El mundo es un volcán

Los amigos de Putin y las razones de Rusia

La guerra de Ucrania ha causado ya cerca de 6.000 muertos sin que la paz se adivine cercana pese al reciente acuerdo de alto el fuego alcanzado en Minsk. Y cualquiera que se atreva a intentar comprender las razones de Rusia es automáticamente calificado de "amigo de Putin", con la misma lógica perversa que, desde Israel, se utiliza para tachar de antisemita a quien, por ejemplo, opine que Israel cometió crímenes de guerra en la ofensiva del pasado verano contra Gaza.

Para el discurso oficial, Putin no es uno de los nuestros. Se le presenta como un oso huraño y agresivo, indigno de confianza, con el que es difícil tratar. Y con amigos sospechosos. Así lo deja caer esa biblia del liberalismo que es The Economist que, en un más que dudoso ejercicio de objetividad, mete en ese mismo saco a partidos tan intrínsecamente incompatibles como el Frente Nacional y Syriza, o como Amanecer Dorado y Podemos. Y que señala que para el presidente ruso "no hay reglas inviolables, ni valores universales", sino tan sólo intereses, lo que explica una evolución que va "desde hostigar a embajadores y asesinar a críticos hasta invasiones".

El pim pam pum generalizado ignora que, aunque gran parte de lo que se diga contra Putin sea cierto, eso no debe evitar el esfuerzo para entender su posición en el conflicto de Ucrania, aunque no necesariamente se comparta.

Es muy llamativa la amnesia sobre cómo empezó este maldito embrollo. Fue una operación de acoso y derribo, a través de una protesta popular en la que se infiltraron elementos de extrema derecha, amplificada por el estallido de violencia y alimentada de forma abierta por Occidente, contra un Gobierno que, aunque corrupto, contaba con legitimidad democrática, pero que cometió el pecado mortal de aproximarse a Rusia en lugar de a la UE y EE UU. El resultado fue la fractura de este país troncal en Europa según criterios de identidad antes semiocultos, entre prorrusos y antirrusos, entre Este y Oeste. Ni siquiera étnicos y religiosos, puesto que todos son en su gran mayoría eslavos y cristianos ortodoxos.

Se trata de una división desgarradora y en gran medida artificial. En mis cinco o seis viajes por el país entre 1997 y 2001, sólo en el Oeste, en la antigua Galitzia (capital Lviv- en ucranio-; Lvov en ruso), de historia en parte polaca y alemana, observé hostilidad hacia lo ruso. Kíev me pareció mixto, sin tensiones. La predominancia del idioma de Pushkin en ciudades como Sebastópol, sede en Crimea de la flota rusa del Mar Negro, era compatible con la aceptación de la nacionalidad ucrania. Sin embargo, el giro brusco resultante de la revuelta del Maidan rompió los puentes de armonía, entendimiento y coexistencia levantados durante décadas. La actitud del nuevo régimen se entendió por buena parte de la población del Este y el Sur del país, como una amenaza a su identidad e intereses que solo se podían defender con la secesión.

Esa aspiración se habría visto frustrada de no mediar la intervención militar de Rusia. Putin aprovechó la ocasión para avanzar en su proyecto imperial, reducido a preservar la influencia sobre una pequeña parte de lo que fue el espacio zarista y soviético. Si eso fue válido para desgarrar Georgia y arrebatarle Abjazia y Osetia del Sur, para hacer algo parecido en el Trandniéster moldavo, o para aplastar el independentismo checheno, con mayor motivo había de serlo en Ucrania, una tierra fronteriza en la que Rusia reconoce su propio origen nacional y que constituye una parte esencial del triángulo eslavo, que completa Bielorrusia.

Las cosas podrían haber sido muy diferentes, quizás no estaríamos contando muertos si las nuevas autoridades de Kíev se hubiesen esforzado en comprender las razones de Moscú, que no son emanación exclusiva de Putin, sino que responden al sentir de la mayoría de sus compatriotas. Para ello habrían tenido que actuar en tres direcciones: 1) hacer compatible la asociación con la Unión Europea y con la Unión Euroasiática propugnada por Rusia;  2) acordar un generoso estatuto de autonomía o un sistema federal que aliviase los temores de la población de las zonas prorrusas; y 3), dejar claro que no se aspiraba a corto o medio plazo a ingresar en la OTAN.

Pero, ¿acaso no tiene derecho Ucrania a integrarse en las instituciones y alianzas internacionales que desee? Por supuesto que sí, faltaría más, pero decisiones de este calibre, de consecuencias tan desestabilizadoras, con tantas implicaciones geoestratégicas, deberían adoptarse con mucho más tacto, dejando que maduren con el paso del tiempo y la relajación de las tensiones. Dejarse llevar por la emoción del momento, mostrar una alineación tan brusca y radical con Occidente, en detrimento de Rusia, fue un error histórico de las autoridades emanadas de la revuelta del Maidan, que demostraron una suicida falta de contención. EE UU y la UE, que avivaron el fuego en lugar de intentar sofocarlo, no se mostraron tampoco a la altura de las circunstancias. Todo ello actuó como detonante de una crisis cuya solución, pese a los malos augurios, debería ser diplomática —aunque la división de hecho no justifique el optimismo— y cuyas consecuencias amenazan el nuevo orden internacional posterior a la Guerra Fría.

Si tan claro estaba que Putin no era un tipo de fiar, ¿por qué se le retó? ¿Por qué se le puso a prueba? Una de dos: o —lo más probable— se calculó mal el riesgo de respuesta rusa o se pensó que, en todo caso, el conflicto debilitaría al antiguo y renovado enemigo geoestratégico al que, un cuarto de siglo después de la caída del Muro de Berlín, aún no se había podido domesticar.

La clave de la respuesta rusa es el implícito pliego de condiciones del fin de la Guerra Fría: que se desmantelaría el Pacto de Varsovia (la alianza militar controlada por Moscú) a cambio de que la OTAN no se ampliase al evaporado espacio de influencia soviética. Se trazaron líneas rojas que fueron cayendo una tras otra. La primera, con los antiguos países satélites: Polonia, Checoslovaquia (partida en dos), Hungría, Rumania, Bulgaria y por supuesto la RDA (integrada en la Alemania unida). La segunda, en la que Borís Yeltsin puso siempre un gran énfasis, con los países que formaron parte de la URSS: los bálticos Estonia, Letonia y Lituania también entraron en la UE y la OTAN. Un sapo que quizá marcó para Putin el límite de lo digerible. Para él y, con gran probabilidad, buena parte de sus compatriotas estaba claro: basta ya de líneas rojas desbaratadas.

La siguiente prueba de fuego fue Georgia, y se saldó con un éxito sin paliativos para Moscú. La actual, y mucho más importante es Ucrania. Para cuando estalló esta crisis, más allá de la sensación de acoso desde Occidente, Putin estaba embarcado en una operación que permitiría a Rusia reconstruirse como superpotencia, tras las humillaciones sufridas en los años 90 del pasado siglo. Sin Ucrania, ese proyecto quedaba desvirtuado.

Su respuesta ya es conocida: primero, atender el deseo "democráticamente expresado" de los crimeos de volver a la madre patria, de la que salieron por capricho de Nikita Jruschov cuando eso parecía no tener ninguna importancia. Casi sin disparar un tiro, y sin reconocer siquiera la presencia de sus tropas, la península volvió al redil ruso. Allí seguirá ocurra lo que ocurra en el resto de Ucrania. Se trata de un hecho consumado. La segunda fase es el respaldo a la autodeterminación de las regiones del Este y el Sur fronterizas con Rusia y de población mayoritariamente de origen ruso.

En esas estamos, con dudas en Occidente sobre si hay que armar o no a Ucrania, con Putin sin reconocer abiertamente el evidente apoyo con hombres y armas a los rebeldes, con el incremento de control territorial por estos (afianzado con el abandono ucranio de Debáltsevo), con el riesgo cada vez mayor de que esas zonas se conviertan de facto en un protectorado de Moscú, con sanciones occidentales que es improbable que tuerzan la voluntad del presidente ruso, con la escalada de acusaciones por ambas partes y por sus poderosos padrinos, y con el riesgo de que la crisis degenere en un grave conflicto Este-Oeste condicionado por el hecho de que Rusia es una superpotencia nuclear.

La bajada del precio del petróleo y el impacto de las sanciones quebrarían tal vez la voluntad rusa con otro líder que no fuese Putin. La mayoría de los rusos, nacionalistas como pocos, le apoyan en este contencioso, comparten la sensación de incomprensión y acoso de Occidente, y creen que Ucrania es una causa por la que merece la pena correr riesgos. No parece que les importe demasiado su talante autocrático, su intolerancia frente a la disidencia, su incapacidad o impotencia para combatir la corrupción e incluso el desprecio por la vida de sus propios ciudadanos, de sobra demostrado en incidentes como la ocupación por milicianos chechenos del teatro Dubrovka o la escuela de Beslán.

No es cuestión de considerarle un amigo, pero tampoco de presentarle como un Hitler con cuernos y rabo. A todos nos conviene entender a Putin. Si no, iremos hacia el desastre.

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