El tablero global

La muerte de presos de conciencia es imperdonable

No tiene perdón que se deje morir a un preso en huelga de hambre, ni en Cuba ni en el Ulster, donde el entonces parlamentario británico Bobby Sands murió el 5 de mayo de 1981, en el penal de Long Kesh, tras 66 días de ayuno en demanda de ser reconocido como preso político.
Es imperdonable que el régimen cubano haya multiplicado las penas por insumisión carcelaria contra Orlando Zapata, hasta condenarle a una cadena perpetua efectiva por una mera acumulación de actos de rebeldía contra la autoridad. Igual que no se puede tolerar que en esa misma isla de Cuba permanezcan presos indefinidamente, sin juicio ni derecho a defensa imparcial, cientos de reos, a menudo sometidos a torturas hasta que media docena de ellos se suicidaron... en la base militar estadounidense de Guantánamo.

No cabe la menor duda de que hay que apoyar a los cientos de opositores y disidentes encarcelados por el régimen castrista. Pero jamás a costa de olvidar a los miles de desaparecidos, torturados y asesinados por fuerzas de seguridad y paramilitares en los otros países de Centroamérica y el Caribe.
A algunos de los que ponen el grito en el cielo, y exigen drásticas represalias, tras la muerte de Zapata, hay que preguntarles por qué no expresaron emoción ninguna –ni mucho menos reclamaron respuestas– tras el reciente hallazgo de una fosa común en Colombia con 2.000 cadáveres de civiles asesinados, según todos los indicios, por el ejército. No les indigna en absoluto la impunidad de los escuadrones de la muerte que cometen crímenes de guerra, pero les sublevan otras violaciones de los derechos humanos... siempre que se produzcan en países de ideología opuesta a la suya. Jamás las condenan, aunque rayen en el genocidio, cuando las cometen dictaduras afines. ¿De dónde sacan sus varas de medir?

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