El mundo es un volcán

Los refugiados no deben pagar por la matanza de París

Sería contraproducente, además de injusto, que los refugiados se convirtiesen en chivo expiatorio de los atentados de París. No hay pruebas de que alguno de los fanáticos asesinos que perpetraron las matanzas llegase a Francia camuflado en la oleada de huidos del terror. El pasaporte sirio de alguien que supuestamente llegó a Francia a través de Grecia, hallado en uno de los escenarios de la matanza, pudo colocarse en ese lugar por los terroristas precisamente para provocar la histeria xenófoba que convertiría a las víctimas en presuntos culpables a los que hay que controlar, vigilar, rechazar o confinar.

Los huidos de Siria, Irak, Libia, Afganistán , Eritrea o Somalia son bajas colaterales de los conflictos, no culpables o cómplices. Aunque en su inmensa mayoría sean musulmanes, y buena parte de ellos no huyan del Estado Islámico, éste no los ve como hermanos en la fe. Para el nuevo califato son unos traidores porque prefieren jugarse la vida en un viaje azaroso para llegar a la tierra de los cruzados y abrazar sus valores impíos antes que someterse a los dictados de un yihadismo redentor que clama venganza por la agresiva interferencia occidental que se ha cobrado en las últimas décadas centenares de miles de vidas de seguidores del Profeta. Si ahora se les cierra las puertas será un triunfo para el EI, que comprobaría una vez cómo un esfuerzo relativamente pequeño proporciona jugosos dividendos en términos de propaganda para su causa.

Los refugiados se ven en el punto de mira tras la matanza de París pese a que la mayoría de los terroristas (como los que atentaron en enero contra Charlie Hebdo y un supermercado judío) no llegaron de fuera, sino que eran enemigos internos, tenían la nacionalidad francesa y se habían educado en los principios republicanos y laicos. Una pasmosa circunstancia que refleja tanto la injusticia de poner en el punto de mira a los refugiados como la portentosa capacidad del islamismo radical para reclutar adictos aprovechando la rabia emanada de la marginación, la discriminación y la desigualdad de oportunidades que sufre una parte considerable de los cinco millones de musulmanes franceses. Las filas yihadistas cuentan con centenares de combatientes reclutados en Europa pero, aun en el caso de que necesite infiltrar otros activistas, tiene medios de sobra para hacerlo por vías más convencionales y menos peligrosas que la de camuflarlos en abarrotados cascarones de nuez con vocación de ataúdes marinos. Y aún en el caso de que hubiese algún infiltrado en el éxodo masivo eso no justificaría un castigo generalizado.

Que Marine Le Pen recupere su lema de los franceses primero y exija controles fronterizos que fulminarían la libertad de movimientos eje de la construcción europea se entiende en un partido ultraderechista con la xenofobia en su código genético. Sin embargo, que el cálculo electoral lleve a la centroderecha de Sarkozy a utilizar un discurso similar y que el socialdemócrata Hollande no marque una clara diferencias es todavía más preocupante.

Es difícil actuar con frialdad y sosiego cuando la sangre de tantos civiles inocentes está aún caliente, pero sería un error desastroso tomar decisiones apresuradas o impulsar cambios constitucionales de calado sobre la base de que ser más seguros justifica que seamos menos libres. Eso haría subir un nuevo tanto al marcador del EI, que pretende socavar los cimientos morales del impío enemigo occidental.

Debe primar el cerebro, no el corazón o lo que hay que tener. La acción legítima para prevenir nuevos atentados podría justificar medidas excepcionales, pero siempre que se limiten en el tiempo y la profundidad lo máximo posible, y que se sometan un control riguroso para que no sirvan de coartada para abusos y conculcación de derechos fundamentales. Los franceses deben hacer honor a su fama de país cuya principal seña de identidad es la libertad, aunque sus aventuras imperialistas lo hayan desmentido en numerosas ocasiones. Por no hablar de su responsabilidad en el trazado de las fronteras de Oriente Próximo que, en buena medida, está en el origen de las convulsiones que sufre la región.

Lo que sirve para Francia, debe servir también para cualquier otro país susceptible de sufrir atentados terroristas y, por supuesto, para España, que puede presumir de que las matanzas en los trenes del 11 de marzo de 2014 no provocaron un estallido de xenofobia, de odio al musulmán. Tampoco hubo inmediatos cambios legislativos ad hoc. Lástima que esa madurez no se reflejase en el entonces todavía gobernante PP, con su burda manipulación para culpar a ETA, ni en el posterior desarrollo de la teoría de la conspiración, alentada por una parte del espectro mediático. Ojalá que en esta ocasión, con otras vitales elecciones en puertas, nadie vuelva a caer en el error de manipular la realidad en favor de intereses partidistas.

Aunque los 129 fallecidos en París sean nuestros muertos, apenas suponen una gota en el mar de centenares de miles de cadáveres resultado de los conflictos provocados por las ambiciones colonialistas e imperialistas de Estados Unidos y sus aliados. El mismo lunes, cuando ni siquiera se había cerrado la operación antiterrorista en la capital francesa, la explosión de una bomba en el mercado de una ciudad de Nigeria se cobró más de 30 vidas, aunque pero la noticia apenas ha tenido eco a este lado del frente. De hecho, menos del 3% de las víctimas del terrorismo son occidentales.Es vital guardar el sentido de la proporción, porque para los otros sus muertos son también más importantes que los nuestros.

Hollande, Obama y Putin se declaran en guerra abierta contra el Estado Islámico, dando pie a la idea de que eso puede conducir a una brutal intensificación de los bombardeos e incluso a una intervención terrestre. Una de las consecuencias más indeseadas de la escalada, aparte de las miles de vidas inocentes que se perderían, sería la generación de nuevas oleadas de refugiados hacia los países vecinos –cuya capacidad de acogida está desbordada- y hacia una fortaleza Europa en la que cada vez son peor recibidos.

Si al final se articula una "coalición internacional" que -con o sin aval de la ONU, la UE o ambas- dé cobertura a la intervención militar, cabe dudar de que el Gobierno de Rajoy sea capaz de decir que no a la "petición de solidaridad" llegada de Washington o París, pese a sus recientes declaraciones de que no tiene intención de atacar al EI. Eso exigiría, entre otras cosas, una política exterior independiente, lo que no es el caso en absoluto.

Una guerra total podría ganarse en primer término, dada la enorme diferencia existente en el potencial de los dos bandos, de la misma forma que se alcanzó la victoria inicialmente en las de Irak y Afganistán, incluso la de Libia. Pero sería en falso, igual que en aquellas. Tras perderse la cuenta de los cadáveres que jalonan el camino, hay un término que define a la perfección el resultado de esas tres intervenciones: fracaso. Esos países no son hoy más seguros y prósperos que antes, sino todo lo contrario, una fuente continua de violencia, injusticia e inestabilidad. Y casi nadie duda ya, por ejemplo, de que si Estados Unidos no hubiese invadido Irak en 2003 con una sarta de mentiras, lo más probable es que nunca hubiera surgido la amenaza del Estado Islámico.

Por cierto, dado el reciente protagonismo ruso en la lucha contra el califato extremista, se diría que los aires de nueva guerra fría han pasado a la historia (o al menos al desván) y que Putin empieza a ser visto en Occidente como un aliado imprescindible. Y eso a pesar de que los objetivos no son del todo coincidentes. Aunque se comparta el objetivo de destruir al Estado Islámico, se difiere en cuanto a la fórmula para resolver la crisis siria, eje sobre el que gira todo este embrollo. En contra de la opinión de Washington y parís, Moscú quiere mantener en el poder a toda costa a su fiel aliado Hafez el Asad, lo que le lleva a bombardear a la oposición moderada casi con tanta saña como a los yihadistas.

Pese a esta discrepancia, la nueva confluencia de intereses juega a favor del levantamiento de las sanciones económicas a Moscú y de facilitar una salida a la crisis de Ucrania que es difícil que satisfaga al régimen de Kíev. Porque, desde la perspectiva de EE UU y la UE, los enemigos (rusos) de mis enemigos (EI) pueden ser mis amigos, pero los enemigos (rusos) de mis amigos (ucranios) también pueden ser mis amigos. Cuestión de pragmatismo y de prioridades.

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