El mundo es un volcán

La tragedia de la inmigración y la 'fortaleza Europa'

La reacción en Europa a sucesos como los que en las últimas semanas han sembrado el Mediterráneo de cadáveres de inmigrantes ilegales se parece a la que se produce en Estados Unidos cuando un descerebrado con una bolsa repleta de armas que ha cogido del sótano de su casa o ha comprado por correo perpetra una matanza en un colegio: el espanto inicial suscita indignados llamamientos a tomar medidas urgentes para prevenir tragedias similares. Luego el impacto mediático se mitiga y los políticos lo dejan correr... hasta el siguiente naufragio con centenares de víctimas o hasta que otro desequilibrado convierta su mochila en un arsenal y decida vengarse de una sociedad que no le hace justicia. Etcétera, etcétera, etcétera.

Ni en Estados Unidos –donde la Segunda Enmienda es artículo de fe para la mayoría de la población- se concreta jamás una legislación efectiva para el control de armas, ni en la UE se hace algo más que rasgarse las vestiduras a la hora de enfrentar el drama de la inmigración o ampliar el dispositivo de seguridad para blindar la fortaleza Europa. Sin embargo, no se produce ningún intento serio de llegar a la raíz del problema, es decir, de desalentar la emigración, no por la vía de aumentar la vigilancia y los controles, sino de contribuir al desarrollo económico en los países emisores, de establecer unas relaciones Norte-Sur más justas y solidarias. Por lo que se ve, una utopía, tal y como funciona hoy el mundo.

En estos días, el club de los 28 da una vez más pruebas fehacientes de su inoperancia y de su falta de voluntad para arbitrar una solución con vocación de perdurar. Los llamamientos desesperados de Italia, como antes los de España, se estrellan ante la falta de voluntad de los países menos afectados por el problema.

No es de extrañar que el presidente de la Comisión Europea, José Manuel Durao Barroso, fuese abucheado en su reciente viaje a Lampedusa, acompañado del primer ministro Enrico Letta: los habitantes de la pequeña isla mediterránea, primer punto de arribada desde África a la UE, temen o saben que, apenas pase la hora de los discursos y los telediarios, la situación volverá más o menos al punto de partida.

Italia tendrá que arbitrar sus propias medidas, concretadas de momento en triplicar los efectivos de vigilancia y rescate de las embarcaciones procedentes del norte de África. Un parche temporal que, más que a impedir las catástrofes humanitarias, se diría que se orienta a blindar aún más la fortaleza Europa. Está por ver si, cuando menos, se abroga la vergonzosa ley que castiga a quien preste ayuda a los inmigrantes ilegales. Ese fue el motivo de que las tripulaciones de varios pesqueros mirasen hacia otro lado cuando naufragó el cascarón en que viajaban unos 500 desesperados, de los que casi 400 murieron ahogados. Se trata de una legislación similar a la que, en 15 países de la UE, penaliza a quien asista a los sin papeles, aun cuando se trate tan solo de alquilarles una vivienda.

Solo parece que existe una forma de adquirir con facilidad la tan anhelada nacionalidad, al menos en Italia: basta con morir ahogado ante sus costas. Eso puede garantizar, si las víctimas son centenares, golpes de pecho de un primer ministro o un dirigente comunitario, hasta un funeral de Estado. Pero si se tiene la mala suerte de sobrevivir, se pierde todo derecho, excepto el de ser considerado un delincuente, multado, internado en un barracón abarrotado y, en ocasiones, devuelto al punto de origen.

Los inmigrantes que en los tiempos del boom eran bienvenidos para inflar burbujas inmobiliarias y consolidar riquezas con pies de barro están ahora en el punto de mira, y la antaño tierra de asilo de europea levanta ante ellos murallas cada vez más infranqueables. Al llegar las vacas flacas, son señalados como culpables de que se retrase la tan anhelada recuperación y de robar ese bien tan escaso que es el empleo. Según como le va a cada país en concreto, en función de la visibilidad y la proporción de extranjeros, el rechazo a la inmigración y las medidas de autodefensa son más o menos intensos. La respuesta de la UE refleja ese consenso de base.

Si algo sorprende para bien del caso español es que, pese a la insostenible tasa de desempleo y otros alarmantes datos macroeconómicos, no haya surgido todavía, como en Grecia, un partido confesionalmente xenófobo cuya retórica facilita el creciente recurso a la violencia. La sorpresa no es menor que la que produce que la existencia de seis millones de parados haya producido aún una explosión social. Algo positivo debía de tener que el PP cobijase a todo el espectro ideológico de la derecha, sin excluir a la extrema.

Sin embargo, da a veces la impresión de que, más que no existir, el problema se encuentra en España semioculto, casi en estado de letargo, pero que el odio al extranjero está latente, con el fermento del 27% de parados, asomando por el momento solo de forma esporádica. Este año, por fortuna, la afluencia de pateras, aunque persiste por una pura cuestión de geografía, ha perdido intensidad, desplazada en su mayor virulencia hacia las costas italianas, debido en parte a los acuerdos con Marruecos que dificultan los intentos de acceder a Europa a través de España.

Que Europa no sea capaz de dar una respuesta global al problema de la inmigración ilegal no es fruto de la ineptitud, sino de un cálculo culpable. Hay formas de encauzar esta crisis, pero eso exigiría una voluntad política, una asignación de medios y la adopción de medidas de largo alcance (como intentar curar la enfermedad en origen en lugar de paliarla en destino) que ningún dirigente europeo se atreve a promover, temeroso de que eso pueda costarle el cargo.

El caso más vergonzoso es el de Francia, tal vez el más tradicional país de acogida de toda la UE, guardián teórico de los grandes y solemnes valores republicanos, de la solidaridad, la libertad, la igualdad y la fraternidad. Que un ministro del Interior como Manuel Valls -que expulsa a los gitanos del Este, incluso comunitarios- sea el miembro más popular del Gobierno refleja hasta qué punto la crisis socava las raíces morales del proyecto europeo. Y que le respalde un teórico socialista como François Hollande añade oprobio a la vergüenza. Casos como el de Leonarda Dibrani, la estudiante de 15 años devuelta a Kosovo junto su madre y sus cinco hermanos, han puesto nombre y apellidos a esta vergüenza.

Pero, claro, se trata de no dejarse comer terreno, y no ya desde la derecha clásica, sino sobre desde los ultras del Frente Nacional que, con Marine Le Pen son incluso más fuertes que con su padre, y menos marginales. ¿Y todo eso para qué? Para que, a fin de cuentas, varias elecciones parciales y las últimas encuestas consagren al FN como la formación que disfruta de mayor apoyo popular, y para que el PS quede relegado a un humillante tercer lugar, lo que anuncia un resultado desolador en los comicios al Parlamento Europeo que se celebrarán el próximo año.

En esencia, lo que es válido para Francia, lo es también para Grecia, Reino Unido, Holanda, los países escandinavos y, con matices, para España e Italia. Con mayor o menor intensidad, la xenofobia prende en todo el continente, contamina un proyecto europeo en descomposición, condiciona las políticas de los gobiernos y, por encima del horror inmediato por tragedias como la de Lampedusa, lastran la solidaridad hacia las víctimas. Mientras tanto, aprovechando los últimos días de buen tiempo, prosigue un éxodo que refleja las turbulencias de la primavera árabe (muchos de los inmigrantes huyen de la guerra en Siria) y las diferencias abismales entre un Sur incapaz de superar una miseria fruto de la explotación exterior y el injusto orden internacional, y un Norte que, con crisis y todo, parece aún el paraíso a quienes huyen del infierno.

Más Noticias