El mundo es un volcán

Ya que no pedirá perdón, Obama se podía ahorrar la visita a Hiroshima

Barack Obama se esfuerza en sus últimos meses en la Casa Blanca por adornar su perfil más conciliador. En esa clave cabe entender el anuncio de su visita el próximo día 27 a la Hiroshima sobre la que Harry Truman ordenó lanzar una bomba atómica que la redujo a cenizas el 6 de agosto de 1945, a lo que siguió tres días después el lanzamiento de otra bomba sobre Nagasaki, ésta de plutonio. Más de 200. 000 muertos en total y un rastro interminable de enfermedad y deformidades. Sin embargo, dado que ya ha quedado claro que el presidente norteamericano no tiene intención de pedir perdón por el más espantoso crimen de guerra de la historia, se podía ahorrar la visita.

"No se revisará la decisión de utilizar el arma atómica", ha declarado Benjamín Rhodes, número dos del Consejo de Seguridad Nacional, pero será una ocasión de "honrar la memoria de todas las víctimas inocentes" de la Segunda Guerra Mundial. Pues qué bien. Obama mete en el mismo saco a los seis millones de judíos y gitanos asesinados durante el Holocausto, a los 25 millones de soviéticos exterminados por el Ejército alemán, a los innumerables asiáticos que sufrieron el salvajismo de las tropas invasoras japonesas (cobayas humanas en Manchuria, esclavas sexuales en Corea...), a los muertos civiles por bombardeos masivos de ambos bandos (Dresde, Tokio, Coventry, Nanjing...), y a tantas y tantas víctimas –en su mayoría civiles- en los demás frentes, convencionales o no, del peor horror que han conocido los siglos. Con ello, no hace otra cosa que minimizar el aspecto excepcionalmente criminal del bombardeo atómico de Hiroshima y Nagasaki. Terrorismo de Estado químicamente puro aunque se justificase en su día como parte de una estrategia bélica global.

Resulta increíble que, todavía hoy, 71 años después de aquel horror, no se intente restañar esa herida supurante de la única forma decente que cabe imaginar: pidiendo perdón, reconociendo que fue una espantosa atrocidad de la que debería extraerse la lección de que hay que evitar a toda costa que se repita. Pero eso no pasará, lo que en buena medida supone que también esta generación de líderes norteamericanos asume y da por aceptable la decisión tomada por Harry Truman.

Por supuesto, Obama recurrirá a la lírica, exhibirá su mejor catálogo emocional y empático, defenderá en abstracto la lucha contra la proliferación atómica. Puede que incluso saque pecho por el acuerdo alcanzado con Irán que desactiva una grave amenaza, pero lo que no hará será abjurar del vergonzoso doble rasero que, mientras condena los arsenales atómicos ajenos o los intentos por conseguirlos, permite modernizar el propio, el más potente y aterrador de todos, tanto que podría eliminar la vida en el planeta.

Con la misma hipocresía, el liderazgo norteamericano, que lleva décadas intentando frenar el programa nuclear norcoreano y evitar que Irán se una al club, se cruza de brazos ante el hecho incontestable (aunque no reconocido) de que Israel es el único país de Oriente Próximo que posee la bomba, y que no deja lugar a dudas de que la utilizaría si su supervivencia estuviera amenazada. Lo mismo que Estados Unidos, por cierto, que se reserva el derecho sacrosanto a ser el primero en apretar el botón.

¿Pedir perdón? De eso nada. De haber sido esa la intención de Obama ya le habría preparado el camino su secretario de Estado, John Kerry, que el pasado abril, desde el monumento en ruinas que recuerda la masacre en Hiroshima, se limitó a reflexionar sobre la "complejidad de las elecciones" que hay que tomar durante las guerras, y el daño irreparable que éstas causan a los pueblos. Tampoco fue más allá Jimmy Carter, el único presidente que hasta ahora ha visitado la ciudad mártir, si bien lo hizo en 1984 cuando ya había dejado la Casa Blanca.

Lo peor de todo es que sigue vigente en EE UU el relato patriótico con el que Harry Truman, vendió a los norteamericanos su decisión de destruir Hiroshima y Nagasaki. Todavía hoy, el 56% de los norteamericanos, la considera justificada. El sucesor de Franklin Delano Roosevelt mintió hasta el vómito cuando aseguró que el bombardeo ahorró un millón de vidas de soldados estadounidenses en la batalla final que se preparaba para aniquilar al imperio del Sol Naciente.

En realidad, Japón ya había dado la guerra por perdida y, poco antes del fatídico 6 de agosto, se había ofrecido a capitular con la única condición de que Hirohito conservase el trono. Paradójicamente, eso fue lo que ocurrió, dado que los vencedores ocupantes decidieron mantenerle al considerarle garante de la estabilidad, y quizá también por temor a que un juicio –como los que llevaron a la horca al ex primer ministro Hideki Tojo y los jerarcas nazis- alimentara una revuelta popular.

Truman quería lanzar las bombas, estaba exultante porque EE UU había ganado la partida nuclear a la Alemania nazi, le interesaba mostrar su superioridad a la URSS –circunstancial aliado pero que ya se vislumbraba como futuro enemigo- y necesitaba probar la eficacia abrumadora de la nueva arma. De ahí que se utilizase también contra Nagasaki (donde se ensayó otra tecnología) y que se apostase en el primer ataque por Hiroshima, una gran ciudad rodeada de montañas, lo que permitiría analizar mejor, "científicamente", tanto los efectos letales inmediatos, sobre todo en el centro de la población, como los posteriores causados por la radiación. La decisión no tuvo nada que ver con que la Hiroshima fuese una "base militar enemiga", como afirmó falsamente Truman, que se envaneció de haber devuelto multiplicada a Japón la afrenta del bombardeo a Pearl Harbour el 7 de diciembre de 1941.

El presidente nunca mostró el menor signo de arrepentimiento, la mayoría de los norteamericanos no le reprocharon su decisión –más bien al contrario- y, por increíble que parezca, su imagen histórica apenas ha quedado contaminada con el paso del tiempo, al menos en su propio país.

Hoy, Japón, estrecho aliado de Estados Unidos -que garantiza su defensa ante el peligro chino o norcoreano- mantiene su rechazo al arma atómica y avanza por el camino de dotarse de un poderoso ejército convencional que supere el pacifismo teórico de la Constitución de la posguerra, impuesta por la potencia ocupante.

No existe la mínima duda de que Obama tendrá en Japón alfombra roja y de que nadie le sacará los colores por lo que hizo Truman hace 71 años ni por la hipocresía de la que hará gala cuando visite Hiroshima. El primer ministro nipón, Shinzo Abe, quiere destacar el valor simbólico de que el líder del único país que ha utilizado la bomba y el del único que ha sufrido sus efectos en carne propia rindan tributo conjunto a las víctimas, como si hubiera conciliación emocional posible entre éstas y sus verdugos.

Así que, dado que ni Japón ni EE UU ni las víctimas del bombardeo atómico de Hiroshima y Nagasaki ganarán nada con el homenaje, y que Obama no pedirá perdón, se podía ahorrar la visita y dejarse de gestos simbólicos (si no hipócritas), pero vacíos de contenido.

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