El dedo en la llaga

Violar la intimidad

Asistí hace algunos días a un debate en el que se hablaba de la vigilancia que deberían ejercer los padres y madres sobre el uso imprudente que sus criaturas pueden hacer de sus teléfonos móviles y ordenadores personales. La mayoría de los intervinientes defendió que los padres sensatos tienen que vigilar las comunicaciones de sus vástagos: con quién se tratan, cómo lo hacen y qué se dicen.

No me gustó nada la idea.

Creo que, efectivamente, hay que educar a los hijos e hijas (infantes o adolescentes) en el empleo de su tiempo, para que no lo pierdan en exceso y cumplan con las obligaciones que tienen asignadas, y para que se hagan cargo de que determinados medios (teléfono, Internet, etc.) acarrean un gasto multifacético del que no hay que abusar. Entiendo que es aún más imperioso que tratemos de inculcarles –muy en especial por la vía del ejemplo, porque si no el rollo sirve de muy poco– que uno debe andar por la vida ateniéndose a ciertos principios básicos de decencia ética, de sensatez y de respeto no sólo por los demás, sino también por uno mismo. Pero nada de todo eso me impide considerar que cotillear su correspondencia privada o sus conversaciones telefónicas no sólo es de escasa utilidad práctica sino también, y sobre todo, inmoral.

Hace muchos años, hubo un mal día en el que leí a escondidas un par de páginas de un diario privado, de ésos en los que por entonces (¿se seguirá haciendo?) alguna gente dejaba constancia de sus vivencias y sus sensaciones más íntimas. Según lo hice, me repugné a mí mismo. Me sentí culpable de una cierta forma de violación. El respeto por la intimidad de cada cual (por los pequeños espacios de intimidad que esta vida nos permite) tiene que ser total. Aunque se trate de niños o de adolescentes: el trauma que puede producir una agresión no es menor, ni mucho menos, porque la víctima sea menor.

Enseñemos a nuestra gente joven, si es que somos capaces de ello, a pensar como es de rigor (es decir, con rigor) y a sentir como se debe (es decir, con el alma en la mano). Pero no nos empeñemos en infundirle pensamientos y gustos concretos, ya acabados. Y menos todavía vigilados.

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