El mapa del mundo

Sotanos austriacos

Al final van a tener razón todos esos extranjeros que llegan a España y elogian, en general con una copa en la mano, el carácter abierto de los habitantes de este país, la costumbre de los locales de matar el tiempo en interminables comidas y noches de celebración, y la forma inquisitiva en que preguntan a desconocidos por los detalles más personales. Por no hablar de la tendencia a convertir las diferencias de opinión más convencionales en ruidosas disputas de las que salen a la luz todas las debilidades.

La crispación puede tener sus inconvenientes, pero de lejos parece mucho mejor solución que enterrar los problemas en los sótanos.

"No hay duda: es Austria", reza el eslogan de la campaña turística lanzada en los meses anteriores a la Eurocopa de fútbol. Es lo mismo que han pensado muchos en Europa al leer las escalofriantes noticias sobre Josef Fritzl y su familia enterrada en vida.

Todos los países tienen su catálogo de monstruos. Estos casos suelen ser rápidamente descartados como simples aberraciones, una suerte de fallo del sistema que engendra una copia defectuosa después de producir un alto número de ciudadanos ejemplares. Lo que ocurre es que algunos de esos casos dicen mucho de los valores impuestos en esa sociedad o al menos prevalecen con éxito gracias precisamente a esos valores.

En Viena parece que son unos cuantos los que miran hacia otro lado, en concreto hacia la provincia de Baja Austria, el escenario de la vida de Fritzl y del secuestro de Natascha Kampsuch. Rural, ultracatólica y conservadora, se trata de una zona del país que mira con desconfianza a lo que viene de fuera, acostumbrada a mantener unos valores tradicionales que admiten pocas visiones críticas.

Un modelo de educación autoritaria basado en la disciplina, un orgullo nacional desmedido y, en casi todos los casos, una consideración inferior del papel de la mujer acostumbra a generar pocos anticuerpos y sí en cambio algunos excesos. Sus monstruos son sólo variaciones criminales de esos códigos supuestamente éticos.

El resto del país no es mucho mejor. Los vieneses cosmopolitas pueden hacer de menos a los compatriotas del campo, pero la historia de Austria en las últimas décadas no les permite marcar distancias. La paranoia con respecto al inevitable enemigo exterior y el sacrosanto respeto a la privacidad son algunos de sus valores más extendidos. Y por encima de todo, esa inveterada costumbre de enterrar los problemas debajo de la alfombra para poder negar después su existencia.

Los que se niegan a suscribir el pacto de silencio ven cuestionada su lealtad. Muchos intelectuales tuvieron que abandonar Austria o resignarse al ostracismo cuando alzaron la voz para contar en términos crudos lo que ocurría dentro de esas preciosas casas de tejados bien cuidados. Aún más en la época en que toda Europa se volvió loca.

La tantas veces repetida descripción de Billy Wilder ("Los austriacos son gente brillante. Convencieron al mundo de que Hitler era alemán y Beethoven, austriaco") es uno más de los ejemplos del lavado de cara que el país se aplicó después de la Segunda Guerra Mundial. Convertir al agresor en víctima es un ejercicio que requiere mucha disciplina. No se consigue de un día para otro.

Para que esa fachada de normalidad aguantara, los austriacos se aplicaron a la tarea de habilitar sus sótanos. La paranoia de la guerra fría y la localización geográfica del país en medio de todos los problemas que aquejen a Europa eran razones suficientes. Ante el peligro real o imaginado de una invasión soviética, un ataque nuclear o ambas cosas, el Estado procedió a subvencionar las obras que permitieron preparar cerca de dos millones de sótanos para la peor contingencia posible.

Los Fritzl tenían tiempo suficiente para sus proyectos personales sin el temor a preguntas indiscretas. Durante décadas, socialdemócratas y democristianos hicieron lo propio. Se repartieron el poder en Gobiernos sucesivos, lo que acarreaba otro reparto de puestos administrativos asignados a cuota de partido. La estabilidad austriaca no era más que la fachada de una corrupción institucionalizada ante la que tampoco se aceptaban preguntas.

A falta de auténtica oposición, llegó el día en que la extrema derecha, alimentada por la xenofobia y los chistes sobre el Holocausto, apareció en primera línea del poder para reclamar su puesto en la mesa. Europa reaccionó horrorizada y aún más los austriacos, que no comprendían tal indignación. Si nosotros no hacemos preguntas sobre nuestro vergonzoso pasado, ¿cómo se atreven a hacerlas los demás?

Había ocurrido lo mismo en el caso de Kurt Waldheim. Nunca se probó que hubiera participado en crímenes de guerra en su calidad de oficial de inteligencia del Ejército alemán. A unos pocos kilómetros de su despacho estaba el campo de concentración de Jasenovac, pero él nunca supo nada de las atrocidades que allí se cometían. Los austriacos le creyeron porque se había comportado como uno de ellos. Acabada la guerra, Waldheim guardó su pasado en el sótano para que nadie pudiera echarle un vistazo.

Es cierto, ningún país puede decir que no cuenta entre sus filas con monstruos como Fritzl. Es sólo que cierto tipo de psicópata prospera con más facilidad en aquellos lugares en los que la memoria histórica es un concepto desconocido y casi ofensivo.

Iñigo Sáenz de Ugarte 

Más Noticias