El tablero global

El nuevo mundo de la superChina

Las furiosas protestas de Pekín por el encuentro entre Barack Obama y Tenzin Gyatso pueden parecer la misma pose de siempre –cada vez que un presidente de EEUU recibe al Dalai Lama–, sin más intención que la de disuadir a gobernantes menos poderosos de que atiendan al líder espiritual de los tibetanos. Pero sus duras advertencias previas y las perspectivas de represalias, incluida la posibilidad de que el presidente Hu Jintao decline la invitación de visitar Washington en abril, reflejan una tendencia mucho más preocupante de confrontación progresiva entre las dos mayores potencias del globo.
Obama inició su mandato volcándose en la relación con Asia, y sobre todo con China, pero muy pronto se topó con una gran muralla de intransigencia, rayana en la arrogancia. Los gobernantes chinos no están dispuestos a ceder en las relaciones comerciales, ni en temas monetarios, ni en medidas frente al cambio climático, ni en la contención de los programas nucleares norcoreano e iraní, ni en la libertad de expresión en Internet, ni en las demandas autonómicas en Tíbet y Xianjiang, ni en cuanto a la alianza entre EEUU y Taiwán...
En cambio, Obama anuló su primer encuentro con el Dalai Lama (algo que el inquilino de la Casa Blanca no hacía desde 1991) para allanarse el camino hacia la cumbre de Pekín; aceptó limitaciones en su primera visita allí, y ha evitado exacerbar las tensiones con el gigante asiático, por mucho que su secretaria de Estado haga declaraciones indignadas, destinadas al consumo interno, cada vez que el Gobierno chino impone sus intereses a la comunidad internacional.
Lo que está claro es que, después de más de 30 años de transición al capitalismo, China ya no depende de Occidente para su desarrollo: nada en la abundancia de divisas, produce la mayor parte de la alta tecnología del planeta y por primera vez el principal motor de su crecimiento fue en 2009 su mercado interior, por encima de sus exportaciones, pese a que estas superaron las de Alemania.

A medida que China se expande en todos los terrenos, y el tamaño de su economía iguala a la de Japón en el segundo puesto mundial, Pekín muestra un creciente desprecio por el Occidente industrializado y entre sus élites dirigentes cunde la convicción de que su autoritarismo es infinitamente más efectivo que los desvaríos democráticos de sus rivales. Sentimiento reforzado por la recesión del sistema financiero global.
Si China considera que la economía estadounidense ha entrado en la pendiente de un declive estructural, y que los años de la hegemonía mundial de EEUU están contados, las relaciones entre Washington y Pekín cambiarán radicalmente. Y los peligros de ese vuelco geoestratégico son bien difíciles de calibrar hoy.
Aun así, los dos colosos no son sólo contrincantes en la arena internacional, sino también intrínsecamente dependientes el uno del otro. Sus economías padecen tantas servidumbres recíprocas –el gran deudor es aún mayor cliente de su enorme acreedor– que por el momento han de mantener el equilibrio a cualquier precio.
Pero el mundo cambia a gran velocidad, y los que lo empujan son los chinos.

Más Noticias