El mundo es un volcán

Obama pretende cerrar Guantánamo en falso

Barack Obama no quiere pasar a la historia como un presidente cargado de buenas intenciones, con algunos logros importantes (reforma sanitaria, normalización con Cuba, acuerdo nuclear con Irán...), pero con la columna del haber en su balance más escueta que la del debe (fracaso de la primavera árabe que favoreció, incapacidad para impedir la emergencia del Estado Islámico e internacionalización del terrorismo yihadista, guerras de Bush cerradas en falso, graves tensiones con Rusia...). 

En este afán del presidente norteamericano por salvar su legado hay una cuestión de alto valor simbólico porque supone el sonoro y mediático incumplimiento de su promesa de cerrar la cárcel de la vergüenza de Guantánamo, en la base del mismo nombre ubicada en Cuba. La ocupación de la misma es resultado del rancio derecho colonial previo a la revolución, -que no del libre acuerdo entre aliados-, ya que los Castro no han cejado en su estéril reivindicación de recuperar esa porción de su país. 

Aparte del alto valor estratégico de mantener una fuerte presencia militar en un país vecino y al que no ha podido someter en 57 años, Guantánamo ha brindado, tanto a Bush como a Obama, una salida perfecta para retener, en condiciones con frecuencia infrahumanas y durante 14 años ya, a centenares de combatientes enemigos sin tener que reconocerles el derecho a ser considerados inocentes mientras no se demuestre lo contrario.

Obama sostiene que la culpa no es suya, sino de un Congreso dominado por los republicanos que ha boicoteado sistemáticamente todos los intentos de cerrar la atípica y vergonzante prisión. No le falta parte de razón, pero si bien es cierto que el sistema de equilibrio de poderes limita las atribuciones presidenciales, no lo es menos que éstas dejan un amplio margen al Ejecutivo cuando éste muestra una clara voluntad política de batallar contra la resistencia del Legislativo. Tanto como de poder se trata de querer, y no está claro que Obama quiera tanto cerrar Guantánamo como para asumir el desgaste de un conflicto abierto con el Congreso por este asunto. 

Una prueba clara de cómo relativiza el presidente la cuestión es que, pese a sus advertencias en contrario, terminó aceptando en noviembre un presupuesto de defensa que prohíbe el traslado a Estados Unidos de los prisioneros enjaulados en la base. Exportarlos a territorio norteamericano supondría, entre otras cosas, que sería mucho más indefendible y escandaloso dejar de reconocer su derecho a un juicio justo. Si se aceptase este principio, la gran mayoría de ellos –contra los que no existen pruebas de delito sostenibles ante un tribunal imparcial- deberían ser puestos en libertad. Eso supondría el reconocimiento de uno de los mayores atropellos legales cometidos por Estados Unidos en sus casi dos siglos y medio de historia. Y, en un país donde los abogados florecen como hongos, podría multiplicar las exigencias de reparaciones por los daños físicos y morales a la multitud de encarcelados durante estos 14 años. 

Ese peligro, sin embargo, parece lejano. De hecho, el secretario de Defensa, Ashton Carter, ha anunciado que se presentará un plan al Congreso que, de ser puesto en práctica, supondría un cambio de ubicación –de Guantánamo a Estados Unidos-, pero no necesariamente del estatus de los detenidos que ni pueden supuestamente ser transferidos a otros países, ni juzgados –por la falta de pruebas-, ni liberados –porque siguen bajo sospecha de terrorismo-. Una aberración legal, pero que no sería la más grave perpetrada en la "guerra contra el terror" emprendida por Bush tras el 11-S y que –quizás a su pesar- tiene también atrapado a Obama, que se diría que está más preocupado por salvar la cara que porque se haga justicia.

Con todo, Obama no es Bush, y algo sí que ha hecho. Por ejemplo: prohibir las torturas –aunque persisten los tratos degradantes- que incluso tuvieron cobertura legal (aunque secreta) y que se practicaron de formar rutinaria durante el mandato de su predecesor; y reducir –tras la reciente transferencia de 10 reclusos yemeníes a Omán-, hasta los 93 actuales, el número de presos, desde los 245 que había cuando asumió la presidencia (¡hace ya siete años!) y muy lejos de los 680 que llegó a haber en el momento más álgido, en 2003.

De los 93 que quedan en Guantánamo, 34 están tan limpios que son reconocidos como transferibles a otros países –si se encuentran los que aceptan acogerles-, tres han sido condenados por las "comisiones militares" que sustituyen a los tribunales civiles, siete están siendo juzgados por esos mismos órganos, y los 49 restantes, catalogados como "combatientes ilegales", son retenidos con carácter indefinido y sin indicios de culpabilidad que permitan su procesamiento con las mínimas garantías legales que se les deberían reconocer.

Las incongruencias abundan. Nadie duda de que el sistema penitenciario, capaz de enclaustrar al autor del atentado del maratón de Boston o al rey del narcotráfico Chapo Guzmán -si por fin es extraditado desde México-, no tendría problemas en retener con garantías a un puñado de supuestos terroristas. El problema es que, si llegan a Estados Unidos, fuera ya del limbo legal de Guantánamo, demostrar su culpabilidad, caso de que exista, sería punto menos que imposible. Y la propaganda de los republicanos, incrementada en pleno año electoral, junto a las reticencias en los Estados donde se ubican las eventuales prisiones receptoras, extiende la idea de que se produciría un grave riesgo a la seguridad nacional si, finalmente, la mayoría de esos estigmatizados reclusos quedaran en libertad. Cuesta imaginar un mayor ejercicio de hipocresía en un país que imparte por todo el mundo lecciones de democracia y respeto a los derechos individuales.

Pero hay más. Porque Obama está atrapado por su sonora promesa de cerrar Guantánamo, e incumplirla le dejaría en evidencia. Por eso seguirá esforzándose en lograrlo, aunque eso supongo poco más que un lavado de cara, ya que el temor de numerosas organizaciones defensoras de los derechos humanos (como Amnistía Internacional y la Unión de Libertades Civiles Americanas) es que el eventual traslado de prisioneros a Estados Unidos no suponga un cambio en su actual status de "detenidos indefinidos". Aunque puede que al único premio Nobel de la Paz que lo obtuvo antes de tener ocasión de demostrar si lo merecía o no le baste con que queden vacías las jaulas de la base en la isla de Cuba.

Amnistía, por ejemplo, a través de Naureen Shah, directora de su Programa de Seguridad y Derechos Humanos en Estados Unidos, sostiene:  "Lo único que haría la propuesta de Obama de reubicación para que continúen en detención indefinida en Estados Unidos sería cambiar el código postal de Guantánamo (...) Debería poner fin a la detención indefinida sin cargos, no trasladarla de lugar (...) y los que no puedan transferirse otros países considerados seguros deben ser acusados ante un tribunal federal o puestos en libertad". AI exige además "que se rindan cuentas por los abusos cometidos en el pasado" y que "se amplíen las investigaciones sobre los informes de tortura y otras violaciones de los derechos humanos". Por su parte, la abogada neoyorquina Tina Foster, que representa a varios de los prisioneros, sostiene que el cierre de la prisión sería ante todo una medida de relaciones públicas sin consistencia real.

Por otra parte, exportar a otros países los detenidos de Guantánamo no garantiza que estén a salvo y con sus derechos fundamentales a salvo, algo que exigiría un procedimiento verificable que garantizase que no se cambia una prisión por otra no menos injusta y arbitraria. Un ejemplo. El marroquí Yunus Chekuri, transferido encapuchado y esposado a su país tras 14 meses recluido en la base norteamericana, sin que existiera ninguna acusación contra él, y sin que la CIA y el FBI le considerasen una amenaza, sigue encarcelado cerca de Rabat. Y su caso no es único.  

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