El mapa del mundo

En manos de imbéciles peligrosos

Algunas historias del frente de batalla en la "guerra contra el terrorismo", más conocida como la era de la paranoia. Un camión de bomberos canadiense que acudía a colaborar en la extinción de un fuego en el estado norteamericano de Nueva York fue detenido en la frontera durante siete minutos hasta que los policías comprobaron la matrícula del vehículo.

Un hombre que estaba sufriendo un coma diabético en un autobús en la localidad británica de Leeds recibió dos disparos de una pistola eléctrica ante el temor de la Policía de que supusiera un riesgo para la seguridad de los viajeros.

La zona de equipajes del aeropuerto norteamericano de Portland quedó sellada durante seis horas al aparecer una sustancia blanquecina: resultó ser una mezcla de harina y azúcar.

Un guardia de seguridad expulsó a un hombre de un pub en Cairns, Australia, porque estaba leyendo la novela "El terrorista desconocido". Algunos clientes se habían puesto nerviosos. Cuando explicaron lo que había ocurrido al autor de la novela, Richard Flanagan respondió: "¿A qué nivel de estupidez hemos llegado en esta sociedad cuando te expulsan de un bar por la portada de un libro?

Son casos reales ocurridos en las últimas semanas y seleccionados por el blog Schneier on Security. No es necesario llevar una camiseta con la leyenda "Bush es un terrorista" para que te saquen de un avión (ha sucedido en EEUU) o hablar en árabe para que te ocurra lo mismo (ha sucedido en EEUU y también en España). La paranoia exacerbada de las autoridades, unida a los efectos del miedo inoculado en la gente corriente, han terminado por crear el cóctel perfecto: todos somos sospechosos y la Policía tiene todo el derecho del mundo a obrar en consecuencia. Y si te resistes, eso confirma que la Policía tiene razones de peso para actuar.

Esta semana, hemos sabido que el Ministerio británico de Hacienda ha perdido los datos personales y bancarios de 25 millones de contribuyentes. Estaban incluidos en dos discos que un organismo oficial envió a otro departamento a través de los servicios regulares de una empresa de correo. Ni siquiera iban en correo certificado. Los metieron en un sobre y anotaron la dirección. Tres semanas después, descubrieron que habían desaparecido. El Gobierno tardó otros diez días en hacer pública la noticia. Si los datos habían caído en manos de delincuentes, era necesario darles tiempo para que pudieran rentabilizar el hallazgo.

Todas las medidas puestas en práctica por los Gobiernos de EEUU y Europa desde el 2001 incluían el mismo mantra: lo hacen por nuestra seguridad. En países como España, todo esto no ha provocado una alarma especial. A fin de cuentas, aquí vamos a todos los sitios con el DNI en la boca. Hasta para pagar la gasolina hay que mostrarlo. Dentro de no mucho tiempo, nos harán un escaneo rápido del iris del ojo para que podamos demostrar que somos quienes decimos que somos. Y al final todos esos datos personales acabarán en un sobre que se perderá en algún lugar recóndito de la geografía de la burocracia.

Es una constante de la historia de la humanidad desde que los hombres empezaron a agruparse en ciudades. El miedo es el mejor factor cohesionador para que los ciudadanos terminen haciendo lo que las autoridades quieren que hagan. El rostro del enemigo va cambiando, la necesidad que siente el Estado por controlarnos, no.

Sin embargo, cuando llega el momento de la verdad, cuando alguien especialmente peligroso quiere hacernos daño, aparece ese burócrata que tiene ganas de volver pronto a casa o ese policía que aplica el manual con la misma espontaneidad de un robot.

Y se desata la tragedia. Los del 11-S pudieron aprender a pilotar un avión de pasajeros. Cuando les dijeron que tenían que saber cómo aterrizar el avión, respondieron que no estaban especialmente interesados en la maniobra. Y no pasó nada. O en Asturias un delincuente con un historial de esquizofrenia paranoide consiguió vender 100 kilos de dinamita sin que la Guardia Civil se enterara de nada.

Los zapatos se han convertido en un objeto sospechoso en los vuelos. Los líquidos, en un arma potencialmente letal. Los estrategas de la lucha antiterrorista piensan siempre en conjurar el último atentado producido, no el que está por venir.

Como dice Schneier, el objetivo del terrorismo no es matar gente, sino crear terror. Lo primero es el medio. Lo segundo, su auténtico fin. Los objetivos de sus acciones no son los que mueren, sino los aterrorizados por esas muertes. Su única victoria se la podemos conceder nosotros. Si nuestra vida no se parece mucho a lo que era antes de los atentados, ellos han vencido. Si consiguen paralizar estaciones, puertos y aeropuertos, ellos han vencido. Si desconfiamos de los que tienen un color distinto, hablan otro idioma o rezan a otro Dios, ellos han vencido.

¿Llegarán a entenderlo algún día los imbéciles?

Iñigo Sáenz de Ugarte

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