El mapa del mundo

La xenofobia no funciona siempre

Cuando comenzaron las primarias presidenciales del Partido Republicano, existía un asunto que perjudicaba claramente las opciones de John McCain: la inmigración. El senador de Arizona había promovido en el Senado un proyecto de ley, apoyado por la Casa Blanca, que permitía la regularización masiva de inmigrantes sin papeles y el blindaje de la frontera con México. El resto de los candidatos, quizá con la excepción de Huckabee, eran miembros de la cofradía de la mano dura, en teoría más en sintonía con las preocupaciones de la base conservadora.

Puede que el melting pot (crisol de culturas) sea uno de los rasgos más característicos de EEUU desde su nacimiento, pero también es cierto que la corriente antiinmigratoria es casi tan antigua como la mezcla de culturas, idiomas y nacionalidades que formaron ese país. Cada oleada migratoria, creyó que tenía derechos adquiridos sobre los recién llegados. Los irlandeses estaban en la escala social más baja –ligeramente por encima de la población de raza negra– hasta que se hicieron fuertes en algunas ciudades. La maquinaria política conocida como Tammany Hall dominó los empleos municipales y las urnas de Nueva York durante 80 años. Los marginados pasaron a ser marginadores.

Las tensiones fueron por tanto inevitables, como lo suelen ser en todos los países que reciben un alto número de trabajadores extranjeros. Actualmente, la población latina ha cambiado el paisaje cultural y demográfico incluso de zonas en que hasta hace diez años nadie había oído hablar español. Por cierto, algo de lo que se alegró enormemente Aznar en su momento y que utilizó para valorar con desprecio a la cultura francesa, símbolo de lo que él llamo "culturas que están siendo derrotadas" porque sus lenguas no son "expansivas".

Esa "universalización y globalización" a las que Aznar dijo no tener miedo se ven de forma diferente en Europa cuando se pretende alcanzar el poder a cualquier precio.

Lo que marroquíes, ecuatorianos y rumanos intentan conseguir en España (las oportunidades laborales que no tienen en su país) es lo mismo que buscan en EEUU los mexicanos y centroamericanos. Las similitudes son inconfundibles, pero hay diferencias reveladoras en la respuesta de los políticos.

Los heraldos de la restricción a la inmigración han fracasado en las primarias republicanas. McCain será el candidato de su partido, entre otras cosas porque tiene la suerte de vivir en EEUU. En España, no habría tenido mucho futuro si hubiera militado en las filas del Partido Popular.

"Aquí no puede entrar todo el mundo porque no cabemos" –oído hace unos días en boca de Mariano Rajoy y utilizado en la propaganda electoral de los nacionalistas catalanes de CiU– es uno de esos mensajes xenófobos de rancia solera.

Se utilizó contra los irlandeses en Nueva York hasta que estos últimos lo reciclaron en su beneficio años después. Es al mismo tiempo el mensaje aireado en toda Europa por los partidos de corte populista o ultraconservador. El discurso xenófobo da votos, o eso creen sus autores, en épocas de incertidumbre económica o en aquellos barrios donde la población de piel oscura se pasea por zonas urbanas que antes –por decirlo de forma brutal– eran racialmente homogéneas.

La respuesta reaccionaria al desafío que supone la inmigración tiende a repetirse. Consiste en exagerar su impacto en los servicios sociales –sobre todo, desde posiciones políticas que tienen más interés en reducir los impuestos que en invertir en esos servicios– y negarse a reconocer la aportación positiva de los inmigrantes en varios apartados económicos.

La novedad en España es que se está haciendo publicidad de un modelo de integración social que ha fracasado y que no es otro que Francia. El PP intenta copiar el éxito electoral de Nicolas Sarkozy, su lenguaje y sus más conocidas iniciativas, incluidas algunas como el contrato de integración de las que el presidente francés se olvidó una vez que llegó al Elíseo.

Durante décadas, los franceses han presumido de su igualdad republicana basada en una serie de valores ciudadanos. Esa retórica era lo único que llegaba a los suburbios deprimidos en los que los hijos y nietos de los primeros inmigrantes pronto descubrieron que el ascensor social no funcionaba para ellos. El Estado francés sólo parecía ofrecerles la marginación.

Si la inmigración no ha sido hasta ahora un problema grave en España, es porque hemos sido más norteamericanos que franceses. Los Gobiernos han aceptado el principio de las regularizaciones periódicas. Las ciudades no se han visto rodeadas por un cinturón de guetos marginados. Los políticos no han labrado carreras brillantes gracias a una reputación xenófoba o racista. Algunos quieren que esto cambie. Su gran baza es que, desgraciadamente, en el PP no hay un McCain español, un político de derechas que no utilice las palabras invasión o pesadilla al referirse a los inmigrantes. Quizá los extranjeros no serán los únicos en lamentarlo.

Iñigo Sáenz de Ugarte

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