El mundo es un volcán

Rezos por la paz en Roma, hechos por la guerra en Jerusalén

Si la paz en Palestina se construyese con buenas intenciones, es posible que hoy estuviese más cerca que nunca. El saliente jefe de Estado israelí, Simón Peres, y el incombustible presidente de la Autoridad Nacional Palestina, Mahmud Abbas, han solemnizado en Roma, bajo el patrocinio del papa Francisco, el anhelo de una solución justa al conflicto, con hermosas palabras y el aderezo de las oraciones conjuntas de un cura, un imán y un rabino.

Sin embargo, en Jerusalén, Benjamín Netanyahu, ponía las cosas en su sitio y marcaba la distancia entre la retórica y la realidad al elevar la indiferencia a categoría política. Su manera de ignorar la iniciativa del Papa y de reducirla a la irrelevancia resulta frustrante, pero es coherente con la cruda realidad, que durante décadas muestra que los hechos consumados y la dinámica de guerra prevalecen sobre el diálogo.

La actitud del Ejecutivo israelí estaba predeterminada ya días antes del encuentro de Roma, cuando se anunció el impulso de miles de nuevas viviendas en la Cisjordania y el Jerusalén Este ocupados desde la Guerra de los Seis Días de 1967. Cuando se complete su construcción, se acercará a 600.000 el número de judíos residentes en territorios que según la legalidad internacional no pertenecen a Israel.

El Gobierno sostiene que estas y anteriores colonias se asientan en zonas que un eventual acuerdo de paz debería dejar dentro del Estado hebreo, en algunos casos como objeto de un intercambio territorial. Una insólita pero efectiva forma de acotar los límites ya de por sí estrechos a los que debería ajustarse un eventual y cada vez más improbable acuerdo.

Netanyahu, como de costumbre, explica su intransigencia y agresividad acusando de provocación a los palestinos, en este caso al propio Abbas, que ha pactado con los terroristas de Hamás un gabinete de unión que no hace sino reparar la clamorosa anomalía de que se burlase el resultado de las elecciones palestinas de 2006, ganadas rotunda y limpiamente por el grupo que Israel, Estados Unidos y la Unión Europea insisten en calificar de terrorista.

El problema es tanto de sustancia como de doble rasero. Es cierto que Hamás ha utilizado métodos condenables como los atentados suicidas que han causado decenas de víctimas inocentes y a los que cuadra el calificativo de terroristas. Pero no menos injustificable resulta la actitud israelí —el ojo por ojo del Antiguo Testamento fusionado con el ciento por uno del Nuevo— que incluye bombardeos indiscriminados y asesinatos selectivos con numerosas víctimas colaterales inocentes.

También a estas acciones, decididas desde las más altas instancias del Estado hebreo, les cuadra el calificativo de terroristas. Sin embargo, resulta inimaginable que la Casa Blanca, el Congreso de Estados Unidos, el Consejo Europeo, la Comisión o cualquier gobierno de la UE llegue a calificar de terrorista a Israel. Si eso no es doble rasero, que vengan Dios, Yahvé o Alá y lo vean.

El argumentario de Netanyahu para demonizar al nuevo Ejecutivo palestino pasa también por el rechazo a tratar –ni siquiera por vía indirecta- con una fuerza que, como Hamás, se niega a reconocer el derecho de Israel a existir. Es cierto que la actitud del movimiento que controla la franja de Gaza no contribuye a crear un clima propicio a la negociación, aunque todo sería posible si hubiese voluntad real de acuerdo. La historia demuestra que enemigos irreconciliables es una expresión con frecuencia carente de sentido.

Sin embargo, esa conciliación resulta cada vez más difícil, y no sólo por la intransigencia de Hamás sino porque los sucesivos gobiernos israelíes han hecho y siguen haciendo todo lo posible para que el Estado palestino no pase de del estrato de la utopía: con hechos consumados como el muro de la vergüenza, el abuso de una fuerza militar desproporcionada, la proliferación de los asentamientos, la limitación de movimiento a los palestinos y el estrangulamiento económico, con el trasfondo de la ilegal ocupación de Cisjordania y el cerco a Gaza. El Estado palestino que, incluso en la hipótesis más optimista, pudiese surgir de este panorama sería inviable en la práctica, casi una caricatura sin autonomía para sobrevivir, dependiente ad infinitum de la ayuda internacional, desmilitarizado y controlado por Israel.

Estancado el proceso negociador, frustrados Obama y su lugarteniente Kerry —incapaces de desprender a EE UU de la etiqueta de aliado de Israel—, impotente una Unión Europea que no saca partido a su papel de generoso donante, atado de pies y manos el Ejecutivo palestino, con el Gobierno de Netanyahu aprovechando cada incidente en el camino para continuar el expolio territorial, los rezos y abrazos del encuentro de Roma quedan como detalles irrelevantes, de un casi insignificante significado simbólico.

Peres se despide de la presidencia queriendo hacer honor a su premio Nobel de la Paz, y pasará el testigo a Reuven Rivlin, un derechista del partido del primer ministro opuesto de forma abierta al Estado palestino. Y aunque el nonagenario y respetado dirigente laborista no ha hecho en siete años nada efectivo para avanzar hacia la paz, y más allá de que su cargo tenga un valor ante todo representativo, el carácter del relevo puede entenderse como una metáfora de que el futuro no invita al optimismo, sino todo lo contrario.

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