El mundo es un volcán

Siria: Netanyahu ataca, Obama se lo piensa

Que Israel ataque Siria, como lo ha hecho por dos veces en los últimos días, constituye una pésima noticia. Es lo que le faltaba a la sangrienta guerra civil -70.000 muertos ya, cerca de las cifras del conflicto de los noventa en la antigua Yugoslavia- para disparar el riesgo de una internacionalización que desestabilizaría toda la región. El Gobierno de Benjamín Netanyahu, como la práctica totalidad de cuantos le precedieron, actúa convencido de que la seguridad de su país solo se garantiza si se humilla una y otra vez al enemigo, real o potencial. Sin embargo, con esta agresiva política preventiva, a la que solo falta la guinda de bombardear Irán, lo único que consigue es ampliar la nómina de adversarios, incrementar el odio y el resentimiento entre sus vecinos árabes y musulmanes –no siempre de sus dirigentes, pero siempre de sus pueblos- y potenciar la claustrofóbica sensación de sus ciudadanos de que viven en una isla rodeada de aguas turbulentas y llenas de tiburones, aunque tengan los dientes rotos.

De no ser por tanta exhibición de prepotencia y matonismo, y sobre todo por el trato injusto y degradante al que se somete al pueblo palestino y sus aspiraciones nacionales, incluso tendría cierto sentido reflexionar sobre el hecho incontestable de que ser judío israelí, y sentirse destinatario de tanto odio, no es precisamente una bicoca. Pero, ¿a quién culpar sino a ellos mismos por viciar su en algunos aspectos irreprochable sistema democrático para elegir una y otra vez a gobernantes que huyen hacia delante y se dejan arrastrar por la espiral de violencia y odio?

Ahora que tanto se usa y abusa de la referencia a ese ectoplasma llamado "legalidad internacional", son escasas las voces (y apenas ninguna en Occidente) que denuncian que bombardear un país, sin cumplir un mandato expreso de la ONU, y con el vergonzoso subproducto de daños colaterales, es un acto condenable que debería sumarse al largo catálogo de abusos y atrocidades que convierten a los dirigentes israelíes acreedores a sentarse en el banquillo del Tribunal Penal Internacional.

No hay coartadas válidas para justificar estos ataques y los que con gran probabilidad están por llegar, ni siquiera las falsas razones que, en época de George Bush, condujeron a los disparates de Irak y Afganistán. Ni "intervención humanitaria", ni "defensa de la democracia" ni amenaza de las "armas de destrucción masiva", sino una agresión pura y dura para defender los particulares intereses reales o supuestos de Israel, que no coinciden ni con los del pueblo sirio ni con los de una comunidad internacional que ve con honda preocupación el riesgo de que un conflicto local incendie todo Oriente Próximo.

El Estado judío ha propinado un golpe triple: a su enemigo tradicional sirio, a la milicia libanesa de Hezbolá –a la que supuestamente estaban destinados los cohetes del convoy bombardeado- y a su gran bestia negra, Irán, cuyas instalaciones nucleares amenaza con destruir desde hace años. La gran pregunta es si estas acciones responden a una decisión unilateral del Gobierno judío, no consensuada con el gran padrino norteamericano, o si, por el contrario, desde la Administración de Barack Obama, se le ha otorgado el plácet, cuando menos indirecto, para comprobar sobre el terreno, a modo de ensayo, si es posible emprender sin graves riesgos una intervención militar limpia y quirúrgica.

El ejemplo a seguir para dar la puntilla al régimen de Damasco sería el de Libia, mediante bombardeos selectivos contra el potencial militar y los centros neurálgicos del régimen, pero sin presencia sobre el terreno de tropas extranjeras. Esa es probablemente la línea roja que se ha trazado ese exótico Premio Nobel de la Paz que habita en la Casa Blanca, y no, como se está diciendo, la de impedir o castigar el eventual uso de armas químicas por parte de El Asad, tan poco acreditado hasta ahora como la misma acusación lanzada contra la oposición armada.

El Asad no se lo pondrá fácil: excepto en una situación desesperada, no dará argumentos a EE UU para que le machaque con una lluvia de fuego como la que laminó Bagdad. Lo que preocupa a Obama, aparte la defensa de sus intereses geoestratégicos, no es tanto que Asad utilice armas químicas –lo que no tendría un efecto decisivo en la marcha de la guerra- sino que pierda el control de estos arsenales y caigan en manos indeseadas, las de grupos yihadistas afines a Al Qaeda que pululan en una oposición sin cohesión interna ni unidad de acción. Es el gas sarín en Nueva York el que le inquieta, no en Alepo o Damasco.

La intervención militar sería un fracaso histórico que arruinaría aún más el ambiguo y discutible legado de Obama y que recordaría el error cometido en Afganistán en los años ochenta del pasado siglo. En aquella ocasión, por combatir al gran rival por la hegemonía mundial del momento, la Unión Soviética, Estados Unidos amamantó a las guerrillas islamistas germen del régimen de los talibanes y del magma inquietante al que hoy combate el imperio en la difusa y sin reglas "guerra contra el terror".

Por el momento, Obama resiste las presiones que le llegan desde la oposición republicana e incluso de algunos demócratas, y sostiene que no dará el paso adelante si existe el riesgo de extender el caos por Oriente Próximo, aunque considera que existe un motivo "moral y de seguridad nacional" (¡). Pero esa contención podría evaporarse si, por ejemplo, Asad decidiese responder a la agresión de Israel, incluso con bombardeos en su territorio. No es probable, excepto que el dictador sirio llegue a verse tan contra las cuerdas que considere que no tiene ya nada que perder, pero tampoco es imposible.

En ese caso, no hay duda de que EE UU no dejaría solo a su gran aliado estratégico en Oriente Próximo, y Siria se convertiría en el laboratorio para experimentar el nuevo modelo de guerra del siglo XXI, en la que sería más que probable que los drones (aviones sin piloto) jugasen un papel fundamental. Esa seguridad en el apoyo del amigo americano es la que alimenta la prepotencia de Netanyahu y de su banda de halcones, y les hace sentirse invulnerables.

Por supuesto, antes de lanzarse a la acción, Obama buscaría ganar legitimidad y obtener el apoyo de sus aliados y de la ONU. No le costaría demasiado esfuerzo conseguir el de los primeros, incluso que como en el caso de Libia se sumasen al esfuerzo bélico y camuflasen un tanto su contribución decisiva, pero que se olvide del segundo. Ni China, ni sobre todo Rusia, que tiene en Siria una base vital para sus intereses estratégicos, permitirían que el Consejo de Seguridad aprobase una resolución que supusiera el acta de defunción del régimen de Damasco. En cualquier caso, tener como socio en este empeño militar a Israel crearía un cierto malestar incluso en los países de la OTAN, además de suscitar la repulsa casi unánime de los árabes.

Entre tanto, el cerco se estrecha sobre Asad, sin que casi nadie (apenas Rusia e Irán) muevan un dedo para impedir el inevitable aunque no inminente desenlace: la derrota total y sin paliativos. Lo peor es que la caída del régimen no tiene por qué ser limpia, ya que existe un alto riesgo de que, cuando callen las armas, no emerja precisamente una Siria estable y unida, con su entramado étnico y confesional reconciliado y en armonía. Si esa utopía no se ha cumplido en Irak o Afganistán, después de tanta y tanta muerte y destrucción, ¿por qué habría de ocurrir en Siria?

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