El 4º Poder en Red

Oficina Nacional de Ciencia Ciudadana

Antonio Lafuente
Investigador del Centro de Ciencias Humanas y Sociales y profesor del Máster CCCD (www.cccd.es)
Daniel Lombraña
Investigador y Desarrollador Senior del Citizen Cyberscience Centre, Fellow de la Fundación Shuttleworth

Ciencia ciudadana (también aquí , aquí y aquí) es ya un concepto maduro, nacido en 1995 de la pluma de Alan Irwin. Describe una constelación de actividades que comparten la necesidad de situar los problemas locales, minoritarios y marginales en el espacio del laboratorio y en el centro de la política.  Se trata de asuntos mal conocidos, ya sea porque no son bastante atractivos para la comunidad científica, ya sea porque no se da valor a un sin fin de datos que las instituciones tienden a considerar colaterales, insignificantes, extravagantes o anómalos.

No todos los cuerpos reaccionan igual ante, por ejemplo,  los campos electromagnéticos, las substancias químicas, la presión laboral o la creciente complejidad del mundo que vivimos.  Cada día aumenta el número de personas cuya respuesta o adaptación al entorno es atípica.  Cada día crece también el número de colectivos que lamentan el poco esfuerzo que hace nuestra sociedad por comprender mejor muchos problemas de naturaleza medioambiental, urbana, sanitaria, industrial o laboral.  Su número creciente impide que la sociedad pueda ignorarlos.

Las movilizaciones a que dan lugar estos asuntos están produciendo nuevas formas de ciudadanía, como también debates que deben ser más abiertos y mejor informados. No necesitamos menos ciencia, sino nuevos actores convencidos de que nos estamos refiriendo a objetos complejos de origen multicausal y de naturaleza controvertida. La calidad de la democracia tiene mucho que ver con la calidad del debate y está claro que muchas veces más que una demostración necesitamos una verdadera negociación, un diálogo basado en información contrastada y que contemple las distintas maneras de enfocar los problemas.

La ciencia ciudadana entonces tendría por objetivo dar visibilidad a los colectivos menos agraciados por el desarrollo. Facilitaría la vertebración de los descontentos y ayudaría a dar mayor robustez a nuestra democracia.  Sus trabajos estarían en la frontera de la innovación ciudadana, contribuyendo a producir nuevos estándares de vida y de justicia social. Así, la creación de una Oficina Nacional de Ciencia Ciudadana sería el instrumento para seleccionar proyectos, canalizar recursos, promover rutas de colaboración entre ciudadanos y científicos, formar actores capaces de actuar como mediadores sociales, abrir las puertas de los laboratorios a la participación y fomentar la gobernanza de la ciencia.

La solución nacional no es imprescindible. Hace unos años, por ejemplo, que la región de París puso en marcha el proyecto PICRI, Partenariats institutions-citoyens pour la recherche et l´innovation, para fomentar la colaboración entre ciudadanos y expertos, creando desde 2005 convocatorias abiertas que imponen, entre otras condiciones, la articulación de una colaboración (partenariado) entre un laboratorio público y una organización ciudadana sin menoscabo, como se explica en Sciences Citoyennes, del trabajo bien hecho y al servicio del bien común: hacer (el) bien. Tampoco son aceptados los proyectos cuya finalidad sea la promoción de cultura científica pues, contra lo que viene siendo tan dominante como cuestionable, se quiere explorar la idea de que la divulgación no es el único pacto posible entre ciencia y sociedad.

Varias décadas antes, desde la década de 1970, ya existían por todo el mundo experiencias de investigación nacidas extramuros de la Academia, cuya finalidad no era establecer nuevos hechos sino tratar de entender nuestro modo de vida y la forma de mejorarlo. Es lo que genéricamente hoy llamamos action research, participatory research y, en castellano, investigación-acción.  Aunque desde tradiciones muy diferentes, debemos a John Dewey, Kurt Lewin, Paolo Freire o Ivan Ilich los primeros esfuerzos para conceptualizar los motivos que debieran conducir a los públicos, los afectados, los subordinados o los excluidos a tratar de conformar comunidades de aprendizaje que acabaran siéndolo de emprendizaje social. Este también es el origen de los science shops, nacidos en Holanda y hoy extendidos por todo el mundo, y conformados como una especie  de university-based action research, donde la función que desempeñaba la administración en la región Île-de-France, es asumida de forma descentralizada por las universidades.

Hoy el concepto de moda para hablar de todos estos movimientos es living knowledge, y lo usamos para tratar formas de conocimiento que entrelazan los imperativos de la acción con los de la investigación,  las lógicas de la producción con las del cuidado y los saberes profanos con los expertos. Y sí, les llamamos vivos porque su finalidad no va más allá de la solución colaborativa y abierta de conflictos locales que pueden ser nombrados mediante experiencias situadas, palabras ordinarias, prácticas artesanales y relatos compartidos. Se llama conocimiento vivo para contrastarlo con el otro: el saber formal y/o académico, un saber muerto siempre tentado por la deriva hacia la abstracción, el desarraigo y la estandarización que, sin duda, son características tan admirables como exclusivas y excluyentes, dada su capacidad para dividir el mundo entre sabios y legos o, en otras palabras, entre saberes verdaderos y falsos. Una escisión cada día menos llevadera y más amenazante que nos obliga a pensar nuestros problemas en términos de convivialidad o, como nos sugiere Isabel Stengers y Bruno Latour, de forma cospomolítica, es decir admitiendo el pluralismo epistémico como un activo y no como algo que debe ser corregido mediante los aparatos disciplinarios del estado en la escuela, el museo, el hospital o la cárcel.

Hay mucho conocimiento invisible y necesario entre los campesinos, los trabajadores, los indígenas o los enfermos. Junto a ellos, a partir de anhelos no satisfechos y en respuesta a injusticias más o menos ocultas, emergen todos los días colectivos dispuestos a hacerse escuchar. Y la red ha contribuido a dar visibilidad a estos colectivos o, como se les llama en la jerga de la Unión Europea, civic society organizations (CSO). Sin necesidad de ser tecnoentusiastas (personas que con la fe del e-carbonero confían en que todas las respuestas estén en Internet), se puede afirmar  que ahora no es tan difícil ni costoso reunir cuerpos dispersos. Disponemos de muchos ejemplos convincentes. Tantos que ya son pocos los que discuten la emergencia de una nueva esfera pública alrededor de una pluralidad diversa, distribuida y heterogénea de procesos de empoderamiento ciudadano.

Son muchos los que han proliferado al abrigo de la cultura digital. Entre ellos es obligado citar  a los hackers, los wikipedianos, los movimientos a favor de los bancos de semillas libres, los makers y toda esa proliferación de nuevos espacios para el conocimiento ciudadano que configuran la constelación de science shops, living labs, city labs, medialabs, huertos urbanos, hackersspaces, fablabs o makerspaces. Hablamos entonces de miles de espacios que conforman un tercer sector del conocimiento, ni público ni privado, que está explorando formas alternativas de producir, usar y comunicar el conocimiento. Nos referimos a un saber que, como insistentemente explicaba Fals-Borda, siendo pobre no es de peor calidad y que no sólo está comprometido con la democratización del conocimiento, sino que no desdeña los saberes locales, los efectos colaterales o las necesidades de las minorías.

El tercer sector del conocimiento cuestiona las rígidas divisiones disciplinarias, niega la impuesta escisión entre legos y expertos, critica que el conocimiento sea una empresa basada individual, minimiza la función autorial, discute la arrogancia de quienes entronizan la objetividad, promueve los saberes al servicio de la comunidad y, en fin, trabaja a favor del despliegue de la inteligencia colectiva y promueve los encuentros que confían en la coproducción del saber. El tercer sector entonces recupera los imaginarios que siempre vieron en la ciencia un bien común.

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