El mundo es un volcán

Cuidado con dar lecciones de democracia a China

La coincidencia en la elección de los máximos dirigentes de China y Estados Unidos, las dos superpotencias cuya lucha por la hegemonía marca este siglo, ha traído a debate la comparación entre la legitimidad de los respectivos sistemas políticos, con el resultado que cabía esperar de la mayoría de los análisis: que Obama tiene derecho a regir los destinos de su país y a influir en los del resto del mundo porque se lo ha ganado en las urnas, de forma limpia y democrática, mientras que Xi Jinping y Li Keqiang se convierten en líderes de China por la decisión, tomada hace ya años y escenificada ahora en el congreso del PCCh, de una cúpula  del Partido Comunista que, reacia a ceder un ápice de su poder, no permite la libre expresión de la voluntad popular.

Esta visión peca de simplista. Parte de dar por buena la propaganda oficial norteamericana que considera su modelo de democracia como el mejor de los posibles. Se ignoran con ello numerosos vicios funcionales y, sobre todo, el pecado original que, en demasiadas ocasiones, permite que sea la voluntad del poder económico, y no la de los ciudadanos, la que se impone en la elección de los representantes políticos y la que manipula la acción de Gobierno. Aún así, por mediatizada que esté en la práctica la libertad de elección, resulta innegable que el sistema vigente en EE UU es más representativo que el chino.

Sin embargo, poner el foco en esta diferencia resulta absurdo y poco pragmático, olvida la historia, lleva a un callejón sin salida y no tiene en cuenta lo más relevante: que China ha construido en las últimas décadas un camino propio y exitoso de desarrollo económico y social, aunque no político. Y no sólo por sus impresionantes cifras de crecimiento, que le han permitido sobrepasar ya a Japón y que, según un informe de la OCDE, le permitirán alcanzar a Estados Unidos en 2016.

Este desarrollo acelerado, incluso frenético, ha ido acompañado de una revolución interna plasmada en el éxodo masivo del campo a la ciudad, en el aumento espectacular del nivel de vida de la mayoría de sus habitantes, en la práctica erradicación de la pobreza, y en la erección de una red de protección social que recuerda el modelo del Estado del bienestar justo cuando hace crisis en Europa. El aumento de la competitividad y la pujanza tecnológica impulsan además una influencia cada vez mayor en los asuntos mundiales, tanto por su peso comercial e inversor (China es la principal poseedora de deuda pública norteamericana) como por el fortalecimiento de su poderío militar. Un esfuerzo que inquieta a los vecinos con los que tiene disputas territoriales, empezando por Japón, y que tanto preocupa a Estados Unidos, que considera la región Asia-Pacífico de capital interés geoestratégico y que está poniendo la venda antes de la herida.

Pese al cáncer de la corrupción, el desmesurado aumento de las desigualdades y el evidente déficit democrático no es mal balance para un país de historia milenaria, pero humillado por potencias extranjeras en el siglo XIX y la primera mitad del XX, y que a comienzos de la segunda se convirtió en sinónimo de miseria y hambruna crónicas. Habrá que reconocer al menos que el PCCh, en las últimas décadas, ha devuelto el orgullo a una nación que aspira a ser grande de nuevo.

Estos resultados se deben en gran medida a la visión de largo alcance del pequeño timonel Deng Xiaoping y a la de sus sucesores, incluyendo los que ahora ceden el testigo a la quinta hornada de dirigentes, la de los príncipes, herederos de la generación de Mao, convertido hoy más un icono para uso de la facción izquierdista del partido que un referente real en la acción de Gobierno. No lo habrán hecho tan mal estos ancianos intransigentes, conservadores, anquilosados y antidemocráticos cuando han convertido a China en la gran potencia emergente que planta cara y amenaza con sobrepasar al desfalleciente imperio americano.

Sin embargo, el camino que tendrán que recorrer Xi y Li está sembrado de espinas. También de esperanza, ya que incluso podría ofrecer en la próxima década, mientras ellos estén en el poder, una oportunidad a la democracia, es decir, una renuncia escalonada y controlada al monopolio del poder por el PCCh. Sería, en todo caso, una democracia a la china, con características propias, pilotada por el propio partido pero abierta a un cierto pluralismo, condicionada por el auge de Internet y las redes sociales, por la dificultad creciente de mantener un control centralizado de la población, que responda al clamor contra la corrupción generalizada y los abusos de la élite dirigente.

Sería una democracia, aunque hay que quizás el término sea algo impropio, que en nada se parecería al modelo norteamericano, y mucho menos a la farsa en la que derivó la descomposición de la URSS, ejemplo del desastre en el otro gran país comunista del que China quiere huir a toda costa. Ese modelo, de futuro incierto, se encuentra ya en estado embrionario, con ensayos como los efectuados en las localidades pequeñas, en las que pueden presentarse candidatos a los cargos públicos que no sean miembros del partido comunistas. Un modelo difícil de homologar por Occidente, aunque ¿a quién le importará si China es ya tan grande que no se le puede faltar al respeto?

El chino es uno de los pueblos más pragmáticos que existen. Hoy, y todavía por mucho tiempo, está más interesado por el bienestar personal, el aumento de las oportunidades para prosperar y la solución de los problemas más cercanos que en un cambio radical de régimen político. Ese pragmatismo se da también en el poder, consciente de que su dominio no puede sustentarse en el aparato de represión, en la censura y en la capacidad de abortar las protestas o impedir que se conozcan más allá de donde se producen. En la época de la información instantánea, con centenares de millones de personas conectados por Internet y las redes sociales, no se pueden poner puertas al campo y, sí hay un descontento generalizado, será imposible acallarlo o hacer oídos sordos.

En los últimos 12 meses se han producido cerca de 200.000 "incidentes de masas", es decir, manifestaciones de mayor o menor entidad en las que aflora el descontento por los abusos de dirigentes locales, la deficiencia de la política de viviendas, las restricciones al asentamiento de los inmigrantes rurales en las ciudades o los efectos contaminantes de plantas químicas. Un malestar ecológico que parece más propio de sociedades desarrolladas con sus necesidades más inmediatas cubiertas y que da idea de que se abre paso la aspiración a una mayor calidad vida. Estas protestas suponen ya, en cierta medida, un ensayo de democracia real, desautorizado por el régimen, que éste no podrá ignorar por mucho tiempo y que, en la mayoría de las ocasiones, tiene su origen en la corrupción. El propio líder saliente, Hu Jintao, aseguró en su discurso inaugural del congreso comunista que esta lacra puede destruir China e incluso provocar "el derrumbamiento del partido y la caída del Estado".

Por desgracia, acabar con la corrupción fue el principal propósito de Hu cuanto alcanzó la cúpula del poder diez años antes, y es evidente que no lo ha cumplido. Es más, el cónclave del PCCh ha estado precedido de escándalos como el de Bo Xilai, expulsado del parlamento y con su esposa condenada por asesinato; o el de la familia del primer ministro saliente, Wen Jiabao, que ha acumulado durante el mandato de éste una fortuna fabulosa difícil de justificar sin el paraguas de influencia de Wen. La censura no ha podido evitar que los aspectos más relevantes de ambos casos salieran a la luz.

Eliminar o cuando menos frenar en la corrupción, sobre todo en las altas esferas, se ha convertido en el principal desafío al que tienen que hacer frente los nuevos dirigentes, el que les dará o no legitimidad para pilotar un periodo vital, en el que será forzoso aumentar los mecanismos de participación popular. Lograrlo sin la pérdida de la estabilidad que hoy encarna el PCCh, sin provocar disfunciones en el modelo económico, manteniendo un crecimiento elevado aunque no tan estratosférico como en la última década (en la que se multiplicó por cuatro) y elevar al mismo tiempo el status internacional del país, para que su vocación de superpotencia dominante se haga efectiva a nivel regional y global, son los elementos del reto descomunal que afrontan Xi Jinping y Li Keqiang, y que marcará la historia de este siglo.

Es imposible predecir el futuro, pero no sería de extrañar que, dentro de diez años, cuando Obama ya sea historia y Xi y Li deban ceder el bastón de mando a la sexta generación de líderes, o incluso antes, el viejo aparato de un partido que con sus más de 80 millones de miembros se confunde con el Estado, tal vez haya dejado o esté dejando paso a un modelo político más participativo, o sea, más democrático. A la china, por supuesto.

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