da vergüenza hacerlo. Porque esta Europa apuesta por incrementar el gasto militar en lugar de afrontar la grave crisis económica y social que padece. Y ha optado por levantar fronteras internas en lugar de reforzar su cohesión política e institucional. Eso no es fácil de explicar a los electores. Puede quitar votos a unos y dárselos a otros. Puede hacer sonrojar a más de uno.

Mientras tanto, la economía europea no acaba de levantar cabeza. Aunque los líderes de la UE (con el apoyo del BCE) venden el mensaje de la recuperación, la OCDE recuerda que las perspectivas de crecimiento económico y evolución de las inversiones no aseguran mejores niveles de empleo y bienestar. El doble gráfico (Figura 1) muestra la notable caída de la inversión pública y privada en la periferia europea, tras la expansión anterior a la crisis. Para hacer frente a la atonía inversora y la falta de expectativas, la Comisión Europea presentó hace un año su Plan Juncker.

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Figura 2: Formación Bruta de Capital Fijo en % del PIB para la UE-28. Fuente: Eurostat

Pero el Plan Juncker no lo tiene fácil. Su objetivo de movilizar nuevas inversiones –como un paso más en la gobernanza económica de la UE– plantea varios problemas. Las garantías del Plan para estimular iniciativas privadas y públicas son muy limitadas. Difícilmente ayudarán a reducir el margen de incertidumbre macro y microeconómica. Y eso que la tendencia es preocupante. Como muestra la Figura 2, de 2007 a 2013 la Formación Bruta de Capital Fijo ha caído del 22,2% al 18,5% del PIB en la UE-28.

En esa situación, es complicado que afloren incentivos capaces de activar el multiplicador de las inversiones productivas, como plantea la Comisión. Es difícil que esas propuestas resulten creíbles, más aún cuando llevan la firma de líderes comunitarios que han favorecido la evasión fiscal, beneficiando a las grandes empresas y consorcios financieros. En cualquier caso, hay pocas garantías de que ese modelo inversor ayude a reducir las desigualdades en Europa. Podrían incluso aumentar, si se refuerza aún más la acumulación privada en manos del sector financiero y siguen creciendo los gastos bélicos y represivos.

Corren días muy poco favorables para la integración europea. El motor económico de la UE está gripado y el combustible político escasea y es de pésima calidad. Algunos, siguiendo el ejemplo británico, opinan que esta Europa debe echar el freno de mano. Otros, asustados por la ‘invasión’ de refugiados e inmigrantes, alegan que hay un problema de ‘sobrepeso’ y no se puede abrir la puerta a nadie más. En el lado opuesto estamos quienes defendemos la necesidad de Otra Europa, distinta a la actual.

Así, no es extraño que los partidos políticos españoles escondan la cabeza y quieran ocultar un debate transparente y riguroso sobre Europa. Para colmo, los atentados de París han echado más leña al fuego en la doble y peligrosa dirección antes apuntada: declarar la guerra a un Estado que no existe, e imponer nuevos controles y barreras internas, invocando la seguridad frente a las libertades ciudadanas.

Esas opciones conducen a un escenario de menos Europa: una Europa más raquítica, desequilibrada y reaccionaria. Y ese escenario frena el objetivo de estrechar la unión entre los pueblos europeos –estableciendo políticas comunes y suprimiendo barreras–, y obliga a destinar más recursos a gastos militares y ‘de orden público’, en detrimento de otras inversiones, como las que plantea el Plan Juncker o las políticas sociales.

Aunque aún no nos hemos despojado de las consecuencias de la austeridad ‘exagerada y mal entendida’ patrocinada por esta Europa, la UE se afana en construir un escenario de menores libertades, menor preocupación por combatir la exclusión, y menos interés por fomentar las políticas públicas en favor de la cohesión y la cooperación en el ámbito mundial. Es cierto que los objetivos de combatir el terrorismo y la intolerancia son prioritarios. Pero hay formas y formas de librar esos combates. Y Europa y los países desarrollados hace tiempo que apostaron por una estrategia que ignora los intereses de la mayoría de la población, dentro y fuera de la UE. Ese es un motivo más para exigir otra Europa.

Por eso, también en este tema, no es extraño que en la campaña del 20-D prevalezcan dos grandes opciones. Por un lado, PP, PSOE y C’s parecen no cuestionar la actual Europa. Han respaldado los programas de austeridad y confían sin reparos en las propuestas de la Comisión para los próximos años, Plan Juncker incluido. Aunque ahora no lo manifiesten de forma definitiva, apoyarán a Francia y a los países dispuestos a bombardear los territorios donde se han hecho fuertes –con el apoyo de Occidente– los yihadistas más sanguinarios; justificarán el reforzamiento de las fronteras internas de la UE; y se mostrarán cicateros para afrontar el problema humanitario de los refugiados. Un problema cuya dimensión también supera el estrecho margen de acción del actual sistema de las Naciones Unidas. Fácil pero mala solución ha sido siempre cebarse con el enemigo para fomentar la cohesión.

En el polo opuesto parecen situarse Podemos, Izquierda Unida y otras fuerzas minoritarias de izquierdas, agrupadas en algunos casos bajo siglas comunes o coaliciones. Comparten la idea de promover una Europa diferente a la actual, con mecanismo de integración que no estén secuestrados por los intereses de las minorías más privilegiadas, sino que promuevan realmente la equidad, la estabilidad y la eficacia de los sistemas económicos, políticos y sociales. Aún con matices, estas fuerzas cuestionan las actuales políticas internas y externas de la UE, pero no siempre consiguen explicar con claridad cuáles son sus propuestas alternativas.

Unos y otros tienen que aclarar qué Europa proponen. Es necesario debatir sobre el funcionamiento de las instituciones, el impacto de las políticas públicas en la ciudadanía, y los riesgos de los nacionalismos y las nuevas fronteras¬, que no son solo fronteras físicas y económicas, sino también de intolerancia y pérdida de libertades.

Europa no debe quedarse en la solapa de los programas electorales o en las insignias que lucen algunos líderes políticos. El debate no puede hacerse con nocturnidad y con sordina, como sucede con las negociaciones del TTIP. No hay que dar por supuesto que esta UE es la única alternativa posible, ni que sus propuestas sean la mejor opción a nuestro alcance. Salvo que toleremos un nuevo ‘rapto de Europa’ a manos de quienes la consideran un instrumento más al servicio de su codicia. Esos son los enemigos más difíciles de combatir.

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