el pingue

Ser cocinero.

La importancia de una profesión depende, entre otras cosas,  de quien la practique y de la visión que los demás tengan hacia ella. Hace unos años, muchos, los cocineros eran y se les consideraba  borrachines, fumadores empedernidos, sucios y muy poco cultos y educados. Eran, junto a los camareros, gente que,  acuciada por el hambre y la falta de formación, no tenía más remedio que dedicarse a una profesión impuesta por el "estado de las cosas familiares", tal y como lo eran también  los seminaristas, los críos que acudían a la ciudad a estudiar internos allí donde no era especialmente caro, aunque el objetivo de cursar esos estudios fuera, en un futuro, ser sacerdotes o monjas.......

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De unos años a esta parte ser cocinero está bien considerado. Quizá sea porque vivimos mejor o porque gracias, entre otros, a Arguiñano, la visión de los trabajadores de la cocina ha cambiado. Cada vez quedan menos cocineros chusqueros, que empezaron de aprendiz y terminaron de jefe de cocina, aunque quizá hemos olvidado que muchos de ellos atesoran en sus manos oficio que en las escuelas no se enseña pues quienes dan esa formación "se saltaron", equivocadamente, algún paso o a ellos tampoco se lo enseñaron.

Ahora todos somos carne de escuela, donde como en aquel juego de campamento, el mensaje se distorsiona. Me recuerda mucho a un capítulo de los Soprano, en el que la noticia de que Tony  está hablando con la novia de un familiar se convierte en un problema de celos y casi de asesinato en el trascurso de horas. Algo parecido.

Quien verdaderamente me enseñó a hacer el mejor caldo fue el señor Atienza, un cocinero casi retirado, que había trasteado en las mejores casas de Madrid, y que ofició muchísimos años en el Hotel Don Pepe de Marbella. ¡Qué rabia no haber exprimido tanto oficio, tanta generosidad!

Cada día que pasa me pregunto cuánto tiempo un cocinero seguirá siendo lo que es ahora, quizá para el 2014 el de Roses nos hable de su presente, nuestro futuro. No lo sé. Lo que sí sé es que aún quedan batallas por ganar y más en esta época en la que la faltriquera está casi vacía. Tiempos en los que gastar en ocio no está al alcance de muchos, en los que los consumidores somos más responasables con el medio ambiente pero también con nuestros gastos, y suponemos que lo que nos cobran va en concordancia con el producto, el trabajo, el lugar...

Esta sí es la revolución que nos acucia y que también ha de explicarse. La diferencia entre un plato y otro lo es en relación al precio del producto que depende de la procedencia del mismo y al trabajo que hay detrás. No es lo mismo una gamba de Roses que un langostino de acuicultura, aunque se parezcan, incluso sean casi del mismo color. No es lo mismo pagar cien euros por uno y  nueve por otro, no se puede cobrar lo mismo pues el coste es diferente. Y así con infinidad de ingredientes, hasta con los aceites de fritura, el pan, la harina, las verduras, .....

¿Han visto ustedes cocineros millonarios que sólo se dediquen a sus casas, a sus clientes, y no tengan otro tipo de negocios?  Yo los desconozco. Por eso me ha hecho reflexionar una carta de un cocinero de Valencia y lo sucedido en Mugaritz. Valorar qué supone estar al frente de un negocio, de una cocina, donde a los gastos del producto hay que sumar las nóminas, la luz, el gas, los extras,..... es  duro, como en cualquier empresa,  pues el cliente no comprende, comprendemos,  el plus en el coste. Quizá haya que pedir contención en los precios, posiblemente; mejor atención, también.

¿Y si los restaurantes de "postín" hicieran esa campaña de divulgación?¿Y si se comprometieran a dar a conocer el día a día en la cocina y en la sala  a los clientes que lo solicitaran?  ¿Y si lo que tenemos es desconocimiento como clientes y como cocineros de lo que nos demandan  y ofrecemos?. Ser cocinero, en estos días, también es encontrar la clave y conectar con el público que aún no nos conoce y quizá muestra un inicial rechazo o reserva.

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