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El gran dilema de Obama

Cuando Barack Obama anunció su intención de designar a Hillary Clinton como máxima responsable de la diplomacia estadounidense, muchos analistas –incluidos los del muy experimentado The Economist– concluyeron que el nuevo presidente de EEUU pretendía delegar el día a día de los asuntos exteriores a una estrella, para concentrarse en la prioritaria crisis económica. Además, argumentaban, así tendría una magnífica cabeza de turco a la que echar las culpas en el caso de que algún dossier internacional acabe desastrosamente mal.
Sin embargo, sus rápidas y contundentes decisiones en materia de política exterior, empezando por la abolición de las torturas y las cárceles secretas, y la velocidad con la que ha escogido a eminentes personalidades para dirigir los temas más complejos, sobre todo el conflicto árabe-israelí, demuestran que sus motivaciones son mucho más profundas de lo que aparece en un examen superficial.
Al designar al veterano senador George Mitchell como enviado especial para Oriente Próximo, desplaza a la ya confirmada secretaria de Estado Clinton de la cuestión más intratable y urgente del panorama internacional, al tiempo que la asume casi personalmente. Esa decisión no sólo resta influencia a la ex primera dama en la gestión de uno de los más críticos esfuerzos diplomáticos de su nuevo cargo, sino que "sugiere que Obama se va a liberar de la relación exclusiva con los israelíes" que marca a la Casa Blanca, según estima Aaron David Miller, analista político del Woodrow Wilson International Center.
"Ésta es la más clara indicación de que el presidente trata de inyectar un mayor equilibrio en las relaciones entre Estados Unidos e Israel", sostiene Miller.
El senador Mitchell, a sus 75 años un auténtico experto en asuntos internacionales, fue encargado en 2000 por el presidente Clinton de encabezar una comisión internacional para investigar las causas de la violencia en Oriente Próximo. Cuando emitió su veredicto, en la primavera de 2001, ya estaba Bush en el poder. Pero no se mordió la lengua al dictaminar que no sólo debe la Autoridad Palestina atajar las acciones de los grupos terroristas, sino que Israel también tiene que congelar el crecimiento de los asentamientos de colonos judíos en Cisjordania.

Naturalmente, el Gobierno israelí desestimó esas conclusiones y ahora desconfía del nuevo enviado especial, en parte porque tiene raíces libanesas, además de irlandesas. Su padre, Joseph Kilroy, era un huérfano adoptado por una familia libanesa cuyo nombre fue modificado a la forma anglófona Mitchell, y el senador fue educado como católico maronita. Un soplo de aire fresco en el entorno sionista que suele llevar la voz cantante en el Departamento de Estado.
Al presentar a Mitchell, Obama dio el primer aviso a Israel, al exigirle que levante el implacable bloqueo de Gaza para que la ayuda humanitaria pueda alcanzar a la población civil castigada por los bombardeos israelíes. Pero en su discurso de investidura también había advertido a los dirigentes de Oriente Próximo: "Sabed que vuestro pueblo os juzgará por lo que construyáis y no por lo que destruís". Una sentencia que podrían muy bien aplicarse los gobernantes israelíes.
El problema es que, hasta ahora, se pretende abordar ese conflicto interminable sin dialogar con Hamás, manteniendo en realidad la misma doctrina militarista neocon de guerra total hasta el (imposible) exterminio del enemigo, con la que se ha asesinado a decenas de miles de víctimas civiles inocentes, sin avanzar un palmo hacia la victoria final de la "guerra contra el terror".
Hasta expertos israelíes como Gidi Grinstein, del Instituto Reut de Tel Aviv, admiten que "Obama se verá empujado a apostar por un Gobierno palestino de unidad nacional" entre Al Fatah y Hamás. Algo irrealizable si no se abren contactos con los líderes islamistas.
Obama ha de decidir entre mantener aislado a Hamás o entablar relaciones con ese grupo que considera terrorista. Ése es su gran dilema.

Carlos Enrique Bayo

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