El mundo es un volcán

Europa escenifica su división y su irrelevancia exterior

La Unión Europea ha vuelto a dar, en esta ocasión ante la Asamblea General de la ONU, una muestra de la vergonzosa falta de una política exterior común y de su progresiva irrelevancia como actor influyente en los asuntos internacionales. Es difícil determinar qué simboliza más ese fracaso, si la división del voto sobre el reconocimiento de Palestina como "Estado observador no miembro" o el hecho de que los tímidos intentos de intentos de forjar una posición única se centrasen en la abstención, y no en el .

El mal sabor de boca que deja la votación de anoche se modera un tanto por el hecho de que tan solo un país de la UE, la República Checa, se inclinó por el no, mientras que fueron cinco (con Alemania en cabeza) los que, en 2012, rechazaron el ingreso de Palestina en la Unesco, con 11 optando por el (entre ellos España y Francia) y otros tantos por la abstención. En esta ocasión, la división no ha sido tan rotunda y el balance global en la Unión, con una clara mayoría de síes, refleja significativos cambios de posición de última hora, como los de Italia (de la abstención al sí) y Alemania (del no a la abstención), dos reveses para la posición israelí.

El Gobierno de Benjamín Netanyahu, aparte de su propio voto, el checo, el canadiense y el norteamericano, sólo puede presumir de los relevantes apoyos de Micronesia, Islas Marshall, Nauru, Palau y Panamá, una relación que recuerda a los escasos reconocimientos diplomáticos que compra Taiwan, excluido de la ONU tras el reconocimiento de Pekín como único representante legítimo de toda China.

Pese a este maquillaje final, la votación en la ONU ha sido la enésima prueba del fracaso exterior de la Unión. También de su irrelevancia, porque resulta difícil de entender que la UE, que aporta más del 50% de la ayuda internacional a Palestina y que, una y otra vez, tira de chequera para reparar los daños que los bombardeos sobre Gaza provocan en las infraestructuras de la franja, no capitalice esa inversión en forma de una influencia notable en la búsqueda de una solución justa y negociada  al conflicto.

Los palestinos no pueden permitirse el lujo de menospreciar un apoyo vital para su supervivencia, pero el ninguneo de Israel es humillante. Lo único que parece importarle a Netanyahu y sus aliados de Gobierno es conservar el apoyo incondicional –político, económico y militar- de su gran padrino norteamericano, y ése hace décadas que no peligra, ni siquiera cuando se permiten plantar cara a la propia Casa Blanca. Ese respaldo tampoco le ha faltado ahora, aunque no le ha servido de mucho, tal vez como reflejo de que la capacidad de presión e influencia de Estados Unidos va de capa caída.

Pero ésta era una ocasión especial. Por mucho que se descalifique la importancia real del nuevo estatuto para Palestina, y más allá de las posibles consecuencias —como las eventuales denuncias de la ocupación, los crímenes de guerra en Gaza o la denuncia por el asesinato de Arafat ante la Corte Penal Internacional— Israel no puede obviar que fue también una votación en la Asamblea General, el 29 de noviembre de 1947, la que dio paso a la fundación de su Estado. El agravio comparativo, por supuesto, es que, justo 65 años después, sigue en el limbo el Estado árabe que debía haberse creado de forma paralela, como resultado de la partición del mandato británico. Peor aún, ese objetivo es cada vez más irreal, si no utópico.

El no o cuando menos la abstención europea era en este caso de gran interés para Israel porque en la UE había muchos votos de calidad que podían contrapesar, en cierto sentido, la abrumadora mayoría a favor de la propuesta presentada por Mahmud Abbas. Y queda claro que, en este caso, la diplomacia palestina ha sido más eficaz que la israelí, a juzgar por el resultado.

Merece la pena analizar con cierto detalle las posiciones de algunos países.

En el caso de España, votar sí, además de lo más decente, era la opción más lógica, pero no del todo predecible. Por una parte, resultaba coherente con la tradicional posición española respecto al conflicto y la defensa abierta a la solución de los dos Estados, además de con el voto afirmativo en la Unesco del año pasado. También resultaba pragmática por motivos como la conveniencia de asegurarse el apoyo del bloque árabe a la candidatura a formar parte del Consejo de Seguridad como miembro no permanente. Sin embargo, en los días previos a la cita en la Asamblea General se hicieron patentes las divisiones en el Gobierno. Con un presidente que pretende hacer de la indefinición y la duda virtudes, la abstención estuvo también sobre la mesa. En cualquier caso, lo que cuenta es la decisión final que tomó Rajoy. Eso le honra. Vaya en su haber, aunque éste platillo de su balanza de Gobierno esté casi vacío.

El caso de Italia ha sido aún más claro, ya que en algún momento se especuló con la posibilidad de un no, se llegó a las vísperas de la votación con la abstención como postura más probable y, por fin, optó por el sí, un viraje desde la política proisraelí de los años de Berlusconi e incluso desde la indefinición del año pasado en la Unesco.

Algo parecido ha ocurrido con Alemania que, del bando del no pasó al de la abstención. Se trata de un país que aún no se ha absuelto a sí mismo del horror del Holocausto, que quizá no lo haga nunca, que asume una tremenda responsabilidad colectiva y al que se le hace muy cuesta arriba adoptar una posición antiisraelí. Aunque comprensibles, estas razones no habrían justificado el no, porque también existe una obligación moral con los palestinos, un pueblo que, aunque no sea objeto del exterminio sistemático al que Hitler sometió a los judíos, es oprimido ocupado y expoliado, y cuyo derecho a tener un Estado propio es violado por Israel pese a la unánime condena internacional. Francia, también con pecados de la II Guerra Mundial por purgar (aunque con más tendencia a olvidarlos), y muy sensibilizada contra todo lo que huela a antisemitismo, se inclinó en cambio, y sin complejos, por el .

En cuanto a la abstención del Reino Unido (junto a Holanda y Polonia, entre otros) deja un mal sabor de boca, casi a no. La antigua potencia administradora, cuya salida hizo nacer el Estado judío, pero no el árabe, tenía aquí una buena ocasión de ajustar cuentas con su historia respaldando la estatalidad de Palestina, aunque sea en la versión descafeinada aprobada por la Asamblea General. La coartada de Londres (que tal vez habría sido válida igualmente para Berlín) es que habría votado si en el caso de que Abbas hubiese garantizado que no recurriría a la Corte Penal Internacional para denunciar a Israel, es decir, si hubiera renunciado a una de las escasas posibles consecuencias no simbólicas de la votación. También exigía el compromiso de retorno inmediato a la mesa negociadora, aunque no se congelase el programa de asentamientos judíos en Cisjordania que ha convertido el territorio ocupado en un queso lleno de agujeros que recuerda a los bantustanes de la Suráfrica del apartheid.

La esperada declaración de la Unión, posterior a la votación, llena de buenas intenciones, tan genérica como para que pueda ser suscrita por los 27 socios, quedará como huella del fracaso de la política exterior común escenificado en la ONU. A la vista de lo ocurrido en este capítulo concreto, del escaso peso de la UE para buscar solución al conflicto más enconado que existe, ante la enésima muestra de irrelevancia o ineficacia, lo lógico es preguntarse una vez más para qué sirve ese mastodonte de más de 3.000 diplomáticos llamado Servicio Europeo de Acción Exterior.

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