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El último engaño en nombre de Europa

No se puede negar que el ministro irlandés de Exteriores se maneja bien con los sobrentendidos. "Quizá haya una desconexión entre Europa y su gente, entre las instituciones de la Unión Europea y la gente", dijo Micheál Martin a las pocas horas de conocerse la victoria del no en el referéndum sobre el Tratado de Lisboa. ¿Quizá? ¿Cuál es la parte de la palabra 'no' que no ha entendido?

Poco después, compareció ante la prensa el presidente de la Comisión Europea, Durao Barroso. Trató de izar la vela en mitad de la tormenta. Más parecía que agitaba un pañuelo. Sólo estaba ahí para dar el titular: "El tratado no está muerto". Cuando los periodistas le pidieron que fuera más específico, pronto descubrieron que no había mucho que rascar. Repitió en respuestas sucesivas que no había que "precipitarse en las conclusiones". Parecía estar esperando instrucciones.

El tratado ahora rechazado respondía a una necesidad imperiosa: adaptar el funcionamiento de las instituciones comunitarias a la nueva realidad de la UE. La Europa de los 27 cuenta con un motor que ha quedado obsoleto tras las últimas ampliaciones. Lleva camino de quedar constantemente ahogado por el derecho a veto y los intereses que han traído consigo los países de la Europa del Este.

Los cambios en la maquinaria estaban en la línea de lo que ha sido siempre el funcionamiento de la UE: reforzar el poder de los Gobiernos europeos en detrimento de la Comisión. Es cierto que se daba algo de cancha al Parlamento de Estrasburgo, pero también se incluía por primera vez en el reparto de poder a los legislativos nacionales.

Es muy posible que muchos de estos cambios estén dictados por la necesidad y sean casi inevitables. Lo es aún más que en raras ocasiones la UE está a la altura de la retórica de sus dirigentes.

Los ciudadanos se han acostumbrado a que los políticos cambien las reglas de juego cuando el resultado no les complace. A que surjan normas de Bruselas de las que pocos se hacen responsables. O a que los propios gobiernos europeos interpreten a su manera los mandamientos europeístas.

Lo primero ocurrió con el proceso de ratificación de la Constitución, frenado en los referendos de Francia y Holanda. Era demasiado escandaloso repetir el truco de Irlanda (convocar otra consulta tiempo después), así que se inició otro proceso constituyente. Crearon una Constitución que lo tenía todo menos el nombre. El subterfugio pretendía impedir la
celebración de nuevas consultas.

Para ello, la burocracia se aplicó a fondo. Los propios funcionarios de la UE admitían que el nuevo tratado era casi ininteligible. Casi nadie lo iba a leer entero y, si alguien lo hacía, no lo iba a comprender. Mejor dejar el embrollo a los diputados (excepto, una vez más, en Irlanda, donde por imperativo legal el voto era imprescindible).

El segundo problema de credibilidad proviene del secretismo de la UE en algunas decisiones y la distancia con que son contempladas por los ciudadanos. El mejor ejemplo es la prohibición de los líquidos en los vuelos, aprobada de forma casi clandestina sin permitir a los pasajeros conocer con exactitud quién es el responsable y hasta dónde llega.

Todo ello bajo el sacrosanto principio de la seguridad, que tantas tropelías ha justificado en EEUU.

Por último, los gobiernos europeos son los primeros que interpretan el europeísmo en función de sus intereses más inmediatos. Cuando les resulta conveniente, lo ignoran sin problemas de conciencia. Un Gobierno como el español puede poner todos los obstáculos posibles para impedir que una empresa alemana se haga con Endesa. O Italia puede hacer lo mismo con el fin de proteger a sus empresas para que no caigan en manos de 'bárbaros'.

Sólo hay que recordar a Aznar y Zapatero alardeando de lo mucho que habían conseguido para España en las cumbres europeas. Si a eso se reducía todo, si ellos pueden ser egoístas, ¿por qué los demás no? ¿Por qué los ciudadanos, irlandeses o españoles, no pueden estar satisfechos con lo obtenido hasta ahora y temer que el futuro que llega de Bruselas ya no sea tan atractivo?

La Unión Europea es uno de los grandes éxitos del siglo XX y un ejemplo para otras zonas del mundo. Ha permitido dotar a sus habitantes de un grado de prosperidad inimaginable en la mayor parte del planeta. Pero cada día se parece más a una empresa, en la que sólo importa la cuenta de resultados y la reducción permanente de costes, y nada el bienestar de los trabajadores y la calidad de vida.

Donde los políticos ven el embrión de una política exterior común, los ciudadanos sólo ven sumisión a EEUU. Cuando nos venden la idea de una Europa social, sólo apreciamos medidas liberales destinadas a hacer la vida más fácil a los empresarios.

Si ése es el horizonte, los irlandeses no están solos en su descontento.

Iñigo Sáenz de Ugarte

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