El azar y la necesidad

¿Última llamada?

He leído con atención el manifiesto Ultima Llamada y, a pesar de estar de acuerdo con el planteamiento y el fondo de la cuestión,- y de simpatizar con muchos de los firmantes-, tengo serias dudas sobre  el lenguaje y la forma empleadas para redactarlo y con las vía de solución que se apuntan, por ser demasiado etéreas y un tanto ilusorias.

Hablar de recuperar el equilibrio con la biosfera  o hacer las paces con la naturaleza,  puede resultar bienintencionado y  hasta poético, pero se me antoja difícil de acotar y definir, entre otras cosas porque la especie humana es biosfera y es naturaleza.  Es tan natural  la presa que construye  un castor con ramas,  como la que levanta una constructora con hormigón, aunque las consecuencias para el entorno, obviamente, no sean las mismas. La naturaleza, en el imaginario humano,  es el Edén perdido de la Biblia, un parque temático infantil  en el que  reinaban la armonía y el orden, en el que no había que trabajar y del que nos auto expulsamos en su momento. La metáfora bíblica tiene su encanto y su base histórica, porqué nos remite a ese momento en que la humanidad descubre la agricultura de manos de Eva, cuando da una manzana a Adán, una manzana del árbol prohibido, el del conocimiento, el que nos indicó que había que arar la tierra para arrancarle sus frutos. Y esa es la clave de nuestra forma de desarrollo, arar indefinidamente la tierra para obtener recursos. La naturaleza, o la biosfera para ser más precisos, no es un paraíso, es un espacio con reglas muy duras para sobrevivir, un entorno hostil para los más débiles e inadaptados.  La humanidad se las ha ingeniado para no depender exclusivamente de esas reglas,  para poder obtener más energía, recursos, seguridad y confort, una estrategia que le ha permitido colonizar todo el planeta, y en el punto en el que estamos, llegar a extenuarlo. Esa forma de entender nuestra relación con el entorno no va a cambiar, se podrá modular, atenuar, pero no invertir.

Como especie tenemos una combinación que nos hace letales, disponemos de inteligencia y somos egoístas, lo cual, en las circunstancias actuales, constituye un oxímoron. Para plantearnos en serio un cambio de nuestra relación con el planeta, hemos de comprender cómo somos, qué pensamos y qué necesidades tenemos. En este momento más de siete mil millones de seres humanos habitan la Tierra  y, en el futuro seremos más. Se calcula que la huella ecológica (el área de territorio necesaria para producir los recursos utilizados y para asimilar los residuos producidos por una población) es de unas 2,8 hectáreas por individuo. Pero en realidad, con una población de siete mil millones, el máximo que permite la biosfera es de unas 1,7 hectáreas. Eso quiere decir que en la actualidad ya tenemos un déficit real, sabemos que la biosfera no puede absorber todos los residuos que producimos. Ese déficit no se corregirá en el futuro, previsiblemente aumentará por acción de las dos variables, población y necesidades de recursos y consumo de energía. No es posible invertir la tendencia cambiando el curso de una sola de las variables, hay que incidir en las dos y hacerlo con justicia, con justicia redistributiva. El exceso de consumo de los países más desarrollados debe reducirse, para, inevitablemente y en justicia, aumentar los recursos a disposición de los países en vías de desarrollo, y hacerlo con unas coordenadas distintas a las del modelo actual, el que está caduco, el  del consumo desenfrenado de bienes de consumo.

El manifiesto apuesta por crear una economía que tenga como fin la satisfacción de necesidades sociales, y apuesta por una vía para conseguirla: cambios radicales en los modos de vida, las formas de producción, el diseño de las ciudades y la organización territorial. Pedir cambios radicales, aunque estos puedan parecer  necesarios,  es de ilusos, porque refleja un profundo desconocimiento de la naturaleza humana.  Desafortunadamente no hay muchas vías para conseguir que se afiance un cambio radical a escala planetaria. Una es que se produzca una catástrofe de dimensiones bíblicas, la otra que se imponga por la fuerza. Descartada por principios democráticos la segunda, habrá que esperar pacientemente a que se materialice la primera. Si la conclusión del manifiesto es que sólo un cambio radical puede salvarnos y los firmantes llevan razón, estamos definitivamente perdidos.

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