El dedo en la llaga

Todos no somos Marta

Las pancartas y camisetas lo proclaman en Sevilla: "¡Todos somos Marta!". Bueno, todos no. Yo, al menos, no soy Marta. Lamento de verdad que la joven Marta del Castillo haya desaparecido, y me solidarizo con sus padres, familiares y amigos, pero no me convence ni poco ni mucho que nuestra sociedad se declare conmovida de manera tan llamativa con algunas desgracias particulares y, a la vez, se muestre tan distante, ignorante e indiferente ante las decenas de miles de tragedias que se producen a diario en todo el mundo, de muchísimas de las cuales también son víctimas criaturas de edad temprana, casi desvalidas (aunque personas casi desvalidas las haya de todas las edades: gente hambrienta, explotada hasta la extenuación, enferma, obligada a prostituirse, sin agua, encerrada en mazmorras, moribunda sin remedio, metida en guerras absurdas, cadáver cualquier día).
Algunas de estas manifestaciones públicas de ahora, tan masivas como restringidas, son meras coartadas. Hay muchos que se apuntan a ese género de solidaridad para ocultar –para no plantearse siquiera– que no mueven un dedo para paliar la riada diaria de violencia y crueldad que anega el mundo. ¿Cuántos que dicen que son Marta asumen que calzan unas zapatillas deportivas fabricadas en Asia por niños tratados como esclavos, o que el transistor con el que escuchan las noticias proviene de tres cuartos de lo mismo, o que los políticos a los que votan son cómplices de la barbarie? Prefieren no pensar en ello.

"Todos somos Marta", ya, pero aquí casi nadie es Kim, ni Li, ni Alí, ni Ibrahim, ni Yusú, ni Valdemar, ni Sha’Aban, ni Ben, ni Rosita.
No me apunto. O todos somos todos, o todos no somos ni nada ni nadie.

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