Tierra de nadie

Hagamos felices a los ricos

Ya que con el resto está visto que no puede, el Gobierno se ha propuesto hacer felices a los ricos, que si lloran será por amor o por la cebolla de la ensalada. Después de meses mareando la perdiz sobre la definición de rico y concluir que ricos eran los millonarios, en interesantísima solemnización de lo obvio, el personal aguardaba impaciente que los socialistas cumplieran su promesa de repartir entre todos la factura de la crisis y que las grandes fortunas pasaran por caja en algún momento, aunque fuera para compensar lo que Zapatero les había ahorrado en impuestos desde 2004. Con Aznar pagaban más, y no es un chiste.

La primera excusa fue que el aumento de la recaudación sería irrelevante, así que no valía la pena molestarse ni molestarles. A continuación, se extendió la especie de que tocarles las narices, o sea el bolsillo, provocaría una fuga de capitales, por lo que era mucho más operativo bajar el sueldo a los funcionarios o congelar las pensiones que meter mano a las Sicav, ya que, salvo en agosto, los empleados públicos y los jubilados tienen más difícil hacer las maletas. Finalmente, se sugirió que en los Presupuestos de 2011 se les haría un retrato, lo que serviría además para captar el voto de la izquierda parlamentaria. Pues bien, de las negociaciones con el PNV se desprende que lo de pintura también va a ser que no.

Fiscalmente, tenemos tres problemas. Uno es la enorme injusticia del modelo, que hace recaer abrumadoramente el peso del gasto público sobre las espaldas de los asalariados. Otro es el gigantesco fraude del que se beneficia una clase empresarial que, mayoritariamente, tributa como mileuristas. El tercero es la frivolidad del Ejecutivo, para el que los impuestos no han constituido una manera de distribuir la riqueza y repartir las cargas del Estado sino simples reclamos electorales que tributariamente nunca tuvieron ni pies ni cabeza.

Avanza este periódico que el nuevo plan se limita a elevar en tres o cuatro puntos el marginal del IRPF a las rentas superiores a los 120.000 euros, lo que es claramente insuficiente. Se renuncia a gravar las grandes fortunas o a resucitar el impuesto sobre el Patrimonio, del que se obtenía una cantidad superior a la que resulta de no subir las pensiones. En efecto, los ricos no lloran; se parten de risa.

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