Tierra de nadie

La farsa del Constitucional

Si hay algo de positivo en las bufonadas con las que el Tribunal Constitucional está amenizando su interminable debate sobre el Estatut de Cataluña es el haber demostrado que cuando se pervierte el funcionamiento de los reguladores del Estado y se extiende hasta sus tuétanos el control que sobre ellos ejercen los partidos políticos el resultado no puede ser otro que el desprestigio de las instituciones, de los propios partidos y de la democracia misma. Cualquiera que a estas alturas sea su fallo sobre el Estatut, si es que éste llega algún día, estará viciado de origen.

No se trata de demonizar la política sino de reducirla a sus justos términos, amplísimos por otra parte. Lo que debería ser un organismo indiscutido, un intérprete de la Constitución fiable y solvente, no puede convertirse en el campo de batalla de los partidos o en una prolongación por otros medios de las trifulcas parlamentarias. Si a ello se le añade el ombliguismo de unos magistrados, cuya pasión por los focos les conduce a eternizarse en el centro del escenario, no cabe esperar otra cosa que un ripioso estrambote.

Más allá de las inconcebibles prórrogas de mandatos de varios de sus miembros, el Constitucional está muerto en su conjunto, y lo aconsejable sería darle, cuanto antes si fuera posible, un entierro digno. El problema es que no es posible, y ello por dos razones: la primera, porque al PP no le da la gana y al PSOE, tampoco; y la segunda, y fundamental, porque cuatro años después de que se levantara el telón de esta comedia, no queda constitucionalista de prestigio que no haya hecho su particular fallo sobre el Estatut. Es decir, que cualquiera de los sustitutos de los muertos vivientes del Constitucional estaría contaminado a priori, y sería recusable por cualquiera de las partes en litigio. Y vuelta a empezar.

Paradójicamente, la democracia no terminará de asentarse si antes no se establecen claramente los cauces de su regeneración. Precisamos de instituciones que interpreten las leyes con criterios técnicos, dirigidas por figuras independientes, que no es lo mismo que apolíticas. Y si los mandatos prolongados o la ineligibilidad no dan resultados, habrá que pensar otras fórmulas. Y si nada funciona, mejor suprimirlas. Nos ahorraríamos algún bochorno y un pico en sueldos.

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