A contracorriente

Brasil después del Mundial

Para Brasil el Mundial de fútbol empezó cuando la FIFA tomó la decisión, hace ya siete años, de elegirlo como el país en el que se disputaría su vigésima edición (que se complementa posteriormente, en un paquete único, con la de realizar también los Juegos Olímpicos de 2016 en Río de Janeiro). Causó euforia inmediata, pero ahí quedó, con el tira y afloja con la FIFA sobre plazos de obras y aspectos similares.

El segundo capítulo llegó en junio de 2013 con las sorprendentes y masivas manifestaciones de jóvenes contra el aumento de tarifas de autobuses en las principales ciudades que, frente a la insensibilidad de sus alcaldes, desembocaron en grandes y reiteradas reivindicaciones por todo el país. Mediante el eslogan Educación y salud de nivel FIFA criticaban las condiciones de los servicios públicos, comparándolos con las exigencias impuestas por la FIFA para la construcción de los estadios de fútbol para el Mundial.

Las protestas eran sorprendentes porque se daban en el marco del mayor proceso de democratización social en el país más desigual del continente más desigual del mundo. Dicho marco se reflejó en el hecho de que nadie reivindicara salario o trabajo, dado que Brasil vive una situación prácticamente de pleno empleo, mientras que los sueldos han estado siempre, desde el comienzo de los gobiernos del Partido de los Trabajadores, por encima de la inflación, haciendo que el salario mínimo sea superior en un 70% a su poder adquisitivo real, frente a lo que era al final del Gobierno de Fernando Henrique Cardoso.

También por eso fueron movilizaciones desconcertantes, sobre todo para la izquierda, porque fueron protagonizadas por jóvenes que hasta ese momento habían permanecido apartados de la política. No eran jóvenes de origen popular, beneficiarios de las políticas sociales del Gobierno, que pertenecen a la base de apoyo solido del Gobierno, sino que se trataba de los hijos de la clase media tradicional, que han estado alejados de las grandes trasformaciones operadas en el campo popular desde 2003. Por primera vez en mucho tiempo la popularidad del Gobierno se vio afectada, cayendo de forma significativa, aunque sin beneficiar a la oposición, porque significaba un rechazo a la política en sus formas tradicionales.

Las manifestaciones se debilitaron por la falta de concreción en las reivindicaciones  —salvo la original, que logró la anulación del aumento de tarifas del transporte público—, así como por la aparición de grupos violentos que ahuyentaron la participación masiva de los jóvenes.

La prensa brasileña —toda opositora—, apoyada por la FIFA y por los medios internacionales, creó un clima de terror sobre las condiciones en que se desarrollaría el Mundial de fútbol. El Ministerio de Relaciones Exteriores de Alemania llegó a calificar a Brasil como "un país de alto riesgo". Nadie dejó de venir, pero todos llegaron con una expectativa tan sumamente negativa sobre la situación del país que hizo que la reacción ante las excelentes condiciones de organización —aeropuertos, estadios de fútbol, transporte, seguridad—, sumadas a las ya conocidas simpatía y hospitalidad de los brasileños, fuese aún más positiva para los visitantes. Hasta el punto de que el Mundial de Brasil ha sido consagrado como el mejor por sus asistentes, incluidos los medios de comunicación internacionales.

¿Qué Brasil se presenta tras el campeonato?

Pese a ser el mejor de los Mundiales en términos de organización y celebración, en el terreno de juego ha resultado ser el peor, aunque sin consecuencia alguna para su política, como así ocurrió con la derrota de 1950 o con la victoria de 1970, en plena dictadura militar. La carrera presidencial se presenta exactamente como antes del Mundial o incluso en condiciones un poco mejores —Dilma Rousseff ha recuperado puntos, distanciándose todavía más de sus adversarios—. La confianza en la capacidad gubernamental para organizar grandes eventos se ha fortalecido despejando cualquier duda sobre los Juegos Olímpicos. Asimismo, la pésima campaña futbolística le sirve al Gobierno para profundizar en sus propuestas de democratización y transparencia sobre este deporte, sabedor de la importancia que tiene para el país. Por otra parte, los malos resultados cosechados evidencian hasta qué punto la llamada Ley Pelé, promulgada durante el Gobierno de Cardoso, ha significado el neoliberalismo en el fútbol, debilitando a los clubes y entregando todo el poder a los empresarios. Así las cosas, se vuelve a plantear la revocación de dicha ley, como condición para retomar los procesos de formación de nuevas generaciones de jugadores que permanezcan en el país.

Un torbellino vivido intensamente por millones y millones de brasileños y de turistas que han disfrutado del país — muchos siguen sus vacaciones por los distintos lugares en los que se ha desarrollado el Mundial—. Un país triste por el resultado futbolístico, pero aliviado porque todo salió muy bien. La imagen de Brasil vuelve a proyectarse de manera muy positiva en el mundo.

Ahora se entra en una corta campaña presidencial, con propaganda en una televisión que, tras el Mundial, cuenta con tiempos mucho más amplios para el Gobierno y con la participación estelar de su gran líder, Lula. Lo único que queda por definir es si Dilma Rousseff será reelegida en primera o en segunda vuelta en octubre de este año.

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