El mundo es un volcán

Por qué en Panamá hay casi más rascacielos que en Manhattan

Una de las fotos que ilustran este artículo está sacada esta misma semana desde la planta 66 del hotel Trump Ocean de Panamá que, con 72, es el edificio más alto del país. La otra muestra el sky line de la ciudad visto desde el casco viejo, declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. En ambos casos se observa el mismo paisaje urbano: un impresionante bosque de rascacielos. Podría ser Nueva York, o Shanghai o Hong Kong. Pero es Panamá, la capital de un pequeño país centroamericano de menos de cuatro millones de habitantes, nacido en 1903 fruto más de la especulación que del nacionalismo, a la sombra del canal, que había de inaugurarse en 1914 y que soporta buena parte del transporte marítimo mundial.

El continuo flujo de barcos en los dos sentidos de, trazado Atlántico-Pacífico ya era de por sí motivo de ingresos multimillonarios (la media del derecho de paso ronda los 100.000 dólares) y de la creación de espectaculares infraestructuras portuarias, financieras y empresariales. Pero la gran transformación de Panamá, su principal salto adelante, se produjo en 1999, cuando Estados Unidos, en cumplimiento de los acuerdos Torrijos-Carter de 1977, devolvió por fin la administración y la propiedad del canal al pueblo panameño.

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Recuperada la soberanía plena sobre su propia tierra, el papel del país centroamericano se consolidó como centro de negocios, patria ficticia de miles de barcos con bandera de conveniencia, sede de infinidad de sociedades off shore opacas y epicentro de un boom inmobiliario que se desbocó hasta llegar a la desmesura actual. El suelo es muy caro en Panamá, pero a cambio hay apenas restricciones a construir en altura. El rascacielos es la norma. Por poner un ejemplo, en Pacific Hills, una colina próxima al centro, se han construido ya cuatro torres de más de treinta pisos y la quinta, mucho más alta, está ya cerca de su finalización, pese a las dudas sobre si el terreno en el que se asientan soportará tanta presión. Por supuesto, el sector inmobiliario es objetivo claro del lavado de dinero con el que, en el mejor de los casos, se busca pagar menos impuestos, y en el peor procede del narcotráfico y el crimen organizado.

El presidente , Juan Carlos Varela, ha reaccionado a la publicación de las documentadas denuncias sobre los llamados papeles de Panamá asegurando que en su país "impera la ley y la seguridad jurídica" y que la apertura a los inversores extranjeros base en buena medida de la prosperidad panameña –muy desigualmente repartida- es compatible con el compromiso de transparencia y el cumplimiento de los acuerdos con numerosos países para colaborar en la lucha contra la evasión fiscal.

Sin embargo, escándalos como el que acaba de destapar el Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación (ICIJ en sus siglas en inglés) revela la enorme distancia que media entre el dicho y el hecho y pone en la picota la ingeniería fiscal de los más ricos –justo quienes menos la necesitan- para blanquear su patrimonio a través de la creación de empresas registradas en Panamá, casi siempre sin actividad productiva visible, pero que permiten ocultar y desviar fondos y evadir impuestos. Hay algo profundamente inmoral en esta actitud, que con frecuencia constituye un grave delito, aunque no siempre implica una ilegalidad.

A estas alturas, y a la vista de las recientes revelaciones que ni siquiera excluyen a familiares cercanos de destacados dirigentes mundiales, el debate sobre si Panamá es o no de iure un paraíso fiscal es casi irrelevante, ya que hay indicios sobrados de que, con frecuencia, lo es de facto. Entonces, ¿por qué España, por ejemplo, decidió en 1012, con Zapatero aún en La Moncloa, sacar a Panamá de la lista negra, en la que ahora estudia volver a incluirla? Por un motivo comprensible, que no es lo mismo que justificable: para allanar el camino a la inversión y los grandes contratos, en sectores como el hotelero –donde España es puntera- o de infraestructuras, donde Sacyr encabeza el consorcio que construye la ampliación del canal que, tras dos años de retraso, se inaugurará por fin el próximo junio. Algo parecido ocurre con Francia, cuyo gigante empresarial Vinci levanta el espectacular tercer puente sobre el canal, en la vertiente atlántica, por cierto también con un retraso similar. Pesa mucho, además, el temor a que Panamá aplique la llamada Ley de Retorsión, que permite excluir de los grandes contratos a las empresas de los países inamistosos.

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Aunque pueda sonar a demagógico, lo que demuestran los papeles de Panamá es que para las grandes fortunas, cualquiera que sea su procedencia, su auténtica patria es el dinero. Incluso para el primer ministro de Islandia, cuya actuación está en flagrante contradicción con el mensaje moral lanzado tras el estallido de la crisis financiera, que el país nórdico abordó con una ejemplaridad universalmente reconocida. O para familiares directos de la élite política china, actual o pasada, justo cuando la lucha contra la corrupción, y su secuela de elevadas penas de cárcel, constituye una de las líneas troncales de la gestión del Gobierno. O para deportistas de élite como Messi, que une a este escándalo el que hace poco le puso en España a las puertas de la cárcel, y que nada tiene que ver con la ejemplaridad que debería acompañar a aquel de quien se espera que sea un modelo a seguir, sobre todo para los jóvenes, dentro y fuera del terreno de fútbol.

Esto es lo que hay tras los papeles de Panamá, lo que explica el gigantesco bosque de rascacielos, una verticalidad que acoge a infinidad de oficinas bancarias, empresariales y de abogados que acogen dinero negro procedente de todo el mundo. Es una ciudad deshumanizada, poco apta para peatones –apenas hay aceras-, quizá con la mayor proporción de todoterrenos por kilómetro cuadrado, con un tráfico caótico que provoca atascos monumentales. Tan dirigida hacia el cielo en su parte más nuclear que apenas deja ver el contraste con la pobreza en barrios marginales como San Miguelito o el Chorrillo, éste último justo al lado del restaurado Casco Viejo y todavía sin recuperarse de la destrucción casi completa que, al precio de miles de vida, provocó Estados Unidos con su invasión  de 1989, con la que demostró que aún consideraba el país como parte de su patio trasero.

Panamá es un hermoso país, con paradisiacas playas, junglas que albergan más diversidad vegetal y animal que ningún otro del planeta, con comunidades indígenas que tienen un considerable grado de autogobierno, archipiélagos como San Blas y Bocas del Toro de enormes posibilidades turísticas y una actitud amistosa hacia el visitante, sobre todo el español. No hay ni rastro aquí del odio hacia los conquistadores por sus tropelías con la población autóctona presente en otros países latinoamericanos. Vasco Núñez de Balboa, descubridor del Mar del Sur (el Pacífico), es más que una referencia. Es un héroe nacional, da nombre a la principal avenida de la capital y a la moneda, aunque solo figure en las piezas de metal, que ostentan su efigie. Incluso hay una de medio Balboa que muestra a Carlos V, emperador cuando llegaron los conquistadores.

Pero que nadie espere verlos en los billetes. No existen en balboas. Solo están en dólares, el papel moneda panameño, con una paridad absoluta con la divisa norteamericana, de uso generalizado y oficial. Una dolarización en consonancia con la actitud amistosa hacia el capital foráneo, que no va a cambiar por un quítame allá un escándalo como el que el ICIJ ha revelado, prestando con ello un impagable servicio a la transparencia y poniendo al descubierto las vergüenzas de tantos y tantos ciudadanos del planeta dinero.

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