El mundo es un volcán

¡Pobre Italia, Viva Italia!

Dos meses después de otras elecciones históricas, en las que el sistema político se jugaba supuestamente el ser o no ser, Italia sigue sin Gobierno, aunque parece a punto de formarlo tras una de esas maniobras en el alambre que no dejan contento a nadie pero que constituyen la marca de la casa. En el camino, han caído fulminados, víctimas de sus propios errores, Mario Monti, cabeza del Gobierno técnico tan querido en Berlín y Bruselas, y Pier Luigi Bersani, frustrado refundador del centroizquierda y ganador y perdedor al mismo tiempo en las urnas; ha entrado en crisis el centroizquierda; ha resurgido de sus cenizas Silvio Berlusconi, cuyo hábitat natural debería ser el del banquillo de los acusados y no el de las poltronas del poder; se ha asistido a la emergencia espectacular del Movimiento 5 Estrellas de Beppe Grillo, la única esperanza de regeneración para muchos y la arena que atasca el mecanismo de la gobernabilidad para otros; ha sido humillado por la traición de algunos de sus correligionarios un santón de la vieja política como Romano Prodi; se ha recurrido a última hora a un anciano de casi 88 años, Giorgio Napolítano, como árbitro supremo de la crisis, para salvar los trastos en una insólita muestra de incapacidad y de gerontocracia sin precedentes en Europa desde los tiempos de Konrad Adenauer;  se ha descartado a los sospechosos habituales a la hora de que el reelegido presidente encargase la formación de Gobierno a Enrico Letta, 41 años más joven que él pero no por ello una esperanza de cambio; y se han frustrado las expectativas de quienes pensaban que –esta vez sí- había llegado el momento de que Italia dejase de ser una anomalía que pasma en todo el mundo.

Y todo eso en medio de una crisis económica que, si no llega a las profundidades abisales de la española –eso roza lo imposible-, sí que castiga sus grandes cifras (déficit, deuda, desempleo, crecimiento, competitividad...) y amenaza con dejar sin futuro a toda una generación.

¡Pobre Italia!, por tanto. Pero también ¡Viva Italia!, porque se trata de un país que, a lo largo de su accidentada historia posterior a la II Guerra Mundial, ha sido capaz de sobrevivir, sin perder su positiva imagen de marca internacional, a terribles terremotos políticos y a una nefasta casta de dirigentes partidarios, gracias a un extraordinario espíritu creativo y emprendedor que ha convertido a muchas de sus grandes empresas industriales, comerciales incluso alimentarias en sinónimo de modernidad e innovación.

Esa capacidad casi mágica no fue ajena, en el terreno político, a experimentos del calado del eurocomunismo que tuvo en Enrico Berlinguer su gran maestro de ceremonias, o del compromiso histórico, el invento roto por el asesinato de Aldo Moro con el que buscaron la estabilidad (y la consiguieron durante algo tiempo) el PCI y la Democracia Cristiana del florentino manipulador Giulio Andreotti, catalizador de tantas y tantas conspiraciones que no se detenía ni a la hora de hacer negocios con la Mafia. Un antecedente de Berlusconi que también tuvo innumerables problemas con la ley pero, al contrario que Il Cavaliere, tenía hechuras auténticas de hombre de Estado. Italia sobrevivió a Andreotti, como al escándalo de la logia masónica P2 y la corrupción de Tangentopoli que llevó al colapso a la Democracia Cristiana, al desmoronamiento del partido socialista (PSI) y la caída en el abismo de su líder Bettino Craxi, a la guerra entre el Estado y la Mafia que mató a los jueces Giovanni Falcone y Paolo Borsellino, y sin duda, Italia sobrevivirá a la vergüenza de Berlusconi, a una absurda ley electoral, y al anquilosamiento y desprestigio de la clase política actual.

El desarrollo de la crisis actual no deja mucho espacio para el optimismo. Todo apunta a que el próximo Gobierno será fruto de una alianza entre el centroizquierda del dimitido Bersani y la derecha del incombustible Berlusconi. Con Grillo al margen, sin mancharse las manos, insistiendo en que son los mismos perros con distinto collar, pero sin aportar ninguna solución para salir del embrollo, más allá de remitirse a la valoración de cada propuesta concreta (cambio de la ley electoral, disminución del número de parlamentarios, cambios en la financiación de los partidos...) y de la inaplicable exigencia de desmantelar la actual organización del poder.

Parece claro que, terminologías aparte, la II República no está muerta y enterrada. Napolitano es un dirigente ampliamente respetado, y ha prometido que forzará a los partidos a cambiar las cosas o morirá en el empeño, pero es un político a la vieja usanza, no un dinamitero del sistema. Y, lo peor de todo, un cambio real, incluso sin cambio del sistema, solo sería posible si Berlusconi saliese de escena, bien porque los votantes le obligasen a jubilarse, bien porque diese con sus huesos en la cárcel. Ambas posibilidades parecen hoy remotas. Sin Il Cavaliere, el entramado actual aún persistiría, pero habría una posibilidad real  de que fuese más operativo. El propio Grillo vería como perdía brillo su discurso catastrofista y podría verse tentado a entrar en el juego, aunque eso afectase a la seña de identidad de la más esperanzadora anomalía política italiana, la única que da voz a los millones y millones de víctimas de la crisis.

Con todo, ¡Viva Italia! Porque uno se harta de ser pesimista y porque los italianos son muy capaces de salir de esta, ya sea con cambios solo cosméticos del sistema político o con éste radicalmente alterado. Porque, aunque voten en gran número a un individuo y presunto delincuente como Berlusconi que solo piensa en su interés personal, también lo hacen a Grillo, un soplo de aire fresco, una prueba de que hay alternativa. Y porque la vía de escape de tanta frustración y empobrecimiento sea el Movimiento 5 Estrellas, y no xenófobos y ultraderechistas como los de Amanecer Dorado griego o el Frente Nacional francés.

No. Un gran país como Italia no se hunde así como así.

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