El mundo es un volcán

Golpe de efecto de Obama

Barack Obama llegó a la Casa Blanca hace seis años alentando la esperanza de que la suya sería una presidencia histórica, pero ha ido dejando a su paso un rastro de desencanto. Ha defraudado las expectativas de que marcaría un antes y un después en la agenda doméstica y en las relaciones exteriores. Ni el mundo es hoy más seguro que en enero de 2009, ni ha desactivado los conflictos de Afganistán e Irak, ni ha cerrado la cárcel de la vergüenza de Guantánamo, ni ha hecho progresar el diálogo entre palestinos e israelíes (sino más bien lo contrario), ni ha llevado la democracia al mundo árabe, ni ha logrado (todavía) un acuerdo nuclear con Irán, ni ha dejado avanzar la lucha contra el cambio climático, ni ha promovido una confluencia de intereses con América Latina, ni ha forjado una relación aceptable con Rusia, ni ha frenado el desafío de China por la disputa de la hegemonía global.

Se presentó como un mesías salvador, un anti-Bush que iba a liquidar una época siniestra y ha terminado siendo otro Bush. También a nivel interno, donde sus iniciativas, incluidas la reforma sanitaria y la de la inmigración, se han quedado casi siempre a mitad de camino, ya sea por falta de carácter, habilidad y capacidad de liderazgo o por la sistemática obstrucción de los republicanos.

El ansia de Obama por pasar a la historia parecía haber recibido la puntilla con la rotunda derrota demócrata en las elecciones de mitad de mandato, que el pasado noviembre dejaron el control de las dos Cámaras del Congreso en manos de los republicanos. Antes de eso ya era un pato cojo, el mal que aqueja a la mayoría de los presidentes de dos mandatos al final del segundo. Con el último varapalo, con su popularidad en mínimos, y con sus correligionarios considerándole más una rémora que un activo, su suerte parecía echada. Y, sin embargo, ha sido justo ahora, cuando ya no tenía nada que perder, cuando ha dado un puñetazo sobre la mesa con una iniciativa espectacular, un golpe de efecto que, de salirle bien, haría que su presidencia pasara con toda justicia a la historia.

La importancia del anuncio de la próxima normalización de relaciones con Cuba es difícil de calibrar en toda su trascendencia por quien no tenga el recuerdo de algunos hechos que marcaron el siglo XX, como la triunfante revolución castrista (1959), la frustrada invasión de Bahía de Cochinos (1961), la crisis de los misiles (1962), que hizo temer el estallido de una guerra nuclear, y el establecimiento de un embargo que casi ha ahogado al régimen de la isla caribeña y a sus habitantes, pero que no ha podido doblegarlos. El embargo, testimonio vivo de aquellos sucesos, es una trágica anomalía que no ha conseguido su objetivo (derribar al castrismo), pero que ha envenenado en buena medida las relaciones de Estados Unidos con América Latina.

A lo largo de más de 50 años, las tímidas iniciativas para sentar las bases de unas relaciones de buena vecindad basadas en la coexistencia pacífica se han estrellado contra la resistencia numantina del régimen castrista y la intransigencia de la parte norteamericana. Tanto demócratas como republicanos (más los segundos que los primeros) han dado a la minoría de exiliados anticastristas (muy fuertes en el Estado clave de Florida) una desproporcionada capacidad de presión, hasta el extremo de que absurdas razones de Estado han impedido desbloquear un diferendo cuyas bases reales no eran tan graves como para no poderse resolver con un poco de diálogo y buena voluntad. Lo anunciado este miércoles es la mejor prueba.

Por supuesto, estos acuerdos no son fruto de una decisión momentánea, sino de una negociación secreta y muy delicada, desarrollada a lo largo de más de un año, en Canadá y en El Vaticano, con numerosos contactos directos entre representantes de ambos países, y con un mediador de lujo: el papa Francisco. Si se confirma su papel clave para alcanzar el compromiso, se habrá ganado con todo merecimiento el Premio Nobel de la Paz que se regaló a Obama sin merecerlo.

La primera reacción a la vista de los anuncios efectuados por Barack Obama y Raúl Castro es preguntarse: Si era tan sencillo, ¿por qué ha habido que esperar más de medio siglo? ¿Qué ha cambiado para justificar este giro trascendental? Y la respuesta es: nada sustancial, sólo la voluntad de las dos partes. De repente, el intercambio del contratista norteamericano encarcelado en Cuba, Alan Gross, por los tres agentes cubanos del grupo de los cinco que cumplían condena por espionaje en Estados Unidos (los otros dos ya habían salido de prisión), se ha acordado con toda facilidad, lo que, en última instancia, es un punto para Cuba, que aspiraba a ser tratada con dignidad, a recibir un trato de igual a igual.

La reanudación de relaciones diplomáticas plenas (rotas en 1961), la eliminación de Cuba de la lista de regímenes terroristas y el levantamiento de las restricciones comerciales y de viajes se puede dar ya por hecho. A la vista de la facilidad con la que se ha conseguido, se puede ya soñar con el pronto levantamiento total del embargo (más exacto sería decir bloqueo), que ha ahogado a los cubanos durante decenios, incrementado sus penalidades y restringido sus posibilidades de mejorar su nivel de vida.

Es un balón de oxígeno para el régimen castrista y una oportunidad para que se aceleren los avances hacia una economía de mercado que coexista con la socialista. Cuba no es Corea del Norte, más bien le gustaría ser China, y el pragmatismo no es moneda que escasee en la isla, sobre todo entre la nueva generación que, incluso por imperativo biológico (Raúl tiene 83 años, y Fidel 88), ha de tomar pronto el relevo. El régimen, que tanto debió a la URSS y ahora a Venezuela, no le haría ascos a una normalización que le hiciese más asimilable en Europa y Estados Unidos, sobre todo si lo consigue evitando su autodestrucción.

Sin embargo, el camino hacia la plena normalización de relaciones no estará exento de obstáculos. No hay constancia de que Obama haya consensuado su iniciativa con los republicanos, que dominan tanto el Senado como la Cámara de Representantes y que tienen en su mano muchos mecanismos para hacerla descarrilar. Es muy probable que el presidente tenga que utilizar a tope sus privilegios ejecutivos, un mecanismo para decidir sin recurrir al Congreso que enfurece a los republicanos, aunque también se haya utilizado con profusión durante administraciones de este signo.

La noticia tendrá también una notable influencia en la batalla, ya abierta, por la sucesión de Obama. Dos de los probables candidatos republicanos se han manifestado repetidamente en contra del relajamiento del embargo a Cuba, por no hablar del embargo mismo. Los dos han tenido relación estrecha con Florida, el Estado más cubano de EEUU, guarida de los principales movimientos anticastristas, con cada vez más influencia en Washington. Jeff Bush fue gobernador, y bien que sacó partido a esa condición el año 2000, cuando su participación fue vital para arrebatarle la presidencia a Al Gore y entregársela en bandeja a su hermano George. Y Marco Rubio, senador por Florida, también furibundo defensor del embargo, ya ha declarado que América "será menos libre" si cristaliza el deshielo entre Estados Unidos y Cuba. Su postura es compartida, en términos generales, por el partido republicano e incluso por algunos sectores demócratas, lo que anticipa que a Obama no le espera un camino de rosas.

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