El mundo es un volcán

¿Quién dijo que Trump no podía ser presidente?

Quien no lo dijo, lo pensó. Excepto quizás él mismo, casi nadie creía, cuando arrancó la campaña, en las posibilidades de Donald Trump de alcanzar la Casa Blanca. Hasta ahí podíamos llegar. Parecía descabellado creer en el triunfo de quien encarna una heterogénea y embarullada mezcolanza de populismo barato, xenofobia, racismo, aislacionismo, proteccionismo, belicismo y berlusconismo.

¿Un histrión multimillonario, empresario de hoteles y casinos y showman de telerrealidad? Absurdo. ¿Un xenófobo que pretende expulsar a los inmigrantes sin papeles y obligar a México a que construya y sufrague un muro de separación? Impensable. ¿Un radical que propugna impedir la entrada a los musulmanes en el país como método para combatir el terrorismo? Inconcebible. ¿Un matón que alardea de que podría disparar a alguien en la Quinta Avenida de Nueva York e irse de rositas? Un chiste. ¿Un partidario de apropiarse del petróleo de Oriente Próximo y abrir una guerra comercial a muerte con China? No en este mundo globalizado. ¿Un outsider totalmente ajeno al aparato republicano? Imposible en el tradicional sistema bipartidista de Estados Unidos.

Pero, como cantaba Rita Moreno en West Side Story, todo es posible en América.

Trump no podía ser presidente, ni siquiera el candidato republicano a la Casa Blanca. Al final, el sistema echaría mano de sus recursos visibles e invisibles para que, a pesar de una fortuna de 10.000 millones de dólares –que le dan una libertad de la que carece cualquier otro aspirante-, tuviera que rendirse ante una maquinaria republicana que quiere reconquistar la Casa Blanca, pero no a costa de renunciar por completo a sus señas de identidad. Porque si en algo está todo el mundo de acuerdo es en que Trump no representa los valores típicamente republicanos de hoy, conservadores y derechistas, sí, pero no en su grado extremo, y con sensibilidades diferentes. Para entendernos: un partido que podría acoger a Mariano Rajoy, pero no a Marine Le Pen.

Trump es un extraterrestre que invade el planeta político norteamericano, y cualquier otro candidato habría sido preferible para el establishment republicano, incluso para quien defienda la estabilidad y continuidad del sistema. Cualquiera antes que él: Jeb Bush, Marco Rubio, John Kasich e incluso Ted Cruz, la última esperanza de frenar al magnate, de cuyas ideas no está muy alejado, pero que acaba de arrojar la toalla tras su derrota en Indiana. En cuanto a Kasich, símbolo del alma más moderada del partido, y el único precandidato al que las encuestas daban como ganador en un hipotético enfrentamiento con la demócrata Hillary Clinton, solo ha conseguido imponerse en su propio Estado, y con su retirada ha convertido en inevitable la victoria de Trump, al que espera un desfile triunfal hasta su proclamación oficial en la convención de julio en Cleveland.

Nada parece capaz de frenarle, aunque en teoría no pueda descartarse, por ejemplo, que ante la magnitud del riesgo de que sea presidente, surja de las filas republicanas un candidato de un tercer partido que, aunque sin posibilidades de ganar, impediría al menos que lo hiciera el magnate.

Pero eso sería un suicidio para el G. O. P, una quimera con mínimas posibilidades de cristalizar. Por eso, la resignación se ha implantado con fuerza entre los jerarcas republicanos, rendidos a lo inevitable, conscientes de que poco pueden hacer ante el apoyo popular que, contra todo pronóstico inicial, obtiene Trump en las primarias, en las que, con un tono desafiante y prepotente, ha aplastado uno tras otro a todos sus rivales. Haciendo de tripas corazón y de la necesidad virtud se consolida el sentimiento de que no queda otra que limitar los daños, olvidar las diferencias, unir fuerzas y apoyar a regañadientes a quien luchará por reconquistar la Casa Blanca a los demócratas y barrer el pacifista e izquierdista legado de Obama.

De igual manera que, cuando comenzó la campaña, parecía imposible que Trump fuera el candidato republicano, hoy predomina también la idea, respaldada por los sondeos de opinión, de que no podrá imponerse a Clinton. Este pronóstico puede demostrarse tan errado como aquél. Porque si algo ha quedado claro en las primarias es que el multimillonario, por mucho que sorprenda, es capaz de conectar incluso con buena parte del electorado del que en teoría debería estar más alejado, como los trabajadores que malviven con salarios de 10 dólares la hora, proclives a veces –como en Francia- a asumir mensajes xenófobos y extremistas. Eso es justo lo contrario de lo que ocurre con la ex primera dama y ex secretaria de Estado, con un programa más moderado, liberal y progresista (con el significado que estos términos tienen en EE UU), pero incapaz de transmitir una imagen de cercanía, y a la que se ve como representante de una élite política y económica acostumbrada a hacer y deshacer desde su torre de marfil y para beneficio propio. Ahí, en la distancia corta, puede perder Clinton el terreno ganado con su acreditada experiencia como senadora y en la secretaría de Estado.

Hoy es el día de Trump, que se ha enfrentado con éxito al aparato republicano y ve ahora cómo éste se va rindiendo y asumiendo que tiene que intentar seducirle y limar sus aristas más cortantes. Un pronóstico: en los próximos meses, hasta la cita decisiva del primer martes después del primer lunes de noviembre, asistiremos a la construcción de otro Trump, menos rupturista y extremista, más moderado y cercano a las clases medias, cuyo voto decide la presidencia. Un proceso encaminado a que, sin perder tirón popular, se difuminen los aspectos más alarmantes de su perfil para hacerlo más presidenciable e institucional.

Si gana –y puede ganar-, teniendo en cuenta la reverencia teñida más de miedo que de respeto que siempre inspira el inquilino de la Casa Blanca allá donde pisa, será recibido con honores en todo el mundo. A la fuerza ahorcan. Merecerá la pena ver por ejemplo la actitud que, si habla en el Parlamento de Westminster, muestran los mismos diputados británicos que hace unos meses discutían si se le debía vetar la entrada en el Reino Unido.

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