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Aumentar los salarios para salir de la crisis

Fernando Luengo
Profesor de economía aplicada de la Universidad Complutense de Madrid y
coordinador del área de economía del Consejo Ciudadano Autonómico de Podemos

Para superar la crisis económica es necesario aplicar una política económica cuyo objetivo sea, entre otros, aumentar los salarios. Justo lo contrario de la aplicada por el gobierno del Partido Popular, de la recomendada por el Banco de España y de la impuesta desde la Troika comunitaria.

Por razones de equidad. Porque no es justo que los costes de la crisis económica sean soportados por los trabajadores asalariados, pues ellos no son los que la han provocado. A pesar de que la retórica del discurso dominante insiste en situar en el epicentro de la crisis el crecimiento de los costes laborales, alimentando así el mantra de que "todos hemos vivido por encima de nuestras posibilidades", lo cierto es que ha sido desencadenada por el aumento desmesurado y desordenado de las finanzas, por la asunción de riesgos excesivos por parte de los grandes actores que operan en los mercados globales y por la creación de una unión monetaria al servicio de la industria financiera, las grandes corporaciones transnacionales y las economías con mayor potencial competitivo. Más que el excesivo aumento de los salarios, el prolongado estancamiento de los mismos a lo largo de las últimas décadas está en el origen de la Gran Recesión. El resultado de limitar la capacidad de compra de los trabajadores y de una concentración de la renta y la riqueza cada vez más fuerte ha alimentado la economía basada en la deuda.

Hay que dinamizar los salarios porque, durante los últimos años sobre todo, muchos trabajadores -especialmente aquellos situados en los segmentos de menor cualificación, donde prevalece la precariedad- han perdido capacidad adquisitiva: los salarios nominales se han reducido, ha aumentado el número de horas extraordinarias no retribuidas, la jornada laboral se ha alargado y los ritmos de trabajo se han intensificado.

Es preciso poner punto y final a la política de represión salarial (denominada con el eufemismo de devaluación interna) porque, a diferencia de lo sostenido por la economía dominante, los ajustes a la baja en las remuneraciones de los trabajadores no crean puestos de trabajo. Más bien lo contrario, en un contexto de elevado endeudamiento público y privado, la reducción de los salarios ha tenido un efecto contractivo, tanto en el consumo como en la inversión, con el consiguiente impacto negativo en los niveles de ocupación.

Procede revertir la tendencia a que los salarios pierdan peso relativo en la renta nacional –tendencia que ya era perfectamente visible en las últimas década, pero que se ha acentuado en los años de crisis- y crear las condiciones para que progresen en línea con la productividad del trabajo; la conexión de ambas variables es fundamental para la reactivación de la demanda agregada.

Las políticas de represión salarial agravan la deriva deflacionista –en la economía española el índice de precios al consumo está situado en zona negativa-, lo que, sobre todo, lastra el proceso inversor y contribuye al aumento, en proporción al producto interior bruto, de la deuda pública y privada. Todo ello encierra a las economías en un bucle del que es difícil de salir.

Las últimas reformas laborales, nudo gordiano de las denominadas políticas estructurales, muy especialmente la promovida por el gobierno del Partido Popular, han supuesto un cambio sustancial en las relaciones de poder, en beneficio del capital frente al trabajo. Al estimular la reducción de las plantillas y los ajustes salariales, las empresas han recibido el mensaje equivocado: bajar los costes laborales es la vía para mejorar la productividad y la competitividad de la economía. Muy lejos de esas expectativas, esas políticas han propiciado unas prácticas y una cultura empresarial conservadora, inercial y refractaria a la innovación que, en el mejor de los casos, sólo ha proporcionado réditos a corto plazo, insostenibles en un horizonte temporal más amplio.

Por todo ello, la derogación de las últimas reformas laborales es una de las piedras de toque de una nueva política económica, donde los salarios tienen que desempeñar un nuevo papel. Urge una nueva institucionalidad laboral que restablezca las condiciones de la negociación colectiva. Mejorar los salarios y las condiciones de trabajo y democratizar las relaciones laborales crean las condiciones y de hecho son componentes esenciales de una nueva política de oferta, muy distinta de la que se sustancia en la contención salarial, tan celebrada por economistas y gobiernos conservadores.

Tampoco los resultados en materia de competitividad externa justifican los ajustes salariales, pues, como se sabe, la problemática de la economía española en este ámbito trasciende con mucho el territorio de los salarios, incluso el de los precios, estando relacionada más bien con la existencia de carencias tecnológicas, la insuficiente calidad y sofisticación de nuestras exportaciones y la fuerte dependencia de los combustibles sólidos de nuestra estructura productiva.

Conviene recordar, igualmente, que la represión salarial, convertida en prescripción de política económica para todos los países de la zona euro, sitúa las exportaciones como uno de los motores centrales del crecimiento, abriendo un escenario de intensa competencia entre los países comprometidos con estas políticas donde es imposible que todos ganen, pues las exportaciones de unos son las importaciones de otros. En ese escenario han irrumpido con fuerza los capitalismos periféricos y los países procedentes del universo comunista. La pugna salarial en ese contexto abre las puertas de par en par a una imparable degradación de las condiciones laborales.

Dar un mayor peso a los salarios –y, por lo tanto, al consumo en la formación de la demanda agregada- contribuiría a la corrección de uno de los desequilibrios macroeconómicos que en mayor medida amenazan el funcionamiento y la sostenibilidad de la zona euro: la convivencia de grandes superávits y déficits por cuenta corriente. La activación de la demanda en los países del norte por la vía de aumento de los salarios (y del gasto público) ayudaría a aminorar el superávit alemán (y de las otras economías excedentarias) al aumentar las importaciones, reduciendo, en paralelo, las exportaciones, y a la corrección del déficit de la economía española (y de las otras economías periféricas) al ampliarse los mercados donde colocar nuestros bienes y servicios.

Hasta ahora las administraciones públicas han sido un actor más –muy destacado, por cierto- del proceso de precarización laboral. En ese viraje salarial que necesita nuestra economía tienen que desempeñar un nuevo y activo papel, promoviendo un nuevo marco de relaciones laborales, aumentando el salario mínimo, reforzando la inspecciones de trabajo e incorporando en los pliegues de contratación de servicios con las empresas privadas cláusulas que impidan la modificación a la baja de las condiciones laborales de sus trabajadores. En un sentido más amplio, otra política salarial (y ocupacional) deberá comprometer al sector público en una acción legislativa orientada a la reducción de la jornada de trabajo y de la edad de jubilación, al reparto del trabajo reproductivo con criterios de género, y, por supuesto, a la reestructuración y modernización del tejido productivo desde unas coordenadas de sostenibilidad y de transición ecoenergética.

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