El mundo es un volcán

‘Euroescépticos’ y 'angloescépticos'

No es una novedad que la mayoría de los británicos son euroescépticos y que, si se les preguntase de forma directa en un referéndum si desean seguir formando parte de la Unión Europea, lo más probable es que, a día de hoy, votasen que no. Lo que sí es nuevo es que ese desamor está calando también al otro lado del canal de La Mancha. En el fragor de una crisis que pone en cuestión los dogmas que un día parecieron inmutables, aumenta de manera inexorable el número de europeos que consideran que una UE sin el Reino Unido, lo que se conoce como Brexit o Brixit  (acrónimos de Salida británica),  no sería una catástrofe; incluso que tal vez, solo tal vez, sería deseable. En resumidas cuentas: al euroescepticismo británico se empieza a responder, con la amargura de las pasiones desairadas, con algo que, mientras a alguien se le ocurra algo mejor, cabría llamar angloescepticismo, porque britoescepticismo, aunque más correcto, suena peor.

El conservador David Cameron, no quiere pasar a la historia como el primer ministro que sacó a su país de la UE. Por eso, lo más probable es que la pregunta que se haga en un futuro referéndum –a celebrar quizás entre 2015 y 2020- vaya orientada, no a que se produzca la separación total, sino a que se consagre una relación mejorada, es decir, más distanciada y autónoma, menos estrecha y comprometida, con más atribuciones recuperadas por Londres. Y eso que los lazos están ya tan relajados que, por ejemplo, suponen la exclusión de la moneda única y del espacio Schengen.

La salida de la Unión, por supuesto, sería el fin de Europa tal y como se ha ido construyendo desde hace más de medio siglo porque, si algo ha caracterizado a ese proceso, ha sido la fuerza centrífuga, un impulso hacia el exterior cristalizado en las sucesivas ampliaciones, en sumar y nunca restar. Nacida como un proyecto de integración económica, pero que pretendía alejar de una vez y por todas los fantasmas de la guerra en el Viejo Continente, los seis socios fundadores (entre los que no estaba el Reino Unido, que se integró en 1973) se han convertido en 27. Para ello se han asumido riesgos, como la aceptación en el club de países no lo suficientemente maduros para el ingreso, como Rumanía y Bulgaria, y se han diseñado políticas basadas en teoría en la solidaridad, en que los más ricos debían potenciar la homogeneidad y la convergencia ayudando a los más pobres.

España, recién entrada ahora en el grupo de los contribuyentes netos, se benefició en su día, de forma espectacular, de este respaldo europeo, que consagró la entrada del país en la normalidad democrática y le puso en la senda del progreso económico. Eso caló muy hondo en la población, que pudo palpar los efectos de ese impulso exterior, y que explica que los españoles se encuentren entre los más entusiastas con el proyecto europeo.

Ese apego a la UE se desmorona en parte con esta crisis, que tantas ideas preconcebidas echa por tierra. Porque la clave del éxito de la Unión es que se concibió como una empresa dedicada a repartir beneficios, una misión a la que ajustaban sus instituciones, pero no a sufragar pérdidas, una situación ante la que se responde hoy entre la desesperación y el desconcierto.

La solidaridad crece con fuerza en las etapas de abundancia, pero se esfuma en las de escasez. Antes de 2008, ya era evidente para quien quería verlo que la prosperidad irlandesa, española, griega o portuguesa tenía los pies de barro, se basaba en modelos económicos condenados al colapso, en una praxis tan criminal como negligente. Pero ni siquiera los países como Alemania que ahora sacan el látigo para imponer su concepto de disciplina hicieron algo entonces para evitar la futura caída en el abismo. Antes al contrario, se sumaron a la fiesta, de la que extrajeron pingües beneficios.

Con la crisis, el entusiasmo se esfuma y los dogmas se derrumban. Croacia está a punto de entrar en el club, porque su integración estaba ya en fase muy avanzada cuando llegó este temporal. Pero, de repente, los turcos, que están capeando bien el temporal, ya no presionan tanto para entrar en el club, después de medio siglo de convertir ese propósito en prioritaria política de Estado. Lo mismo ocurre con Islandia, que antes del hundimiento de su banca era el principal candidato a la adhesión, pero que ahora prefiere esperar y ver. Y hasta la posibilidad de que Grecia o algún otro país salga del euro, para lo que ni siquiera existe en los tratados europeos un mecanismo concreto, ya no se ve como un cataclismo.

Es en este ambiente en el que florece y cobra nuevos bríos el tradicional euroescepticismo en el Reino Unido, el menos europeo de los países europeos, el que, pese al túnel, siempre ha considerado el Canal como una protección, no como una barrera, el que con frecuencia ha dado la impresión de que la relación que más le interesa es la que mantiene con Estados Unidos, el que nunca estuvo dispuesto a considerar la renuncia a su sacrosanta libra esterlina, el que se ufana de conducir por la izquierda, el que tiene una prensa sensacionalista (y parte de la más seria) hostil sin paliativos hacia Europa.

El virus aislacionista es mayoritario en el conjunto de la población, aunque sólo es seña de identidad expresa del Partido de la Independencia del Reino Unido, pero contamina también a los tres grandes partidos: de forma clara al conservador, más larvada y minoritaria en el laborista y oculta pero no inexistente en el liberal-demócrata, cuyo líder, Nick Clegg, es un europeísta convencido y confeso.

Por todo ello, lo que el primer ministro pretende, y que se formula en un reciente libro verde, es ir desde ya mismo ganando terreno y, a medio plazo, pactar con Bruselas (y con Berlín y París) una renacionalización o repatriación total o parcial de políticas comunitarias en áreas clave como inmigración, defensa, interior, justicia o comercio. Para ello habría que desarrollar una negociación de largo aliento con la Unión cuyas conclusiones se plasmarían en una propuesta que se sometería a referéndum. La victoria del no supondría la salida británica de la Unión, pero ese riesgo se vería muy limitado si la pregunta fuera el resultado de un consenso previo de los tres grandes partidos sobre el modelo de relación con Europa. Las cosas puedes comenzar a aclararse cuando Major pronuncie su tan esperado discurso sobre Europa, varias veces aplazado y que ahora se espera para mediados de enero.

La situación aún no está madura para un referéndum. Hay demasiadas incertidumbres y cuestiones abiertas. Antes de votar hay que saber bien sobre qué se va a votar, cual es el punto de referencia, qué Europa está en juego. La imprescindible discusión y la compleja negociación estarán ligadas a la evolución de la crisis del euro y al coste de su solución, al modelo de Unión que surja de la crisis, al balance de ingresos y gastos, a la distribución de las cuotas de poder, a cómo cuadrar el círculo de hacer más Europa al tiempo que se potencia la capacidad de decisión británica.

El riesgo es que este agrio debate envenene las relaciones y acentúe el rechazo mutuo, es decir, que haga más euroescépticos a los británicos y más angloescépticos al resto de los europeos. Y que, aunque esa posibilidad aún parezca remota, unos y otros caigan en la cuenta de que un buen divorcio puede ser menos traumático que un mal matrimonio.

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