El mundo es un volcán

Lo que no se puede hacer en China

En China, la de ayer y la de hoy, el ‘cómo’ es tan importante o más que el ‘qué’. Bo Xilai y su esposa, Gu Kailai, lo están comprobando y sufriendo en sus propias carnes.

Bo es hijo de Bo Yibo, uno de los fundadores con Mao de la República Popular. Fue ministro de Comercio y, como alcalde de la megaurbe de Chongqing, lanzó una polémica campaña contra la corrupción y las triadas (crimen organizado). Es tal vez el más conocido representante de la facción ‘izquierdista’ del poder que, al menos en teoría, defiende a los excluidos del ‘boom’ económico, y resucitó en parte la parafernalia de la Revolución Cultural, desde la exaltación de Mao a las viejas canciones revolucionarias.

Pese a su perfil populista, tan poco apreciado por la secretista cúpula dirigente, Bo tenía todas las papeletas para entrar el próximo otoño en el ‘sancta sanctorum’ comunista: el Comité Permanente del Politburó del partido comunista (PCCh), de nueve miembros. Sin embargo, hoy está suspendido de militancia, podría ser expulsado y procesado y, salvo sorpresa mayúscula, ha caído definitivamente en desgracia.

Gu, hija de un prestigioso general y abogada muy conocida que incluso ganó un importante caso económico en Estados Unidos, con perfil propio más allá de ser la esposa de Bo, está acusada del asesinato del hombre de negocios británico Neil Heywood. Según algunas versiones recogidas en páginas web, ordenó envenenar a su amigo y socio tras una disputa por la comisión a pagar en una operación de fuga de capitales y para salvaguardar los intereses de su hijo, Bo Guagua, conocido por su afición a los automóviles de lujo. Aunque la vista formal aún no ha comenzado, y habida cuenta de que la prensa oficial ya la ha crucificado, se puede dar por hecho que será condenada a muerte, aunque lo más probable es que evite la ejecución alegando desequilibrio mental.

El caso es apasionante, y con gran probabilidad no habría salido a la luz si el jefe de seguridad de Chongqing y mano derecha de Bo, Wang Lijun, temiendo por su vida, no hubiera pedido asilo político en el consulado norteamericano en Chendu, al parecer con pruebas suficientes para poner a Bo y su mujer en la picota. A falta de datos contrastados, el filtrado de las informaciones que van apareciendo en todo tipo de medios, chinos y extranjeros, apunta a un escándalo de grandes proporciones que incluye sobornos, fuga de capitales, torturas y, cruzando la principal línea roja, escuchas ilegales ordenadas por Bo a la cúpula dirigente china, incluido el presidente Hu Jintao. Pese a todo, sin la denuncia de Wang, entregado discretamente por EE UU a las autoridades chinas, y del que no ha vuelto a saberse nada, la evolución del caso habría sido muy diferente y puede que ni siquiera hubiese salido a la luz.

La suerte del matrimonio quedó sellada una vez que estalló el escándalo y fue imposible silenciarlo. Estas cosas no se permiten en China, y menos en vísperas de una nueva transición ordenada en la cúpula del poder, preparada al detalle durante años y que permitirá renovar el próximo otoño, en el XVIII Congreso del PCCh, los máximos órganos del partido. La transferencia concluirá, ya en 2013, con la jubilación de los actuales presidentes y primer ministro, Hu Jintao y Wen Jiabao, y la cesión del testigo a sus actuales delfines: Xi Jinping y Li Keqiang. Ahora, la prioridad es cerrar este embrollo lo antes posible para que se llegue más o menos en calma a esa cita clave.

La disputa entre facciones del partido a la que el caso Bo no es del todo ajena podría haberse desarrollado incluso con encarnizamiento, pero de ninguna manera ser expuesta a la curiosidad exterior. La imprudencia y el  exceso de soberbia de Bo han sido agravados al máximo por la difusión de los hechos. Salvando las distancias, puede hallarse alguna analogía con el gran error de oligarcas rusos como Berezovski y Jodorkovski, que se hicieron de oro sin asumir riesgos personales saqueando la herencia caótica de la Unión Soviética, pero que cayeron en desgracia (exilio, cárcel...) cuando utilizaron su fortuna, no ya tan solo para seguir amasando dinero e influencia, sino, cruzando también una línea roja (diferente de la china), para disputar el poder al zar Putin.

Ni siquiera Qiu Xiaolong, el más conocido autor de novela negra chino (aunque residente desde muy joven en EE UU), ideó una aventura parecida para su inspector jefe Chen Cao. En ‘Muerte de una heroína roja’, el sospechoso principal (hijo de un histórico ex ministro del PCCh), adicto al abuso de los privilegios de su casta, sólo termina ante el juez y el verdugo cuando se inclina en su contra el fiel de una balanza de intereses políticos, muy sensible en 1990, al año siguiente de la matanza de Tiananmen. Pasados 22 años, las circunstancias también juegan en contra de Bo y Gu, que purgarán sus ‘pecados’ tanto o más que sus crímenes.

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